El Evangelio según San Juan: Contexto histórico


El más puro y radical de los evangelios. También el originalísimo libro de Juan es un evangelio. Y si Evangelio es proclamar la fe en Jesús para provocar la fe del oyente, éste es el más puro y radical. Si en el Antiguo Testamento la existencia humana se decidía frente a la ley de Dios (cfr. Dt 29), en Juan ésta se decide frente a Jesús: por Él o contra Él, fe o incredulidad.

Jesús, camino que conduce al Padre. La persona de Jesús ocupa el centro del mensaje de Juan. Su estilo descriptivo es intencionadamente realista, quizás como reacción contra los que negaban la realidad humana del Hijo de Dios –docetismo–. Juan nos lleva a «ver y palpar» a su protagonista. Pero su realismo es simbólico, cargado de sentido, que la fe descubre y la contemplación asimila. El evangelista se propone desvelar el misterio de Jesús como camino para descubrir el rostro de Dios. Si en Marcos Jesús se revela como Hijo de Dios a partir del bautismo, y en Mateo y Lucas a partir de su concepción, Juan se remonta a su preexistencia en el seno de la Trinidad. Desde allí, desciende y entra en la historia humana con la misión primaria de revelar al Padre.

El camino de Jesús. Para captar el alcance de la misión histórica del Jesús que nos presenta Juan, hay que sumergirse en el mundo simbólico de las Escrituras: luz, tinieblas, agua, vino, boda, camino, paloma, palabra. O en sus personajes: Abrahán, Moisés, Jacob-Israel, la mujer infiel de Os 2, David, la esposa del Cantar de los Cantares, mencionados explícitamente o aludidos en filigrana para quien sepa adivinarlos. Pero, por encima de todo, resuena en su evangelio el «Yo soy» del Dios del Antiguo Testamento, que Jesús se apropia reiteradamente.
Juan utiliza sus materiales y sus recursos con libertad y dominio. Su patria es la Escritura, que hace presente en unas cuantas citas formales –lejos de la abundancia de Mateo–, en frases alusivas que se adaptan a otra situación, en un tejido sutil de símbolos apenas insinuados, como invitando a un juego de enigmas y desafíos. Sobre este trasfondo, Juan hace emerger con dramatismo la progresiva revelación del misterio de la persona de Jesús, luz y vida de los hombres, hasta su «hora» suprema en que se manifestará con toda su grandeza. Simultáneamente, junto a la adhesión de fe, titubeante a veces, de unos pocos seguidores, surge y crece en intensidad la incredulidad que provoca esta revelación. La luz y las tinieblas se ven así confrontadas hasta esa «hora», la muerte, en la que la aparente victoria de las tinieblas se desvanece ante la luz gloriosa de la resurrección. Entonces, Padre e Hijo, por medio del Espíritu, abren su intimidad a la contemplación del creyente.

Destinatarios. La comunidad de Juan muestra conocer familiarmente el Antiguo Testamento y el judaísmo. Pero está separada de él, no por cuestiones de observancia, sino por la fe en Jesús. Es una comunidad preparada ya para caminar en la historia entre dificultades y persecuciones esperando la definitiva venida del Señor, de la que ya participa en esperanza por la experiencia mística y por la acción del Espíritu. El evangelista deja entrever a unos cristianos y cristianas que viven la presencia de Jesús en los sacramentos: el bautismo en el diálogo con Nicodemo y los símbolos del agua (3); la eucaristía en el milagro y discurso de los panes (6,1-58) y en el lavatorio de los pies –acto humilde de solidaridad ejemplar– (13,1-17); el perdón de los pecados en el don del Espíritu, después de la resurrección (20,22s). Pero los destinatarios de Juan son los hombres y las mujeres de todos los tiempos para quienes Jesús se hizo hombre a fin de revelarles el verdadero rostro de Dios. O como lo dice el mismo evangelista al final de su narración: estas señales «quedan escritas para que crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida por medio de él» (20,31).

Autor, fecha y lugar de composición. Una tradición antigua ha identificado al autor con el apóstol Juan. Hoy día es muy difícil mantener esta opinión. La mayoría de los biblistas atribuye el evangelio a un discípulo suyo de la segunda generación. Por su familiaridad con el Antiguo Testamento y el sabor semítico de su prosa, debió ser judío. En cuanto a la fecha de su composición se propone la última década del s. I; y respecto al lugar, Éfeso.

Plan del evangelio: la «hora» de Jesús. Es esta «hora» la que aglutina y estructura todo el evangelio de Juan, marcando el ritmo de la vida de Jesús como un movimiento de descenso y de retorno.
El evangelista comienza con un prólogo (1,1-18) en que presenta a su protagonista, la Palabra eterna de Dios, que desciende a la historia humana haciéndose carne en Jesús de Nazaret con la misión de revelar a los hombres el misterio salvador de Dios. Esta «misión» es su «hora».
A este prólogo sigue la primera parte de la obra, el llamado «libro de los signos» (2–12), que describe el comienzo de la misión de Jesús. A través de siete milagros a los que el evangelista llama «signos» y otros relatos va apareciendo la novedad radical de su presencia en medio de los hombres: el vino de la nueva alianza (2,1-11); el nuevo templo de su cuerpo sacrificado (2,13-22); el nuevo renacer (3,1-21); el agua viva (4,1-42); el pan de vida (6,35); la luz del mundo (8,12), la resurrección y la vida (11,25).
A continuación viene la segunda parte de la obra, el llamado «libro de la pasión o de la gloria» (13–21). Ante la inminencia de su «hora», provocada por la hostilidad creciente de sus enemigos, Jesús prepara el acontecimiento con el gesto de lavar los pies a sus discípulos (13,1-11), gesto preñado de significado: purificación bautismal, eucaristía, anuncio simbólico de la humillación en la pasión. Luego realiza una gran despedida a los suyos en la última cena (13,12–17,26) en la que retoma y ahonda los principales temas de su predicación. Por fin, el cumplimiento de su «hora» y el retorno al Padre a través de la pasión, muerte y resurrección (18–21).

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