El Evangelio según San Mateo: Comentarios


1,1-17 Genealogía de Jesús. La genealogía nos ayuda a conocer nuestros orígenes, nuestras raíces. Para los judíos era muy importante conservar viva la memoria de sus antepasados. De esta manera, el nacimiento de Jesús queda vinculado a la historia de un pueblo, Israel; una historia cargada de promesas y esperanzas, pero también de fragilidad y de pecado. Una pequeña historia, en definitiva, que representa y de la que dependerá toda la historia humana.

Así lo ve Mateo al comenzar su evangelio con la genealogía de Jesús, elaborando artificiosamente la cadena de generaciones hasta llegar a su punto culminante: un hombre concreto, «Jesús, llamado el Mesías» (16). En Él confluyen la historia de la humanidad y la historia de las promesas de Dios, representadas por David y por Abrahán, o lo que es lo mismo: la única historia de la salvación.
Pero Mateo no nos está hablando de una historia en abstracto, sino de una real y concreta, una historia de hombres y mujeres que evocan todo lo que de bueno, de frágil, de éxito y de fracaso, de dolor y de sufrimiento existe en la familia humana: patriarcas, sabios y profetas; buenos y malos gobernantes; trabajadores, campesinos, desterrados, esclavos, nativos, emigrantes y prostitutas…
¿Quién, al leer esta primera página del evangelio, se sentirá excluido de la familia de Jesús? ¿Quién no se sentirá llamado a participar de la plenitud de las promesas de Dios que se han hecho carne en un miembro de nuestra familia humana?
Al poner fin a la serie de nombres, Mateo intencionadamente no llama a María esposa de José, sino todo lo contrario: José, esposo de María.

1,18-25 Anuncio a José. La cadena de generaciones desemboca, por fin, en el último eslabón, no uno más, sino único, definitivo y extraordinario: un nacido de «virgen». Mateo se apoya en la promesa/profecía de Is 7,14, leída en un sentido especificado ya por la tradición judía. Mateo sigue esa tradición y la autentifica en este relato que desarrolla con total claridad que la maternidad de María no es obra de José, sino del Espíritu Santo. Así habla el texto (1,20-23), y así ha permanecido en la fe de la Iglesia.
¿Cómo reacciona José ante el acontecimiento del embarazo de María? Se dice que José era «justo» (19) y no quería difamarla repudiándola públicamente; por eso, decidió hacerlo en privado. ¿Le sorprendió ver a María embarazada? ¿Es posible que su prometida no le hiciera partícipe del acontecimiento? No es éste el drama que acongoja su corazón.
Podemos pensar que la decisión de José tiene en Mateo un sentido más profundo: se siente perplejo y desconcertado, lleno de temor reverencial ante un misterio que intuía y que le desbordaba. La instintiva reacción de huida ante la presencia del misterio de Dios es una constante en los relatos de vocación de todos los grandes personajes del Antiguo Testamento. Y esto es probablemente lo que el evangelista quiere contarnos a través del drama humano de su relato: la «vocación de José» al servicio del misterio de la salvación.
Una vez que el ángel calma su temor, José, convertido en el padre legal del hijo de María, iniciará su misión e impondrá al futuro recién nacido un nombre, Jesús, cuyo significado resume toda la nueva revelación que se hará realidad en su vida, muerte y resurrección: «porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (21). Así inicia José su vocación: encubriendo y protegiendo el misterio del «Emanuel, Dios con nosotros» (23), hasta que llegue su hora.

2,1-12 Homenaje de los magos. He aquí uno de los episodios más bellos de la infancia de Jesús, que ha cautivado y sigue cautivando la imaginación de creyentes y no creyentes, de teólogos, pintores y poetas: el homenaje de los magos. ¿Qué quiere contarnos el evangelista? ¿Un acontecimiento histórico, una leyenda, una reflexión teológica dramatizada sobre el alcance universal del nacimiento del Salvador? Quizás un poco de todo eso. Y con mente abierta debemos adentrarnos en los relatos de todo el capítulo segundo, en donde Mateo va tejiendo, a modo de presentación, el perfil de su personaje.
Desde la noche de los tiempos, la contemplación de la estrellas ha fascinado a hombres y mujeres de todas las religiones y culturas. Las estrellas les han hablado de Dios y del destino del ser humano y han leído en el cambiante mapa astral acontecimientos decisivos de la historia; han visto en la aparición de una nueva estrella el nacimiento de personajes importantes; han asignado a cada pueblo su estrella o constelación. Han soñado, esperado y rezado mirando a las estrellas.
También la cultura bíblica escudriñó en las estrellas el acontecimiento más importante hacia el que tendía toda la historia de Israel: el nacimiento del Mesías-Rey. La secta judía de Qumrán había llegado incluso a confeccionar su horóscopo. En el libro de los Números (24,17), el profeta astrólogo Balaán contempla en el firmamento cómo «avanza la constelación de Jacob y sube el cetro de Israel».
Sobre este horizonte de historia y de leyenda proyecta el evangelista esta meditación en forma de relato escenificado que contiene ya, en germen, todo lo que nos va a decir a lo largo de su evangelio: Jesús es el heredero de las promesas de Israel, pero también de la esperanza de todos los pueblos de la tierra; es el Mesías-Rey e Hijo de Dios, pero se revela en la humilde fragilidad del niño, hijo de María; su presencia provoca el rechazo de los suyos y la aceptación de los alejados y extranjeros. Los que, dejándolo todo, se lanzan decididamente en su búsqueda, lo encontrarán y se llenarán de la «inmensa alegría» (10) de quienes han entrado, como los magos, en el misterio de la presencia amorosa de Dios (cfr. Mt 5,12; 13,20; 13,44; Lc 1,28; 2,10; 10,20).
La liturgia de la Iglesia ha captado y expresado todo el alcance de la narración de Mateo en el nombre de la fiesta con que celebra la visita de los magos: La Epifanía –manifestación– de Jesús.

2,13-23 Huida a Egipto y matanza de inocentes – Regreso de Egipto. Historia, leyenda y teología se dan de nuevo la mano en el presente episodio con el que Mateo va a concluir su presentación de Jesús.
La crueldad sanguinaria de Herodes, que afectó al recién nacido y a su familia, es un dato histórico de aquellos tiempos turbulentos por los que atravesaba Palestina bajo la opresión del tirano. Así lo recoge el evangelista, pero no como historiador, sino como un teólogo que lee la historia, la interpreta a la luz de la Palabra de Dios y después la vierte en un relato dramático de tonos legendarios, el instrumento literario que más se presta a la evocación simbólica y a la reflexión.
Al igual que Moisés (cfr. Éx 2,1-9), Jesús es salvado de una muerte segura a manos del tirano; como el fundador del pueblo de Israel (cfr. Éx 4,19-23), tiene que huir con su familia. La matanza de los inocentes evoca el exterminio de los niños israelitas (cfr. Éx 1, 15s) y el llanto de Raquel (cfr. Jr 31,15). Su regreso de Egipto parece obedecer al mandato de Dios que ya anunció el profeta: «Desde Egipto llamé a mi hijo» (Os 11,1).
De esta forma, el evangelista nos dice que Jesús es el nuevo Moisés quien, a través de un nuevo Éxodo, llevará a su pueblo, asumiendo el exilio y la persecución, hacia una nueva y definitiva liberación. Pero no sólo a su pueblo, Israel, sino a todos los pueblos de la tierra. Mateo insinúa esta dimensión con el nombre del lugar donde se establece y donde comenzará su vida pública: «Galilea», «el distrito de los paganos», la provincia más extranjera y más paganizada de Palestina.
La pincelada final del retrato de Jesús tiene también su intención: «será llamado Nazareno» (23), en alusión a la aldea perdida donde vivió como artesano carpintero durante años. Aunque todavía no se ha logrado identificar el texto del profeta aludido en el versículo 23, el nombre de «nazareno» era polémico y despreciativo; ser de Nazaret era considerado como ser un «don nadie». El evangelista Juan lo dirá más explícitamente por boca de Natanael: «¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?» (Jn 1,46).

3,1-12 Juan el Bautista. Después de varias décadas de vida oculta y anónima de Jesús, que los evangelistas dejan en el silencio, Mateo retoma su narración con una fórmula temporal genérica, con la que introduce en escena a Juan, con el título propio de «el Bautista».
El retrato que nos hace del Bautista es impresionante, tanto por su atuendo silvestre, dieta ascética y el lugar de su predicación, el desierto, como por la fuerza denunciadora de su mensaje: el arrepentimiento como cambio radical de vida y la inminencia del juicio de Dios, vengador de las injusticias. En su punto de mira están, sobre todo, los líderes religiosos y políticos del pueblo, responsables directos de la corrupción y decadencia de aquella sociedad: los fariseos y saduceos, «raza de víboras» (7). De esta manera oblicua, Mateo hace entrar también en escena a estos personajes que, de ahora en adelante, serán los enemigos más acérrimos de Jesús.
Juan exige el arrepentimiento (cfr. Jr 8,6), la confesión pública (cfr. Neh 9), la enmienda como fruto (Sal 50,23; 51,15), y como señal de purificación, el bautismo. El paso por el agua recuerda el paso del Mar Rojo y el Jordán. Frente a los proyectos de la élite judía (fariseos y esenios) se encuentra en el movimiento bautista una aguda preocupación por anunciar a todos la salvación, vista la proximidad amenazante del inminente juicio de Dios. El Bautista es el enlace entre los profetas y Jesús: lo que los profetas vieron o entrevieron como futuro, él lo muestra ya como presente.

3,13-17 Bautismo de Jesús. La brevedad con que narra Mateo esta escena deja, aparentemente, muchas preguntas sin responder. ¿Fue Jesús discípulo de Juan? Y si lo fue, ¿qué le movió a formar parte del movimiento reformador iniciado por el profeta del desierto? Pero, sobre todo, ¿por qué se sometió, también Él, al rito simbólico de purificación? En el relato del bautismo se narra un hecho histórico (Jesús es bautizado por Juan) con ayuda de elementos de la apocalíptica. De ella procede el rasgarse el cielo que hace posible la aparición del Espíritu y la audición de la voz divina. Como resultado se obtiene un relato de vocación sapiencial-apocalíptica.
Con el reconocimiento por parte del Bautista de la superioridad de Jesús, Mateo responde tanto a los discípulos de Juan que habían sobrevivido a la muerte del profeta y que continuaban aferrados a su memoria, como a los primeros cristianos que podían escandalizarse del gesto de Jesús. Pero es en sus palabras enigmáticas, que acallan la reticencia del Bautista, donde hay que buscar el sentido profundo de todo el episodio: «conviene que realicemos la justicia plena» (15).
Si el rito era para otros señal de arrepentimiento, para Jesús es plenitud de la justicia. El evangelista adelanta así uno de los temas fundamentales que, junto con el reinado de Dios, va a desarrollar a lo largo de todo su evangelio. La justicia de Dios no es otra cosa sino su voluntad de salvación gratuita ofrecida a todos sin discriminación, y es esta justicia la que Jesús llevará a su plenitud en cada palabra y en cada gesto de solidaridad y de perdón con que acogerá a los pobres, a los oprimidos y alejados. Bautizándose con los pecadores en el Jordán, Jesús carga sobre sus hombros solidarios todo el peso del pecado y del sufrimiento humano.
Sólo después de pasar Jesús por este bautismo del pueblo pecador se abre el cielo y el Padre lo señala como su hijo «predilecto» y se hace explícita su misión. El gesto bautismal de Jesús viene completado con la visión celestial, en forma de estructura trinitaria, puesta de relieve por la posterior tradición cristiana: voz del Padre, presencia del Espíritu y título de Hijo. Es la segunda Epifanía, la manifestación solemne de una identidad que ya se había ido perfilando en los capítulos de la infancia. La expresión «éste es mi Hijo querido, mi predilecto» (17) es una adaptación de las palabras del Señor dirigidas al Siervo (cfr. Is 42,1), figura misteriosa que, aunque inocente, sufre por su pueblo. Y así, al gesto de Jesús se une la palabra del Padre para indicarnos que este Hijo es también el Siervo sufriente de Dios.

4,1-11 Jesús puesto a prueba. Mateo nos ofrece a continuación uno de los episodios más impresionantes de todo el Nuevo Testamento, conocido tradicionalmente como «las tentaciones de Jesús», aunque es preferible llamarlas pruebas, más que tentaciones. Literaria y teológicamente es también uno de los textos más elaborados. Sólo el artificio dramático de un relato como el presente podía decir tanto en tan pocas líneas.
Jesús acaba de ser proclamado Hijo de Dios y, como tal, va a comenzar el nuevo Éxodo que será duro y doloroso. Sin embargo, antes de contarnos paso a paso el itinerario que le conducirá a la muerte, el evangelista nos presenta, como en un pórtico grandioso, la confrontación de Jesús con el enemigo que le seguirá constantemente a lo largo del camino y al que vencerá: el Diablo, o la personificación de la tentación y de la prueba (cfr. Mt 12,38; 16,22; Jn 6,15; 7,3; 12,27).
Esta gran confrontación entre el proyecto del Padre, personificado por Jesús, y el antiproyecto del «rival» («diábolos» en griego), viene escenificado en tres episodios de creciente dramatismo que se desarrollan en el escenario tradicional de la prueba en la cultura bíblica: el desierto, y durante 40 días, símbolo de los 40 años del éxodo de Israel. El desenlace y la victoria final tendrán una dimensión cósmica, la cúspide en una «montaña altísima» (4,8) ante el esplendor y poderío de todos los reinos de la tierra.
En cada episodio, una proposición tentadora del Diablo: el milagro fácil e injustificable; el espectáculo gratuito de efecto rápido y asegurado; y sobre todo, el poderío universal, si se somete a las reglas del juego del pretendido soberano del mundo. Y a cada tentación del rival, apoyada en una cita bíblica, el rechazo de Jesús y el compromiso de vivir solamente de la Palabra de Dios. Aunque las tres tentaciones parecen diferentes, todas van dirigidas a un único objetivo: apartar a Jesús de la voluntad del Padre, o lo que es lo mismo, poner a prueba su filiación divina.
Gracias a los elementos tomados del Antiguo Testamento, el relato sirve para salir al paso de ciertas expectativas mesiánicas corrientes en el tiempo de Jesús y que seducían también a sus seguidores. En definitiva, se trata de poner de relieve no sólo la misión de Jesús –el proyecto del reinado de Dios– frente al proyecto del antirreino, sino también la manera concreta de anunciarlo, celebrarlo y llevarlo a la práctica. Se confrontan también los dos tipos de mesianismos: el mesianismo davídico, fundado en el poder, en el prestigio, en las soluciones fáciles y rápidas, y el mesianismo del Siervo sufriente, que carga con los pecados de su pueblo y vive de cara a Dios y en solidaridad con los pobres y excluidos. De esta nueva forma de comprender el reinado de Dios se desprende una nueva imagen del Mesías que se espera.
A partir de la llegada del reinado de Dios es posible llevar a cabo una vida en que la obediencia a Dios nos conduzca a una relación de comunión con los demás. La desobediencia al designio de Dios se ha hecho patente en el mundo creando en la humanidad relaciones opresoras en el triple orden de lo económico (pan), político (reinos de la tierra) y religioso (milagro). Sólo su rechazo en las tentaciones hace posible un orden humano que destruya esas relaciones opresoras a partir de la existencia de un nuevo poder.

4,12-17 En Galilea. Cafarnaún, junto al lago, será su ciudad (9,1). Galilea, en un tiempo pagana o cuanto menos paganizada, lugar de encuentro de pueblos y culturas, será el escenario y la plataforma de revelación, como en el gran oráculo de Isaías 8,23–9,1. Así comienza a cumplirse el encargo de la misión universal de predicar el Evangelio al mundo entero (28,18s).
El paralelismo/oposición entre Juan y Jesús expresa la íntima conexión de este último con los movimientos bautistas, pero también su originalidad que lo separa en puntos clave. La coincidencia inicial se transforma pronto en separación irreductible entre ambos. La predicación bautista de un Dios vengador de las injusticias se convierte en Jesús en propuesta de un Dios pacífico y no violento. El arrepentimiento que pide es para recibir la Buena Noticia, como pura gratuidad de Dios (4,23; 9,35).
El ofrecimiento de la gracia ocupa el lugar del juicio de Dios. Jesús sale al encuentro de la expectativa del pueblo con un anuncio que, desde el comienzo, tiene como contenido central el reinado de Dios y será desde entonces el centro de su predicación.

4,18-22 Llama a los primeros discípulos. Jesús llama, y en esto se diferencia de los rabinos de su época que eran elegidos por sus discípulos. Jesús elige a los suyos. La llamada es categórica, la respuesta es rápida e incondicional: ellos responden a su llamado y comienzan a seguirle.
Con estos rasgos se inaugura un nuevo tipo de seguimiento, el cristiano: es una vocación irresistible y vinculante, un discipulado permanente, un compartir en todo la vida y la misión del Maestro: «los haré pescadores de hombres» (19). La autoridad y el alcance del llamado de Jesús evoca al llamado del Señor a los profetas del Antiguo Testamento, en el que vocación y misión forman parte de una misma realidad, como en el caso de Jeremías (cfr. Jr 20,7s) o como, ya en el Nuevo Testamento, acontecerá con Pablo (1 Cor 9,16).

4,23-25 Resumen narrativo de la actividad de Jesús. La actividad de Jesús engloba y unifica enseñanza (7,28s; 21,23), proclamación de la Buena Noticia (10,7) y sanaciones (8,16s), afectando así a la totalidad de la persona del oyente. Una Buena Noticia que sólo mire al «alma», en lugar de al hombre y a la mujer en su totalidad, no es Buena Noticia de Jesús; y así, donde Mateo dice: «toda clase de enfermedades y dolencias», debemos nosotros hoy leer también: toda opresión, injusticia, marginación, es decir, todas las enfermedades estructurales que nacen como subproducto de un sistema económico como el actual que excluye de la mesa del mercado a gran parte de la población mundial, especialmente la situada en los países del tercer mundo.
La fama de Jesús se difunde y atrae a todo el Israel histórico, con Jerusalén como capital. Atento siempre a las resonancias bíblicas de cada gesto y palabra de Jesús, el evangelista ve cumplida en la proclamación del reinado de Dios el anuncio de Isaías: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero… que dice a Sión: Ya reina tu Dios!» (Is 52,7; cfr. Is 61,1).

5,1-12 Sermón del monte: las bienaventuranzas. El sermón del monte (el primero de los cinco discursos programáticos de Jesús) es la carta magna del nuevo pueblo de Dios. Se ha de leer con el monte Sinaí y Moisés al fondo (Éx 19) para apreciar diferencias y contrastes.
Encabezan el discurso las ocho bienaventuranzas que constituyen el nuevo programa del reinado de Dios. Declaran: «felices los pobres», porque en ellos el reino de Dios se hace ya presente como don y como gracia en medio de nosotros. Son enunciados de valor, no mandatos como el decálogo del Sinaí, una invitación a superarse constantemente, una denuncia de mezquindades, una oferta de la misericordia de Dios y don del gozo incontenible que trae el reinado de Dios.
A diferencia de Lucas (6,20-23), cuyas bienaventuranzas van dirigidas a todos sin especificar, como un mensaje profético que señala a los pobres, perseguidos y marginados como los preferidos, las bienaventuranzas de Mateo tienen un auditorio concreto y restringido: el grupo de los que Jesús había llamado a seguirle: «se le acercaron los discípulos… y comenzó a enseñarles del siguiente modo» (1s).
El evangelista escribe para una comunidad cristiana ya establecida, que comienza a organizarse como Iglesia y necesita profundizar en su nueva identidad de seguidores de Jesús, después de la ruptura traumática con el judaísmo, de donde procedía la mayoría y que les dejó en una situación de marginación social, cultural y religiosa. Es probable que estos hombres y mujeres fueran realmente pobres, menospreciados y perseguidos. Mateo les invita a descubrir los valores del reinado de Dios en las dificultades por las que atraviesan. Las palabras de Jesús son, en primer lugar, una invitación a vivir la pobreza, la aflicción, el desprendimiento, el hambre y la sed de justicia como «bienaventuranzas».
Y así, la pobreza material se transformará en «pobreza de corazón» o apertura confiada a la voluntad y providencia del Padre; la aflicción, en «consuelo» mesiánico, el único capaz de dar sentido al sufrimiento y a la muerte; el desprendimiento, en posesión de la «herencia» de la tierra, expresión que equivale a recibir el reinado de Dios; y el hambre y la sed de justicia, en «esperanza» del cambio radical que traerá la Buena Noticia.
Estas cuatro primeras bienaventuranzas podrían dar la impresión de una fácil y falsa espiritualización de la dura realidad humana con la esperanza pasiva de una reivindicación en un futuro reinado de Dios. Pero no es así. A estas cuatro actitudes del corazón siguen las otras cuatro bienaventuranzas del compromiso y del empeño por cambiar la realidad y hacer presente el reinado de Dios aquí y ahora: el compromiso de la misericordia y la solidaridad; el empeño de una vida honrada y limpia; el trabajo por la paz y la reconciliación; la firmeza ante la persecución.
En estas ocho bienaventuranzas Jesús indica el comienzo del reinado que ya está aconteciendo en la praxis de los pobres. Y es en la práctica de los pobres donde despunta, aunque de lejos, la nueva creación. En ellos la vida nueva del reinado se construye en torno a sus ejes básicos: posesión compartida de la tierra (4), ausencia de males que hacen sufrir y llorar (6), práctica de la justicia (6) y de la solidaridad (7), nueva experiencia de Dios (8) y de la relación filial con Él (9), que es la raíz de la verdadera fraternidad.

5,13-16 Sal y luz. Las breves parábolas de la sal y de la luz completan la proclamación de las bienaventuranzas y terminan el exordio del sermón del monte. Estos dos elementos tan necesarios en la vida cotidiana han entrado a formar parte del mundo simbólico de todas las religiones y culturas.
La tradición bíblica ha visto en las propiedades de la sal –dar sabor y preservar los alimentos– un símbolo de la sabiduría. Para Mateo, esta sabiduría es la Palabra de Dios, la Buena Noticia, no en abstracto, sino personificado en la vida de los creyentes: «Ustedes son la sal de la tierra» (13).
La advertencia de «si la sal se vuelve sosa» sigue resonando hoy día, quizás con más urgencia que en otras épocas de la historia de la evangelización de la Iglesia. Nuestro mundo postmoderno, que ha dado ya la espalda a todas las ideologías, sólo reacciona ante el impacto del testimonio, y sin el testimonio de una vida cristiana seria y consecuente, la Buena Noticia se convertirá en una ideología más; habrá perdido todo su sabor.
En la misma línea se mueve la comparación de los cristianos con la luz del mundo. Más explícitamente que la sal, la luz evoca el mensaje de Jesús reflejado en la conducta diaria de sus seguidores. San Pablo dirá: «si en un tiempo eran tinieblas, ahora son luz por el Señor: vivan como hijos de la luz» (Ef 5,8). También la luz, sin el testimonio, es opaca; brilla solamente a través de las obras. La práctica de las bienaventuranzas lleva consigo una forma de vida alternativa que necesariamente será contracultural y en donde la persecución aparece como una consecuencia ineludible. Pero, incluso, o mejor, en la persecución este estilo de vida alcanza mayor plenitud de sentido: serán «sal de la tierra» y «luz del mundo». Así realizarán la misión del Siervo de Dios: siendo perseguidos (Is 50,4-9), serán «luz de las naciones» (Is 42,6; 49,6).
En la visión de Isaías de la ciudad irradiando luz desde lo alto y atrayendo a todos los pueblos de la tierra (60,1-3) ve el evangelista la misión universal de anunciar la Buena Noticia, encomendada a los que han sido ya iluminados por la luz de Cristo.

5,17-48 Jesús y la Ley. Jesús expone su postura frente a la Ley, la Torá. Primero, en términos genéricos, incluyendo toda la Escritura en la consabida fórmula «ley y profetas»; después, en una serie de seis contraposiciones agudamente perfiladas, encabezadas por las famosas antítesis de Mateo: «han oído que se dijo… pues yo les digo». Jesús habla con una autoridad que está por encima de la legislación antigua.
Jesús reconduce los mandamientos a su raíz y a su objetivo último: el servicio a la vida, a la justicia, al amor, a la verdad. No opone a la Ley antigua una nueva ley, sino que la transforma y la lleva hacia una radicalidad sin precedentes, rompiendo todos los moldes y criterios que han dado origen a cualquier legislación humana. En el centro de esta parte del sermón del monte está el respeto sagrado a la persona y la denuncia contra todo aquello que, aun camuflado de artificio legal, atente contra la dignidad del hombre y de la mujer.
Pero es, sobre todo, en las dos últimas antítesis donde aparece toda la revolucionaria novedad del mensaje de Jesús, el no rotundo a la ley del Talión: «ojo por ojo, diente por diente» (38). ¿No sería utópica una sociedad humana sin esta ley? En realidad, la ley del Talión ha existido en todas las culturas, no sólo en la bíblica, como mecanismo para que la sociedad no se disuelva en el caos de una violencia indiscriminada.
Aunque su cruda aplicación haya desaparecido ya prácticamente de nuestro mundo de hoy, la ley del Talión, por más sofisticada que se muestre en nuestros comportamientos individuales o en los códigos legales, sigue estando vigente y considerada como necesaria para asegurar una aceptable convivencia humana. Así, la violencia legalizada y más o menos controlada parece ser la única respuesta para hacer frente a todo otro tipo de violencia que amenace al individuo o a la colectividad. Un ejemplo entre tantos, es la pena de muerte.
Jesús propone la subversión de este principio porque corrompe las relaciones de las personas entre sí y con Dios. Este cambio radical sólo podrá partir de la fuerza creadora del amor y será la única respuesta que pondrá fin a toda violencia. No sólo se trata de una no violencia pasiva –«no opongan resistencia al que les hace el mal» (39)–, sino activa: «Pero yo les digo: amen a sus enemigos, oren por sus perseguidores» (44). Ésta es la utopía evangélica que propone el sermón del monte: el amor a todos, sin condiciones, tal y como es el amor de «su Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos» (45). El amor no tiene límites, como no tiene límite la perfección a la que el creyente tiene que aspirar: «sean perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el cielo» (48). Imitando de esta manera a Dios, podremos crear una sociedad justa, radicalmente nueva.
Quizás tengamos que confesar tristemente que nuestro mundo no está aún preparado para que la ley evangélica del amor sustituya a la ley del Talión; pero, precisamente porque hemos tocado fondo en los horrores de la violencia y la violencia institucionalizada está enquistada, Jesús invita apremiantemente a sus seguidores a poner en práctica la utopía del amor evangélico como humilde levadura que producirá el cambio. Mateo lo expresa con sencillez y realismo: «si uno te da una bofetada… al que quiera ponerte pleito… si uno te obliga a caminar mil pasos… a quien te pide prestado» (39-42). Las respuestas podrán parecer absurdas, pero llevan en sí el poder que cambiará el mundo.

6,1-18 Sobre la práctica de las obras buenas: Limosna, oración y ayuno. Al igual que para la mayoría de las religiones de la tierra, la limosna, la oración y el ayuno eran los tres pilares de la práctica religiosa judía. Pero cuando estas prácticas se institucionalizan y se legalizan corren el riesgo de convertirse en pura rutina, superficialidad e hipocresía. Así ocurría en el contexto religioso judío donde vivían las pequeñas comunidades de Mateo que buscaban su identidad como cristianos. Mateo, a través de las palabras de Jesús, les invita a purificar toda práctica religiosa a partir del espíritu evangélico como criterio de discernimiento, como hizo antes con respecto a la Ley. Y establece un principio general: las obras de piedad no deben practicarse para ganar prestigio ante los demás, posición de poder o privilegios.
Llama comediantes, hipócritas, charlatanes, a los que exhibían sus rezos y sus ofrendas al son de trompetas en las esquinas y en las plazas o desfiguraban «la cara para hacer ver a la gente que ayunan» (16). Es una crítica mordaz al eterno problema del fariseísmo, enfermedad que puede atacar a todos, pero que se ceba especialmente en las gentes de Iglesia, «personas en riesgo», como los fariseos de su tiempo. Con razón, una de las críticas históricas a la Iglesia como institución y a sus representantes ha sido precisamente la de la ostentación, el boato, la apariencia, el culto a la imagen.

6,9-15 El Padrenuestro. Todas las religiones tienen su oración especial, la que define su identidad y queda grabada en la memoria colectiva de sus seguidores. Para los cristianos es el Padrenuestro u oración dominical –de «dominus», «señor» en latín–, porque ha salido de los labios del Señor. Lucas (11,1) dice explícitamente que fue enseñada por Jesús a petición de los discípulos. Mateo lo deja entender (9).
La versión que nos da Mateo es más elaborada que la de Lucas, quizás porque así se rezaba ya en las comunidades cristianas a las que dirige su evangelio. Con esta oración pedimos, agradecemos y nos renovamos. Contiene una invocación y siete peticiones, tres en honor de Dios (su nombre, su reino, su voluntad); cuatro a favor nuestro (nuestro pan, nuestras ofensas, nuestras tentaciones, los males que nos acechan).
La gran novedad de la oración dominical está en la primera palabra con la que comienza: «Padre», de la que surge espontáneamente y cobra verdadero sentido todo lo demás. Si bien la expresión «Padre» referida a Dios es frecuente en la tradición bíblica del Antiguo Testamento, nunca se había llegado más allá de un significado simbólico: Dios era padre del pueblo en general o se comportaba como un padre. En Jesús, el símbolo se hace realidad; Dios es realmente su padre, al que llama con el diminutivo entrañable con que los niños se dirigen a la persona que les dio la vida: «abba», «papá» en arameo. Pero no sólo es su padre, sino también nuestro padre; de cada uno en particular y de todos como familia suya y hermanos de su Hijo primogénito. Todo el Nuevo Testamento es revelación de este misterio de salvación (cfr. Rom 8,15; Ef 2,18; 3,12; Heb 10,17-20).
Aunque por razón de su cultura patriarcal los evangelistas no se atreven a llamar a Dios «madre», hoy día, libres ya de esos condicionamientos culturales, no expresaríamos adecuadamente toda la dimensión de nuestra relación filial con Dios si no nos dirigiéramos a Él/Ella como «Padre-Madre que estás en el cielo», o simplemente «Padre-Madre Dios», ya que la expresión «que estás en el cielo» es una expresión que encubre el nombre de Dios, y que el israelita, por respeto, no se atrevía a pronunciar. Las tres primeras peticiones, tu nombre, tu reino, tu voluntad, son en realidad una sola: el deseo ardiente de que su paternidad-maternidad se haga presente eficazmente en el mundo. El nombre, el reino y la Ley son tres ejes sacados del Antiguo Testamento que expresan cómo debe ser la nueva relación con Dios.
El nombre en la tradición bíblica es sinónimo de la identidad de la persona; apelar al nombre de Dios es invocar el esplendor de su presencia activa en medio de nosotros. Es una petición de fe.
«Venga tu reino» (10) es la otra cara de la fe: el deseo y la esperanza de que el ejercicio de su poder (es decir el reinado de Dios, tema central de la predicación de Jesús), vaya cambiando la realidad presente hasta su futura y plena transformación.
La petición «hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (10) no es fatalismo ni espera pasiva, sino que expresa el compromiso activo del orante, consecuencia de la fe y de la esperanza, a colaborar activamente para que el reinado de Dios se vaya haciendo realidad aquí y ahora.
Las cuatro peticiones restantes nos muestran que la relación renovada con Dios sólo es posible en la relación renovada entre nosotros. De ahí que esas cuatro peticiones sean para la comunidad y se refieren a cuatro necesidades: el orante pide a su Padre-Madre Dios la fuerza para el camino, para empezar, el alimento de cada día: «danos hoy el pan nuestro de cada día» (11). Esta expresión de Mateo deja abierta una variedad de sentidos que no se excluyen entre sí, sino que contribuyen a presentar todo el arco de las necesidades humanas: el alimento terreno, el pan del pobre y del necesitado y, sobre todo, el alimento definitivo del reinado de Dios, anticipado en el pan de la Eucaristía.
Finalmente, y dada la condición pecadora del orante, se pide el perdón de nuestras ofensas (12) con el compromiso añadido de perdonar a los que nos ofenden, el auxilio en la prueba y la protección contra el maligno. El perdón es un punto central en la oración cristiana. El mal como realidad o el Maligno como causante del mal tienen en cada momento su figura histórica. Atrevernos a delimitarlo y a llamarlo por su nombre en cada coyuntura histórica es un ejercicio de discernimiento cristiano y una exigencia de la dimensión profética de nuestra fe. Así termina la oración cristiana que, en su brevedad, resume todo el evangelio.

6,19-24 Sobre el poseer – Luz y tinieblas – Dios y el dinero. Con sus cuatro recomendaciones sobre la posesión de bienes, Jesús no se suma, sin más, a la condena tradicional del afán excesivo de poseer, sino que desenmascara la maldad de la codicia en su raíz más profunda: la idolatría. Mamón, dios del dinero, es rival irreconciliable del Dios de las bienaventuranzas, cuya santidad se manifiesta en el esplendor de su generosidad, como lo acaba de enseñar el Padrenuestro. «¡Cuánta oscuridad» (23) la que entra en el corazón del hombre o de la mujer a través del ojo cegado por la tacañería! Termina con una frase lapidaria que emplaza a los oyentes de ayer y de hoy a optar de forma radical, sin medias tintas: «No pueden estar al servicio de Dios y del dinero» (24).

6,25-34 Confianza en Dios. Quizás no exista otro concepto religioso en nuestra tradición cristiana que se haya prestado tanto al desconcierto, al abuso y a la manipulación, como el de la providencia de Dios. Ha servido para todo: para encubrir la falta de esfuerzo y trabajo personal y aceptar con fatalismo lo que venga; para aquietar nuestra conciencia ante la injusticia y la opresión de los pobres, esperando que la providencia se cuide de ellos. A veces llamamos instintivamente providencia a la abundancia y al bienestar, o nos sentimos apartados de ella cuando llaman a nuestras puertas la penuria y el sufrimiento. En el fondo, si no sabemos a qué atenernos respecto a la providencia de Dios, es porque quizás hasta ahora no hayamos leído con seriedad el sermón del monte.
Jesús no nos explica cómo o cuándo se hace presente la providencia; simplemente nos invita a abandonarnos en manos de nuestro Padre-Madre Dios, para quien sus hijos e hijas son las criaturas más importantes de toda su creación, y así, pasar de la angustia a la confianza. Jesús resume en una frase cuál debe ser la actitud de sus seguidores ante la providencia de Dios: «busquen ante todo el reino de Dios y su justicia» (33). El reinado se recibe como don gratuito, con la alegría y confianza de quien experimenta la paternidad-maternidad de Dios en su acción trasformadora del mundo. Pero esta justicia (salvación) de Dios invita también a la colaboración y al empeño personal y colectivo de sus seguidores con su plan salvador. La confianza lleva necesariamente al compromiso, pues nadie se compromete con una causa perdida.
Y esto es justamente lo que nos enseña esta página entrañable del evangelio: que el poder salvador de Dios, simbolizado en el esplendor y la delicada magnificencia con que trata a las aves del cielo y a las flores del campo, no va a dejar fuera del banquete del reino a sus hijos e hijas.

7,1-6 No juzgar: la pelusa en el ojo del hermano. El sermón del monte ha ido desmantelando poco a poco todas las estructuras y condicionamientos internos que aprisionan y esclavizan a la persona desde una perspectiva nueva que revoluciona la ética y todo comportamiento humano convencional: la presencia del reinado de Dios. Lo ha hecho con la ley del Talión, con el afán de poseer, con la angustia ante el mañana; ahora lo hace con el juicio contra el hermano.
Si Jesús hablara simplemente de actitudes civilizadas como la compresión o la tolerancia no habría dicho nada nuevo que no hubieran dicho ya los rabinos de su tiempo (o de todos los tiempos), quienes usaban la proporción como norma positiva de juicio: «Del mismo modo que ustedes juzguen se los juzgará» (2). Confucio decía, quinientos años antes de Jesús, que «el hombre justo, cuando ve una cualidad en los demás, la imita; cuando ve un defecto en los demás, lo corrige en sí mismo». Jesús cita la norma, pero para negarla, para prohibir y condenar como falso, hipócrita y farisaico todo juicio humano que no esté inspirado en la nueva justicia que ha traído el reinado de Dios. Lo ilustra mediante el proverbio que pone de relieve la desproporción hiperbólica entre la basura o la pelusa en el ojo del hermano y la viga en el ojo propio. Si la presencia del reinado de Dios entre nosotros nos ha hecho experimentar el don inmenso e impagable de su perdón y misericordia, es decir, la revelación de su justicia (salvación), todo otro juicio que no sea el de ver al prójimo en el mismo abrazo salvador del Padre, sería tan injusto y absurdo como quien se fija en la pelusa del ojo del hermano llevando una viga en el propio.

7,7-12 Pidan y se les dará. A estas alturas del sermón del monte, el discípulo-oyente de Jesús podría sentirse sobrecogido ante los desafíos tan radicales que plantea el reinado de Dios, desafíos que aparecen como exigencias utópicas que bordean lo absurdo y desbordan toda nuestra capacidad humana de comprensión y de realización. Pues con el mismo laconismo y autoridad con que ha propuesto la nueva ley del reinado de Dios, Jesús nos viene a decir que dicha ley no se puede cumplir a través del solo esfuerzo humano, sino que se recibe gratuitamente, como don de Dios.
Pero al don debe preceder la petición del don, y no una petición puntual y coyuntural, sino toda una vida entendida como empeño de búsqueda comprometida con el reinado, expresada en la reiteración: «pidan, busquen, llamen… porque quien pide, quien busca, a quien llama» (7s). La posible duda sobre un Dios sordo a nuestras peticiones la reduce Jesús al absurdo; sería como colocar al Padre-Madre del cielo (11) a un nivel más bajo que los padres y madres de la tierra quienes, aunque malos, saben dar cosas buenas a sus hijos.
La «regla de oro» (12) no es nueva; de una manera u otra se encuentra en el código ético de todas las religiones y culturas. En el judaísmo aparece expresada negativamente: «no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti», tal como Tobías inculcaba a su hijo y los judíos enseñaban a los prosélitos de origen pagano (Tob 4,15).
El sermón del monte termina con esta regla de oro; la novedad que propone no está en que viene expresada en forma positiva: «traten a los demás…» (12); esto sería sólo cuestión de matices. Su novedad se encuentra en la perspectiva radicalmente distinta desde la que se coloca: la presencia del reinado de Dios entre nosotros, que revoluciona el comportamiento mutuo abriéndolo a la creatividad de un amor que no conoce proporciones ni límites.

7,13s La puerta estrecha. Mateo pone fin al sermón del monte con un epílogo que refleja las circunstancias de los cristianos de su tiempo que vivían en un ambiente duro, no exento de hostilidad y persecución. Si el evangelista tiene presente a las comunidades a las que dirige su evangelio, las palabras de Jesús se dirigen a sus seguidores de todos los tiempos para quienes, persecución o no, profesar una vida según los valores del evangelio es siempre ir contracorriente, contra lo social, lo político y, a veces, lo religiosamente correcto.
En situación semejante hay que tomar decisiones y actuar entre dificultades. Jesús nos previene y ofrece criterios de discernimiento, usando y renovando las imágenes tradicionales del camino, el árbol y la construcción.
La puerta estrecha sigue siendo para todos los seguidores de Jesús la puerta del pobre y del excluido, la puerta por la que el mismo Jesús atravesó el umbral de la existencia humana; Él no se hizo genéricamente hombre, sino específicamente hombre pobre. En las palabras de Jesús a sus discípulos «como el Padre me ha enviado, así les envío yo» no sólo se expresa el anuncio del envío misionero, sino también la forma específica de realizar la misión como Él la llevó a cabo, por voluntad del Padre.

7,15-29 Por los frutos los reconocerán – Roca y arena. Los falsos profetas fueron en el Antiguo Testamento la pesadilla de los auténticos profetas (cfr. Jr 23 y Ez 13, entre otros), lo mismo que los falsos doctores lo fueron de las primeras comunidades cristianas (1 Jn 2 hablará de anticristos). El criterio de discernimiento es claro: los frutos, como los que da el árbol sano.
No es cuestión de doctrina correcta, de ortodoxia, sino de ortopraxis. Jesús anatematiza a los que nunca recorrieron la senda del pobre y al final se encontraron sin los frutos del reinado: «lo que no hicieron a uno de estos más pequeños no me lo hicieron a mí» (45).

8,1-17 Sanaciones. Las sanaciones no son prueba extrínseca de una doctrina o una misión, sino que son ya la realización parcial y concreta del reino de Dios; al sanar, Jesús está haciendo presente el reinado que lleva consigo la liberación de toda la persona y de todas las personas.
Los relatos de sanación siguen con gran libertad un esquema básico: diálogo con el enfermo y efecto en los que asisten o se enteran. En primer plano se aprecia la necesidad de creer y confiar en Jesús para disponerse a su gesto liberador. Todos los relatos sinópticos suponen o conducen a una fe en Jesús; a veces Jesús mismo la pide, otras la descubre en los gestos de la gente o la suscita con sus preguntas. En ocasiones, subraya que es la fe del enfermo la que le ha sanado. Mateo acentúa, frente a Marcos y Lucas, la «poca fe» de los discípulos como impedimento para comprender la persona y los gestos de Jesús, y la dificultad de hacer ciertas sanaciones que Jesús realiza. Se tiene fe en Jesús si se tiene fe en la Buena Noticia del reinado que Él anuncia y realiza. Por encima de todo, lo que Jesús está pidiendo es una fe en la irrupción de la fuerza del reinado en esas obras poderosas que lo manifiestan. Mateo subraya este camino enseñado por Jesús en varios discursos, pero también mostrado en obras, sobre todo en esas «obras poderosas» que se concentran especialmente en los capítulos 8s y repite en sus sumarios a lo largo de todo su evangelio (4,23s; 8,16; 9,35; 12,15s; 14,14.34s; 15,29s; 19,2; 21,14). Esta misma actitud debe continuar en la Iglesia, poniéndose al servicio de los pequeños y superando la «poca fe» en su Maestro y Señor (6,30; 8,26; 14,31; 16,8; 17,20).
La fuerza salvadora del reinado de Dios no tiene fronteras; por eso Jesús se acerca, en primer lugar, a tres necesitados que simbolizan la marginación en aquella sociedad: los enfermos contagiosos, por su enfermedad; las mujeres, por la opresión de una cultura patriarcal; los paganos, por su exclusión del pueblo de Dios.
Jesús respeta la ley de reintegrar al leproso con un certificado otorgado por un sacerdote. Los sacerdotes examinaban, diagnosticaban y, en ciertos casos, confinaban o excluían de la vida civil. Jesús sana, limpia y restituye a la vida de la comunidad. Es su voluntad y tiene el poder.
El centurión (jefe de cien hombres del ejército romano), además de pagano, representaba a la potencia colonial de Roma; doble motivo para convertirse en una persona desdeñable. Pero por su fe entra en la nueva comunidad y crece como figura ejemplar: como denuncia de los que se resisten a creer y como anuncio de muchos que creerán. El caso particular de la sanación del criado paralítico se prolonga como anuncio misionero de alcance universal (cfr. Is 2,2-5; Miq 4,1-5). La expresión del Salmo 107,1-3 –«den gracias al Señor porque es bueno… que lo digan… los que reunió… del este y oeste, del norte y sur»– se llena de un nuevo sentido en el reinado de Dios.
En el caso de la suegra de Pedro hay un detalle interesante: «se levantó y se puso a servirles» (15). La sanación capacita a la mujer para el servicio. ¿Está simbólicamente indicando el evangelista la dignidad recobrada de las seguidoras de Jesús y su protagonismo en la vida de las comunidades cristianas?

8,18-22 Seguimiento. El entusiasmo suscitado por la enseñanza y los milagros no debe engañar a los que quieran seguirle. El seguimiento de Jesús lleva consigo unas condiciones que el mismo Jesús va señalando progresivamente: 1. El riesgo de una vida completamente libre de cualquier atadura o seguridad y pobre, signo de contradicción, contracultural e itinerante. 2. La disponibilidad para la misión sin calcular los riesgos y en las condiciones de vida que la misión exija. 3. El seguimiento debe ser inmediato porque, una vez recibido el llamado, el camino y las exigencias del reinado de Dios no tienen espera.
Este estilo de vida viene ya sugerido, de alguna manera, en el título con que Jesús se designa a sí mismo: Hijo del Hombre. Se trata de una expresión enigmática de la profecía apocalíptica del Antiguo Testamento que veía en la aparición de este misterioso personaje de origen celestial una especie de salvador universal que llevaría a cabo los planes del señorío de Dios sobre la historia humana en un deslumbrante despliegue de poder (cfr. Dn 7,13s). Algunas tradiciones le atribuían rasgos del Mesías real y del Siervo del Señor, pero sin los sufrimientos propios de la condición humana.
Jesús se aplica el título, deja de momento en la ambigüedad su dimensión gloriosa y pone en guardia a los que quieran seguirle con la intención de unirse al cortejo de un triunfador: «El Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza» (20). Así responde al primero de los candidatos, un «letrado» (19) y como tal, conocedor de las Escrituras. Jesús ayuda a discernir al letrado, echando por tierra sus expectativas y sus falsas interpretaciones mesiánicas.
El segundo candidato, anónimo, quiere seguirle pero tiene que enterrar primero a su padre (21). Ésta es la palabra clave para entender la respuesta de Jesús: «primero». Su petición no suponía el hecho puntual de ir al funeral de su padre, sino que le permitiera permanecer en la casa hasta que vivieran sus padres. La dureza de la respuesta, tomada al pie de la letra, choca con nuestra sensibilidad y desencadena en el discípulo la tensión de una disyuntiva que le pone en guardia frente a un compromiso débil y le ayuda en el camino de su discernimiento. Lo verdaderamente «primero» es Jesús y su proyecto, el reinado de Dios; sólo si se acepta su seguimiento sin condiciones desaparece la tensión y se descubre el sentido de su respuesta paradójica; los que confinan su horizonte a esta vida mortal, que se ocupen de enterrar; ellos serán enterrados a su vez. Jesús llama a una vida nueva, a la Vida.

8,23-27 La tempestad calmada. Los discípulos que momentos antes habían manifestado una total adhesión a Jesús se sienten ahora desconcertados frente al ímpetu de la tormenta. Este relato viene a ser como una ilustración concreta del tema del seguimiento. Dice el evangelista que cuando Jesús subía a la barca «le siguieron los discípulos» (23), es decir, comenzaron a compartir su misma suerte. Pero sin fe y confianza, el seguimiento se tambalea en las situaciones extremas donde la fidelidad al reinado de Dios exige incluso poner en juego la propia vida. Jesús denuncia la falta de fe de sus discípulos en el momento mismo de la prueba, cuando «las olas cubrían la embarcación» (24), y no después de restablecida la calma.
El que dormía en medio del vendaval se revela como Señor del mar, esa potencia caótica y levantisca en la simbología del Antiguo Testamento que Dios somete y apacigua (Sal 93; 104,6s; etc.). El evangelista dice que «se levantó» (la misma palabra griega usada para «resucitó»), para indicar su presencia salvadora en medio de la comunidad. Éste es el mensaje de ánimo y confianza que nos transmite el relato de Mateo a los seguidores y seguidoras de Jesús cuando se hacen a la mar, rumbo a la misma misión y al mismo destino de Aquel que los llamó.

8,28-34 Los endemoniados. Según la concepción de la época, el mundo de los espíritus malévolos se asocia con lo contaminado que mancha, con lo enfermo que contagia (cfr. Sal 91,6). Con su presencia y acción, Jesús va desterrando el poder demoníaco, empujándolo al reino de lo impuro simbolizado en los cerdos (cfr. Is 66, 3.17), al abismo de la perdición (el lago o el mar).
Los vecinos no saben apreciar semejante liberación y su actitud contrasta con la admiración de otros ante el poder de Jesús. Aunque la región es pagana, no se dice que los habitantes lo sean. Está bien liberar de demonios a dos hombres y de sustos a la población, pero el negocio es el negocio. Así son las diferentes respuestas a la invitación de aceptar el reinado de Dios.

9,1-8 Sana a un paralítico. Se trata del mismo episodio relatado por Marcos (2,1s). Mateo esquematiza, abrevia suprimiendo detalles y hace concentrar la atención, no ya en el milagro, sino en el poder de Jesús de perdonar los pecados ante la acusación de blasfemo por parte de los letrados.
La mentalidad judía relacionaba la enfermedad con el pecado; los propios discípulos creen que la enfermedad o la desgracia son causadas por alguna culpa, propia o ajena. Y dentro de la comunidad creyente, el pecado mayor consiste en la incapacidad de ver la acción liberadora de Dios en medio de las más desgarradoras situaciones de marginación y exclusión.
Jesús manifiesta que ha recibido el poder de sanar, pero, sobre todo, el de perdonar, que abarca todo el proyecto de su misión liberadora y llega a la raíz misma de la condición humana necesitada de salvación. La sanación del paralítico le sirve para proclamar solemnemente su autoridad; con las palabras del versículo 6, centro del relato, Mateo quiere asegurar a las comunidades cristianas para las que escribe su evangelio que la autoridad de perdonar de Jesús sigue presente en y por medio de la Iglesia. Al final, la admiración y la alabanza a Dios de los presentes no es ante el milagro realizado (como en Marcos), sino «por haber dado tal autoridad a los hombres» (8). La tarea que Jesús realizó y que por la fuerza de su Espíritu continuó en la Iglesia primera, sigue vigente hoy, tal vez bajo nuevas formas, pero siempre en continuidad con sus gestos liberadores.

9,9-13 Llama a Mateo: comparte la mesa con pecadores. Mateo, a quien el evangelio de Marcos llama Leví (2,13-16), se identifica como el pecador llamado por Jesús. La vocación de Mateo es muy significativa: Jesús elige a un recaudador de impuestos, a un publicano al servicio de Roma, potencia ocupante. Y como todos los recaudadores de impuestos, con muy mala fama ante el pueblo. Jesús le da un voto de confianza, sin pedirle confesiones públicas de conversión. Mateo («don de Dios» en hebreo) le sigue inmediatamente, dejándolo todo. La vocación es una forma de sanación; el que es llamado es perdonado. La llamada soberana de Jesús hace pasar de la esclavitud del dinero a la libertad del seguimiento.
Jesús, asiduo comensal en la mesa del pobre y del pecador, hizo de la comida compartida con todos uno de los símbolos más expresivos de la novedad del reinado de Dios que ha venido a eliminar toda clase de barreras discriminatorias. De ahí el escándalo provocado por la práctica histórica de Jesús de convidar o dejarse invitar por recaudadores de impuestos y pecadores, personajes mal vistos por las élites sociorreligiosas. El gesto mismo es ya un desafío a las barreras y a sus valoraciones humanas. Ante Dios todos somos iguales: pecadores necesitados de su misericordia y de su pan de vida. Como era de esperar, su reputación entre la clase social y religiosamente correcta de su tiempo cayó por los suelos. Jesús tiene el valor de repetirlo y acepta el apelativo de «borracho y comilón», «amigo de recaudadores de impuestos y pecadores». Asimismo, utiliza las comidas como ocasión para invertir las relaciones piramidales de la sociedad, tanto por los invitados que se eligen (pobres y marginados), como por la valoración de los servidores. Y también utiliza la comida en común para cambiar los modos de juzgar y de actuar que marginaban a los pobres de la mesa de Dios y de los hombres.
Atendiendo a la acogida que Jesús hace de los pobres, marginados y enfermos se ha llegado a decir que a Jesús lo mataron por el modo en que comía. También se ha afirmado que la esencia del cristianismo es comer juntos.

9,14-17 Sobre el ayuno. A través de esta consulta particular sobre el ayuno se entrevé el simbolismo del Mesías esposo (cfr. Mt 22,1-14; 25,1-13). Los discípulos de Juan el Bautista continúan todavía aferrados a la vieja mentalidad, centrados en la penitencia y en una visión pesimista de la vida; no han descubierto que la fiesta del reinado de Dios ya ha comenzado.
Juan no es esposo ni Mesías (cfr. Jn 3,28s); Jesús procura suavemente, con imágenes, abrir los ojos de los discípulos del Bautista a la nueva realidad. Al mismo tiempo deja entrever el desenlace trágico: «les arrebaten el novio» (15), como arrebatan al Siervo (cfr. Is 53,8). Los amigos del novio deben sacudirse de la tristeza heredada. Con su Buena Noticia para los pobres, Jesús les abría a todos los oprimidos y marginados por la oficialidad religiosa la puerta de la alegría. Y lo hacía sin permiso de la Ley ni de la oficialidad del Templo que la interpretaba y manejaba. Y para justificar la alegría que debía acompañar a sus seguidores, Jesús daba esta única razón: precisamente por ser pobres y oprimidos, eran «los amigos del novio». Jesús alude a los textos del Antiguo Testamento que habían expresado la promesa de Dios de desposarse con su pueblo (Os 2,16-22). Este desposorio lo estaba realizando por medio de Jesús, que no se avergonzaba de los pobres. Y ésta era la alegría que nadie podía arrebatarle al pobre: la de sentirse, en Jesús, el amado del Padre. Y era este Dios, su Esposo, quien lo liberaba del poder de la Ley que se había adueñado hasta de su alegría.
La novedad que trae el esposo se explica en los versículos 16s con las parábolas del remiendo en el vestido viejo y del vino vertido en odres viejos. El reinado de Dios no es reformismo: lo nuevo siempre entra en conflicto con lo envejecido. Las imágenes del vino y del vestido nuevos dejaban claro que el Evangelio debía mantener su independencia, sin contaminaciones, sin alianzas que lo desnaturalizaran. Las instituciones de aquel tiempo eran para Jesús odres viejos sin resistencia y un vestido viejo sin consistencia. Evangelio y grupos de poder eran –y deben seguir siendo– incompatibles. El mensaje evangélico no se puede manipular para ir remendando un paño ya gastado (cfr. Sal 102,27; Jr 13,7); es un vino que no puede contener instituciones envejecidas y caducas. Al igual que el judaísmo legalista y farisaico con el que se enfrentó Jesús, la mentalidad de grupos cristianos o de las instituciones eclesiales de hoy también puede convertirse en telas y odres viejos si no están convencidos de que el Evangelio no es una mera reforma de instituciones caducas, sino una alternativa de parte de Dios a lo viejo.

9,18-26 Dos sanaciones de mujeres. Ambos milagros se encuentran en los tres sinópticos y son complementarios. El relato de un milagro se encaja en el relato del otro. En ambos casos es decisiva la fe y el contacto de Jesús; los dos están unidos por la necesidad de ser reintegrados a la vida en toda su plenitud. Mateo, como siempre, estiliza, resume y hace concentrar la atención del lector en lo esencial del mensaje: por una parte, la fe del funcionario y de la mujer, y por otra, el poder de Jesús sobre la enfermedad y la muerte. Para Lucas y Marcos, la hija del funcionario estaba muy grave; para Mateo estaba muerta y, como tal, era ya un cadáver impuro, como impura era la enfermedad que padecía la mujer. El dolor de este padre y la vergüenza de esta mujer pueden ser un símbolo de todos nuestros males personales y colectivos.

9,27-34 Sanaciones: dos ciego y el mudo. Toda sanación puede tener un significado que va más allá del hecho físico, pero quizás sean el ciego que recobra la vista y el mudo que habla los acontecimientos milagrosos más cargados de simbolismo en la tradición bíblica. Isaías ya había anunciado que «aquel día oirán los sordos la palabra del libro, sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos» (Is 29,18).
Aquel día mesiánico que contemplaba el profeta en lontananza se ha hecho presente en la persona de Jesús. Con estos milagros (diez en total), Mateo va preparando la declaración solemne que hará Jesús a los discípulos de Juan en 11,5. El evangelista insiste en la importancia de la fe como condición necesaria para que se realicen los signos que manifiestan la llegada del reinado de Dios. La fe es precisamente el tema del diálogo que Jesús mantiene con los ciegos (28s), el ámbito donde se da el encuentro personal que sana y restablece a la persona.
La presencia del reinado de Dios, sin embargo, es y seguirá siendo signo de contradicción: mientras que la multitud de los pobres y sencillos se asombra alborozada (33, cfr. Is 29,19), los fariseos de siempre, ciegos de profesión, se confirman en su ceguera: «expulsa demonios con el poder del jefe de los demonios» (34).

9,35-38 La cosecha, abundante; los trabajadores, pocos. Estos cuatro versículos sirven de intermedio, cierran una sección y abren otra. Jesús, el Mesías, ha anunciado el comienzo del reinado de Dios con palabras y obras. Su primer discurso, el sermón del monte, ha sido confirmado por signos y milagros. El éxito de su poder liberador de toda clase de enfermedades y dolencias ha atraído a una multitud de pobres y necesitados.
Éste es el escenario donde se desarrolla la siguiente sección: la del envío misionero de los doce, colaboradores íntimos que aprenderán en compañía de Jesús el alcance de la misión, la manera de llevarla a cabo y la iniciativa de Dios que se anticipa con el llamado. A la imagen de la pesca (4,19) se añaden la clásica del pastor (cfr. Jr 23; Sal 23; 80) y la del segador (apuntada en Sal 126).
La visión de Mateo va más allá de los pocos aldeanos y aldeanas que seguían a Jesús, calificados como una multitud (36). El horizonte de la misión de las comunidades cristianas para las que escribe el evangelio se perfilaba ya como universal, pero no una universalidad abstracta, sino concreta, al modo de la actuación del Maestro. Los destinatarios de la misericordia de Jesús son los marginados por la sociedad, especialmente por los grupos dirigentes y religiosos: el ancho mundo de los maltratados y abatidos (36), esos hombres y mujeres de todos los tiempos ante los que Jesús siente una compasión que le revuelve las entrañas, y a los que hace destinatarios privilegiados del anuncio y de la realidad del reinado de Dios. Destinatarios privilegiados de Jesús son, sobre todo, los pobres. Aquí entran los niños, despreciados y apenas tenidos en cuenta; también la mujer, un ser humano considerado de segunda clase para el pueblo judío de entonces y para tantos otros pueblos y culturas de entonces y de hoy. Ellos son los pequeños que deben privilegiar los servidores en la comunidad eclesial. Es justamente en la opción preferencial por el pobre donde la Iglesia se juega la credibilidad de su misión, como continuadora en cada tramo de la historia del proyecto de Jesús, el reinado de Dios; así manifestará la urgencia y universalidad de su misión.

10,1-4 Los doce apóstoles. Los elegidos son doce, número que indicaba la totalidad de las tribus de Israel (19,28) y que ahora representa la universalidad del nuevo pueblo de Dios. Se anticipa el título de apóstoles, o sea, enviados. Los encabeza Pedro con su nuevo nombre ministerio. Son de extracción y mentalidad diversos: nombres hebreos y griegos, pescadores, un recaudador de impuestos, uno perteneciente al partido político-religioso de los zelotas… Y en medio, Jesús, como centro de unidad. La tradición ha identificado a Natanael (Jn 1,45) con Bartolomé y a Leví (Mc 2,14; Lc 5,27), con Mateo (Mt 9,9). Se anticipa asimismo el destino de Judas. A este primer equipo misionero dirigirá Jesús su segundo discurso, el de la misión.

10,5-15 Misión de los doce apóstoles. Se abre el discurso con una recomendación que puede causar perplejidad a los lectores de hoy y que ha dado lugar a diversas interpretaciones: «no se dirijan a países de paganos» (5), en aparente contradicción con el gran mandato de la misión universal de 28,19: «hagan discípulos entre todos los pueblos». La comunidad cristiana a la que dirige Mateo su evangelio seguramente no vería tal contradicción, pues estaba viviendo ya, como las otras iglesias locales dispersas por el imperio romano, la realidad de una Buena Noticia abierta por igual a judíos y paganos.
Quizás haya que buscar la solución en el sentido de las palabras «ovejas descarriadas de la Casa de Israel» (6), que pueden referirse o bien a todo el pueblo de Israel o, en particular, a los pobres y marginados del pueblo, gente humilde y oprimida. Éstos eran designados en la tradición bíblica con un término específico, «el pueblo de la tierra», cargado de contenido sociológico y religioso. Por ser pobres y abandonados eran los preferidos de Dios. En este caso, Jesús estaría indicando a sus discípulos enviados a proclamar el Evangelio una clara opción por los pobres de Israel, símbolo de todos los pobres del mundo. Como hizo Él.
El versículo 7 indica que el mensaje que deben anunciar los enviados es el de Jesús, el reinado de Dios, que irrumpe en la historia con el poder de la liberación de todo mal que afecte a la persona y a la familia humana. Y, al igual que Jesús, los portadores del mensaje deben adoptar su mismo estilo de vida itinerante y pobre: no dos túnicas –un lujo entonces–, ni oro ni plata para el camino, simplemente vivir al día, con el solo salario para el sustento.
Pero una Iglesia misionera pobre y comprometida con los pobres está necesariamente avocada, incluso dentro de la propia comunidad creyente, a crear problemas, a encontrar oposición, a ser signo de contradicción y a ser perseguida si es portadora de la paz y de la justicia de la Buena Noticia. Porque la paz que Mateo identifica aquí con el reinado de Dios lleva consigo la exigencia de la reconciliación entre Dios y la familia humana y de los hombres y mujeres entre sí; y esto no puede darse sin la justicia y sin la eliminación de todas las barreras que discriminan, explotan y oprimen a personas, colectivos y pueblos.

10,16-33 Persecuciones. Por boca de Jesús, Mateo alude a los sufrimientos y las contradicciones por las que estaban pasando sus comunidades, signo de lo que ocurrirá a todo cristiano comprometido con el Evangelio. Mateo no dramatiza retóricamente. La comparecencia ante tribunales, los azotes, los desgarros familiares después de la expulsión de la comunidad cristiana de la sociedad judía en el año 70, el odio… todo esto fue moneda corriente en aquellos tiempos fundacionales de la Iglesia (cfr. los Hechos de los Apóstoles) y lo seguirá siendo allí donde la Buena Noticia de Jesús se anuncie con valentía y sin otra alianza ni compromiso que las causas históricas de los pobres (léase la historia reciente de América Latina, cuando una parte de la Iglesia hizo una clara opción por los pobres, «por la gente de la tierra»).
Pero si es un discurso premonitorio de sufrimientos y contradicciones, lo es también de aliento y esperanza. Por tres veces se repite que no tengan miedo (26.28.31). La causa de la Buena Noticia no es una causa perdida, aunque a veces lo parezca; no es un proyecto humano, sino de Dios, quien dará fortaleza y confianza a los que se comprometen con ella. Él los cuida y de Él dependen el mundo y la historia. Jesús anticipó con su vida esta pasión por Dios y por su pueblo.

10,34-39 La alternativa de Jesús. Según el Antiguo Testamento, la razón por la que Dios se escogió un pueblo –Israel– era precisamente lograr que alguien animara la historia en beneficio de todos los pueblos, teniendo la justicia como norma de vida y así aniquilar la raíz del mal que está dentro del ser humano y de las estructuras de la sociedad. Ambos (individuo y sociedad) debían convertirse. En qué medida fue Israel fiel a esta vocación es lo que el Pentateuco y los Profetas tratan de contarnos.
Los partidos político-religiosos en que se dividía el pueblo (saduceos, fariseos, herodianos y zelotes), las clases socio-religiosas notables (sacerdotes, levitas, escribas y doctores) y las estructuras de poder (Sanedrín, sumo Sacerdocio, la guardia y los tesoros del Templo, los maestros de la Ley); todos ellos se veían directamente afectados y comprometidos por los planteamientos de Jesús. Todos los grupos de poder en tiempos de Jesús buscaban, de una u otra forma, dominar. La imagen del Mesías que el pueblo esperaba estaba también construida a partir del poder: debía ser un descendiente de la dinastía de David, un rey que le devolviera a Israel el dominio sobre las naciones extranjeras.
No es que Jesús provoque o declare la guerra, sino que su mensaje es signo de contradicción: buena noticia para los pobres y mala noticia para los poderosos y explotadores de todos los tiempos que tienen como centro de su vida el dominio; son ellos los que empuñan la espada y provocan la muerte de tantos seres humanos (cfr. Éx 5,21). La propuesta de Jesús apuntaba a destruir las raíces de ese poder. La práctica de Jesús fue una forma novedosa y alternativa de destruir el mal, proponiéndose destruir en el interior de las personas e instituciones el deseo de dominio que lo engendra.
Por el contrario, Jesús se define desde la entrega total. Entregó en la cruz su misma vida por la causa de los deshumanizados. Pero, paradójicamente, su cruz y su muerte son fuente de vida: «quien la pierda por mí la conservará» (39).
La fidelidad a Jesús ha de superar cualquier otra, incluso la familiar; porque, lejos de discriminar, dará su verdadero sentido a todas las demás fidelidades.

10,40–11,1 A mí me recibe. Las palabras con que se cierra el sermón de la misión hablan de la recompensa que recibirán todos aquellos que acojan a sus enviados, en clara alusión a lo que debería significar la hospitalidad para aquellos misioneros y misioneras itinerantes, acostumbrados a partir sin previo aviso, debido a la hostilidad o al simple rechazo del mensaje. Quizás indirectamente nos está informando de que, en sus comunidades, la misión no era sólo privilegio y deber de los apóstoles, sino también de los que ejercían el ministerio de profetas, de los «justos» y de los «pequeños». Cualquiera que sea el significado que tienen estos dos últimos títulos para Mateo, lo que sí parece claro es que la misión era tarea de toda la comunidad cristiana, con carismas diferentes pero con una sola misión.

11,2-19 Sobre Juan el Bautista. Juan terminó como todos los verdaderos profetas incómodos de siempre, es decir, fuera de circulación. Desde la cárcel envía a sus discípulos a preguntar a Jesús nada menos que sobre el Mesías esperado, sobre «el que había de venir» (Mal 3,1). Cuando Mateo habla del Bautista se está siempre dirigiendo, entre líneas, al grupo de discípulos que habían permanecido fieles a la memoria de su profeta y que, décadas después, aún no acababan de decidirse a entrar en la comunidad cristiana, quizás porque el sufrimiento y la muerte de Jesús no encajaban con la idea que ellos se habían hecho del Mesías, y por ello seguían esperando.
Jesús responde sobre su persona y su misión, no teorizando, sino señalando una praxis concreta y liberadora: los milagros y signos realizados que tienen como destinatarios al pobre y al excluido (8s), y en los que resuena el eco de las profecías (Is 35,5s; 61,11). En otros términos, el cumplimiento de las profecías confirma su misión, pero de un modo inesperado y desconcertante: una misión llevada a cabo en el compromiso personal con el pobre y el necesitado: «los ciegos recobran la vista… los pobres reciben la Buena Noticia» (5). Esto es lo que define su persona y su misión como Mesías, y no otro mesianismo fácil y triunfalista. Por eso decepcionó a todos los que veían en Él al heredero del poder de dominio de David, su padre. El signo mayor del mesianismo de Jesús, la señal de la irrupción de los tiempos mesiánicos anunciados por los profetas, es su opción por el pobre y el excluido como destinatarios y sujetos privilegiados del reinado de Dios.
Los que no estuvieron de acuerdo con la propuesta de Jesús lo asesinaron. Fue esta misión la que, en definitiva, le llevó a la muerte y produjo un escándalo permanente, tanto entre muchos judíos de aquel tiempo (incluidos los discípulos de Juan) como entre aquellos cristianos y cristianas de hoy que se siguen escandalizados de una Iglesia pobre, alejada de todo triunfalismo, de las alianzas de poder y cuya opción prioritaria de misión es el pobre y el excluido.
Del versículo 12 en adelante, Mateo anuncia la violencia que sufre el reinado de Dios. No sabemos exactamente el sentido que quiso darle el evangelista a las palabras «violencia» y «violentos», pero todas las posibles interpretaciones deberán moverse en el mismo contexto del discurso de la misión, es decir: el anuncio y la presencia del reinado de Dios es un acontecimiento tan decisivo para el cambio radical del interior de la persona y de las estructuras sociales, que no deja espacio a la neutralidad, sino que emplaza al oyente a tomar una opción definitiva.
Los que lo rechazan se oponen con violencia a sus mensajeros, como estaba sucediendo en las comunidades a las que dirige Mateo su evangelio; así también sucede hoy y sucederá siempre. Los que lo aceptan deberán hacerse violencia a sí mismos, o lo que es lo mismo, jugarse la vida por su causa, como lo hizo Jesús.
El párrafo termina con una clara alusión a una tercera actitud ante la presencia del reinado de Dios: la de los que no quieren comprometerse. Jesús lo ilustra con la cita de un fragmento curioso de juego infantil en el que reconocemos al caprichoso. Es la misma actitud del que se sienta en la barrera sin querer entrar en el juego. Los que estaban bien instalados en su conformismo religioso ni aceptaron a Juan, el penitente austero, ni a Jesús, el liberado feliz.

11,20-24 Recrimina a las ciudades de Galilea. En tono de lamentación, Jesús invita a la conversión a las ciudades con las que más se había comprometido de palabra y obra en el anuncio del reinado de Dios. Corozaín, Betsaida y Cafarnaún habían sido testigos privilegiados de la acción misionera de Jesús y de su comunidad de seguidores. Sin embargo, el peso de las tradiciones y la autosuficiencia les impidieron captar la novedad que Jesús les comunicaba. Su responsabilidad ante el juicio de Dios será mayor en comparación con aquellas ciudades-símbolo del poder económico y de la vida pagana, Tiro, Sidón y Sodoma.
Mateo dirige estas palabras de Jesús a una comunidad cristiana siempre necesitada de conversión. Si la razón de ser de la Iglesia es estar al servicio del reinado de Dios, la conversión a los valores de su reinado debe ser la actitud de discernimiento permanente para no traicionar la misión de Jesús. Ésta es la conversión a la que están llamados, tanto los cristianos y cristianas como la Iglesia-institución, con todo lo que ella simboliza. Los dones que recibe una persona o una comunidad son para ser nuevamente donados; son a la vez don y compromiso. Cuanto más se recibe, más se tiene que dar.

11,25-30 El Padre y el Hijo. Esta corta plegaria (25) se lee también en Lc 10,21, como reacción espontánea y jubilosa de Jesús ante el resultado de la misión de los apóstoles: los pobres e ignorantes han recibido el anuncio y la realidad del reinado de Dios. En el mismo contexto la transcribe Mateo. Es la oración mesiánica de Jesús ante la revelación sorprendente de Dios a los desheredados de este mundo. En una sociedad donde el prestigio era una forma de poder y de seguridad económica, la ignorancia era considerada no sólo como ausencia de conocimiento, sino como una marca sobre las personas que carecían de instrucción o enseñanza. Ya en la época de Jesús, algunos grupos consideraban «malditos» a los que no conocían la Ley en profundidad. Jesús denuncia esa falsa religiosidad. La salvación no depende de una mayor o menor pericia en la compleja interpretación bíblica, sino de la capacidad para captar el paso de Dios en la historia y de la disponibilidad para aceptar el llamado de Dios.
Junto con la transfiguración, éste es uno de los momentos culminantes del evangelio. Un gozo exultante, fruto de su experiencia de Dios como Padre, infundido por el Espíritu, se expresa en esta confesión. Jesús se transfigura e irradia luz de revelación, abriendo lo más íntimo de su espiritualidad: la predilección del Padre, su sentimiento filial y la misión que de Él ha recibido. Jesús invita a todos los abatidos, a las personas agobiadas por los mecanismos de exclusión social y religiosa, y les propone llevar otro yugo, otra carga: el yugo de la libertad, que exige al mismo tiempo humildad y mansedumbre, es decir, honestidad personal y capacidad de diálogo y tolerancia.
El que envía con autoridad a sus seguidores a una tarea que aparentemente excede toda capacidad humana es el único capaz de hacer que esa carga y ese yugo se trasformen en experiencia de júbilo indescriptible al ver cómo el reinado de Dios se va haciendo realidad entre los pobres y los sencillos, el mismo júbilo que invadió a Jesús.

12,1-14 Haciendo el bien en sábado. En el capítulo 12 Mateo describe la creciente hostilidad de los fariseos contra Jesús. Las controversias resultantes sirven para aclarar aspectos de su misión: el sábado (1-21), el origen de su poder taumatúrgico (22-37) y la exigencia de un signo que compruebe su misión (38-45).
En la importancia que da Mateo a estas controversias podemos leer entre líneas las dificultades por las que atravesaban las comunidades cristianas a las que dirige su evangelio ante la hostilidad de un entorno religioso dominado por la casuística y el legalismo farisaico.
En este pasajes nos situamos ante dos situaciones en las que Jesús se opone a le ley del sábado en beneficio de la persona: el hambre (1-8) y la enfermedad (9-14). En ambos casos, la mentalidad farisaica daba preferencia al precepto del sábado sobre la situación del enfermo y del hambriento. El descanso sabático, que fue en su origen una institución humanitaria, se convirtió en muchos casos en una carga opresiva. Ante tal abuso, Jesús reacciona frente a las acusaciones de los fariseos con dos frases que provocaron un escándalo total: Él es «mayor que el templo» (6) y «Señor del sábado» (8). Una de las estructuras opresoras de las que Jesús se siente libre y trata de liberar al pueblo es la estructura religiosa de la que forma parte la ley del sábado. Por eso, contravenir este precepto, aun para hacer el bien, era una provocación para la élite religiosa.
Este legalismo casuístico de los fariseos del tiempo de Jesús nos puede parecer pueril y desfasado; sin embargo, el espíritu farisaico es como un mal crónico que nos sigue afectando a personas e instituciones religiosas. Los cristianos tendemos a absolutizar ciertas normas inmemoriales, que fueron respuestas a problemas concretos de una época. ¡Primero el reinado de Dios y luego sus añadiduras! Y así, todo culto cristiano, personal o público, desvinculado de una opción seria y comprometida por el pobre y el excluido, será un culto sin misericordia, farisaico.

12,15-21 Jesús, el Siervo de Dios. Los enemigos de Jesús se quedan sin respuesta ante sus palabras, pero Jesús comienza a ser ya un peligro público que debe ser eliminado. En el relato de Mateo, el versículo 14 marca el comienzo de las deliberaciones del desenlace final (cfr. 27,1). Frente a dicha deliberación, Mateo pronuncia un veredicto (15b-21) aplicando a Jesús un texto profético, el primer canto del Siervo (Is 42,1-4). Colocado aquí, servirá también de contraste para la controversia que sigue, en la que los enemigos lo denuncian como siervo del Diablo.

12,22-37 Jesús y Satanás. He aquí una controversia sobre el origen del poder de Jesús, que se completa en los versículos 43-45. Ante el milagro, la gente se pregunta si Jesús será el Mesías. Los fariseos, al no poder negar el hecho evidente, acusan a Jesús de ser representante de la divinidad pagana Belcebú (cfr. 2 Re 1), identificado como príncipe o soberano de los demonios.
Jesús responde utilizando imaginativamente creencias y representaciones populares sobre el reino de los espíritus. Todo ese mundo se derrumbará ante el poder de Jesús, y así se irá manifestando y avanzará el reinado de Dios. Los judíos estaban seguros de que Satanás perdería su poder sobre las personas en el tiempo mesiánico. Esto estaba sucediendo desde la venida de Jesús. La blasfemia contra el Espíritu Santo, en este contexto, consiste en la ceguera voluntaria y obstinada de la persona que se niega a reconocer la acción evidente de Dios y, recurriendo a acusaciones falsas y calumniosas, atribuye al demonio lo que sabe que procede de Dios (cfr. Heb 6,4-6; 10,26-29).
Ante la ceguera voluntaria de los fariseos, Jesús les avisa del grave peligro que corren. El árbol se conoce por sus frutos. Un árbol malo no puede dar frutos buenos. Han atesorado maldad en su corazón y eso les impide abrirse a la propuesta de Dios.

12,38-45 La señal de Jonás. A veces, el milagro deslumbrante y sensacionalista puede convertirse en el peor enemigo del reinado de Dios, que se acoge solamente por la fe. Jesús se niega sistemáticamente a contentar a la galería con portentos milagreros; ya lo hizo cuando se enfrentó con el Diablo en el desierto (4,3-7) o cuando, en un arrebato de exasperación, se quejó a la gente que le seguía: «Si no ven signos y prodigios, ustedes no creen» (Jn 4,48), o cuando permaneció mudo ante el payaso de Herodes que «esperaba verlo hacer algún milagro» (Lc 23,8). Ahora, cuando los fariseos le piden algún prodigio que acredite su misión, Jesús les remite al único signo que es justamente la negación de toda espectacularidad milagrosa: el signo de Jonás, un signo permanente de contradicción. Esta invitación a realizar una señal extraordinaria es una nueva tentación para manipular, por medio del poder, lo que Jesús pueda hacer.
La alusión al signo de Jonás ha recibido diversas explicaciones: muerte y resurrección de Jesús, predicación a los paganos y su conversión. Es posible que el evangelista haya pensado en ambas al dirigir el relato a unas comunidades cristianas que estaban viviendo las contradicciones provocadas por el anuncio de la Buena Noticia: los pobres y los paganos aceptaban la persona de Jesús muerto y resucitado, los sabios y engreídos no tenían ojos para ver en este hombre humilde y ajusticiado la presencia del reinado de Dios. No hay peor ciego que el que no quiere ver.

12,46-50 La madre y los hermanos de Jesús. Este episodio parece que está fuera de contexto, como añadido para que no se pierda, antes de comenzar la gran sección de las parábolas. En rigor, habría que leerlo en el capítulo 10 que trata de los discípulos. Jesús no se deja intimidar por la actitud de los parientes y los invita a hacerse familia suya, no por los vínculos de sangre, sino por la práctica de la Buena Noticia, como oyentes y servidores de la Palabra.
La palabra «hermano» en el hebreo del Antiguo Testamento designaba también a los parientes próximos: tíos, sobrinos y primos. En el Nuevo Testamento, esta palabra puede designar a parientes y a personas de la misma raza o comunidad. Todos los israelitas eran hermanos, así como lo son todos los cristianos. Alrededor de Jesús surge una familia nueva, unida por lazos de fe. El discípulo auténtico es el que obedece o hace, no el que habla o nace (7,21). Al leer estas palabras de Jesús nos damos cuenta de que María fue recorriendo un camino de fe que la llevó al encuentro con su hijo y con el Señor. La asidua meditación de los acontecimientos diarios hizo crecer su corazón hasta el punto de llegar a albergar en él a toda la Iglesia. María, primera discípula, hizo el camino de la fe y seguimiento de Jesús que todo creyente debe emprender.

13,1-23 El sembrador – El sentido de la parábola. A través de las parábolas que aparecen en el Nuevo Testamento podemos acercarnos a lo que Jesús sentía y pensaba sobre el reinado de Dios que venía a anunciar, y a la experiencia propia de Jesús sobre el modo de actuar de Dios, su Padre. El tema de las parábolas es el reinado de Dios, no como teoría, sino como proclamación que exige una respuesta para ser comprendida. Quien lo acepta, comprende; quien no quiere aceptar, se niega a comprender.
La parábola del sembrador es justamente la dramatización de esta diferente actitud ante el mensaje del reinado de Dios. Aquellos hombres y mujeres que se reunieron en torno a Jesús representan a los que aceptando la palabra, van comprendiendo y entrando en el misterio del reinado de Dios. Eran, en su mayoría, trabajadores pobres, hartos de bregar con una tierra ingrata, rocosa y poco fértil, como era el suelo de Palestina.
Las dificultades del crecimiento de la semilla que va arrojando el sembrador eran bien sabidas por aquellos oyentes acostumbrados a recoger una pobre cosecha de apenas un 10 por ciento, y de la que debían dar la mayor parte a los amos de la tierra que vivían en las ciudades. El énfasis de la parábola, sin embargo, no está en las dificultades, sino en lo espectacular de la cosecha: el 30, el 60 y hasta el 100 por uno. Una cosecha superabundante, inimaginable. ¡Eso sí que era una buena noticia! Pero sólo para los que tienen los oídos bien abiertos: «el que tenga oídos, que escuche» (9).
Los discípulos piden a Jesús una explicación de la parábola (10). Mateo, con toda seguridad, está pensando en las comunidades cristianas a las que dirige su evangelio y que llevaban a cabo su misión en un ambiente hostil de rechazo y persecución. Necesitaban una palabra de aliento ante el lógico cansancio y la frustración de predicar a oídos sordos, pero, sobre todo, necesitaban comprender que la causa del reinado de Dios no es un paseo triunfal, sino que lleva siempre consigo el sufrimiento y la tribulación.
Jesús, en primer lugar, conforta a sus discípulos y les asegura que ellos, al aceptar su palabra, han entrado ya en el proceso de comprensión de los misterios del reinado de Dios, lo que significa recibir abundancia sobre abundancia. Los llama dichosos (16) y testigos de excepción de un acontecimiento de tanta plenitud y tan largamente esperado (17).
A los que no aceptan el reinado de Dios, a los «que miran y no ven, escuchan y no oyen ni comprenden» (13), Jesús les dirige las duras palabras del profeta Isaías (Is 6,9s). Son palabras de denuncia y de condena, pero son, sobre todo, una invitación al arrepentimiento y a la conversión.
Ésta es también la lección que quiere dar Mateo a sus comunidades cristianas (y a las de hoy): el aparente fracaso de reinado de Dios, el rechazo del mensaje y la hostilidad a sus mensajeros, más que desanimar a una Iglesia marginada y perseguida en su misión de anuncio y de denuncia, debe, por el contrario, fortificar su compromiso y su testimonio, pues es precisamente en la persecución y en la prueba donde se revela el poder y la verdad de la Buena Noticia. El misterio mayor y más difícil de comprender del reinado de Dios es el sufrimiento, la muerte y la resurrección de su primer testigo y mensajero, Jesús. La instauración del reinado de Dios en el interior de la persona y en las estructuras de la sociedad es siempre un camino doloroso, lleno de fracasos. Sólo a la luz de la Pascua sabemos que el fracaso y la muerte no serán la última palabra de la historia.

13,24-30 La cizaña. La parábola de la cizaña completa la gran parábola del sembrador y, como ésta, se compone de dos partes: la exposición al pueblo (24-30) y la explicación a los discípulos (36-43).
Los campesinos que escuchaban a orillas del lago no necesitaban seguramente de muchas explicaciones para identificar a los sembradores de la cizaña, los enemigos del reinado de Dios, con aquellos fariseos y líderes del Templo que se oponían, por ejemplo, a que Jesús sanara a un enfermo en el día sagrado del sábado (12,9-14); los mismos que reducían al pobre a una marginación religiosa por su ignorancia de las leyes y la imposibilidad de cumplirlas.
Es posible que aquella gente sencilla, los primeros llamados a convertirse al reinado de Dios, descubrieran también la cizaña que llevaban dentro, pues la acción de Jesús sanaba a la persona entera, los cuerpos y los corazones (9,2).
El trigo y la cizaña que crecen juntos eran la mejor expresión de que la propuesta del nuevo ser humano y de la nueva sociedad que quería Jesús debía realizarse bajo la convicción de que la realidad tangible del mal será compañera inseparable de la historia de la salvación. Dividir la humanidad entre buenos que hay que salvar y malos que hay que condenar ha costado equivocaciones irreparables que la historia sigue aún lamentando.

13,31s La semilla de mostaza. Las dos imágenes de la mostaza y la levadura (13,33-35) se complementan para darnos una idea del dinamismo de crecimiento y de transformación del reinado de Dios. En la minúscula semilla de mostaza se encierra algo inmensamente grande. Dios sabe valorar la dimensión de lo pequeño frente a la mentalidad oficial del tiempo de Jesús donde sólo contaba lo grande y poderoso, y esta mentalidad se había convertido en la medida de todo juicio. Jesús reacciona contra este modo de ver la vida y en esta bella parábola nos describe otra realidad. Jesús sabía, por propia experiencia, que, para que aconteciera el reinado, Dios había tomado la dimensión de lo pequeño, la misma dimensión del ser humano. Bastaba oír de labios de Jesús esta parábola para estar convencido de la predilección de Dios por lo pequeño, por lo pobre, como medida propia y como medida de su obra evangelizadora. De una minúscula semilla brota la vida más exuberante: un árbol que crece y da cobijo a otros seres, a donde «vienen los pájaros y anidan en sus ramas» (32). Mateo podría hacerse eco de las profecías de Ezequiel y de Daniel (cfr. Ez 17,23; Dn 4,8s.18) hechas realidad en sus comunidades cristianas, abiertas ya a todos los pueblos.
Hoy día podemos prolongar la imagen y aplicarla al ideal de una Iglesia que sea el hogar de todos, donde nadie se sienta extraño, excluido o de segunda categoría: ni el pobre por ser pobre, ni la mujer por ser mujer, ni el laico por ser laico, ni el que disiente por defender sus propias opiniones; una Iglesia donde todos los carismas y todos los servicios tuvieran carta de ciudadanía.

13,33-35 La levadura. Para ser levadura que fermente a la masa, la Iglesia no puede vivir separada del mundo, sino todo lo contrario, inmersa en las realidades sociales, políticas, económicas y culturales, allí donde esté en juego la causa del reinado de Dios, que es el anuncio de la Buena Noticia de liberación, especialmente para el pobre y el oprimido. Este compromiso será siempre arriesgado y podrá aparecer, frente a los poderes establecidos, tan insignificante como el poquito de levadura de la parábola, pero la fermentación de la masa está asegurada. La levadura tiene un secreto para hacer crecer la masa. Jesús se enfrenta a la mentalidad religiosa de su pueblo, convencido de que la historia se construía a base de intervenciones directas, espectaculares y unilaterales de Dios, sin el concurso del ser humano. Jesús, en cambio, experimentaba cómo Dios actuaba en Él y en mucha gente del pueblo de una manera silenciosa, pero efectiva.

13,36-43 La explicación de la cizaña. La explicación de la parábola se presta a muchas reflexiones, todas ellas previstas, quizá, por el evangelista. Es, en primer lugar, una exhortación a la tolerancia, ante el riesgo constante de todo grupo o institución religiosa de creerse y autoproclamarse grupo escogido frente a los otros, fácilmente calificados como «malas hierbas». La Iglesia ha caído muchas veces a lo largo de su historia en este complejo de superioridad y de condena frente a las otras religiones, frente a las otras denominaciones cristianas, frente a los propios católicos y católicas que difieren de lo establecido como institucional o teológicamente correcto.
Pero, sobre todo, el énfasis de la explicación de la parábola está en el juicio escatológico donde, al final de los tiempos, será el juez supremo quien hará la separación entre los verdaderos «ciudadanos del reinado» y la cizaña o «súbditos del Maligno» (38). El criterio de la separación, como se dirá más adelante en el juicio de las naciones (25,31-46), será la opción por el pobre y el necesitado. Quién haya hecho esta opción en su vida habrá sido buena semilla en su reinado, aunque no haya pertenecido explícitamente a la Iglesia; quien no, será cizaña. Mientras tanto, estamos en el tiempo de la paciencia histórica de Dios, el ámbito de su misericordia donde siempre es posible la conversión y el cambio.

13,44-50 El tesoro escondido – La perla fina – La red. Las dos primeras parábolas encarecen el valor del reinado de Dios, al cual hay que sacrificar todos los demás valores. El hombre que descubrió el tesoro descubrió lo que no buscaba, mientras que el buscador de perlas encontró lo que no se atrevía a imaginar. No se entra en el reinado de Dios por los propios méritos, sino que es un don que se ofrece y que pide una respuesta. A los afortunados con el hallazgo les queda por delante la labor de toda una vida, la de ir subordinando todo (vender todas las posesiones, dice Jesús) a la causa del reino. El reino se convierte en el único valor absoluto para quien lo descubre; es la mayor riqueza para el seguidor de Jesús.
La parábola de la red insiste en el desenlace del reinado, como nos lo ha enseñado ya la parábola de la cizaña: el fuego acabará con la cizaña y con los peces malos. Jesús no dudó en utilizar esta imagen que formaba parte de su cultura y que Mateo quiso conservar (5,22; 7,19; 13,30; 25,41). No intenta amenazar ni infundir terror, sino resaltar lo extraordinariamente importante que es el don que se ofrece y lo decisivo de la respuesta de la persona.

13,51s Lo nuevo y lo viejo. Con esta interesante conclusión a las parábolas, Mateo parece tranquilizar a sus cristianos y cristianas procedentes del judaísmo, haciéndoles ver que la Buena Noticia no ha venido a hacer tabla rasa de la cultura y tradición religiosa de sus antepasados, sino todo lo contrario, a infundir en ellas un nuevo e inesperado vigor. Jesús entendió desde el principio, y así se lo enseñó a sus discípulos, que el reinado de Dios debía partir de los valores de la cultura, que son valores que provenían del mismo Dios. Si algún judío daba el paso hacia la propuesta de Jesús, no tenía por qué perder los valores multiseculares de su cultura. Toda ella era un don que había que poner a disposición del reinado de Dios, que no venía a destruir, sino a construir sobre lo que el ser humano había logrado hasta ese momento.
Como los pájaros del cielo que vienen a hacer sus nidos en el árbol de mostaza, en el reinado de Dios todas las culturas y tradiciones religiosas de la tierra son como de casa: bienvenidas, reconocidas y llamadas a unirse a la causa de Jesús. Así debe ser también en la Iglesia que está a su servicio. La causa del pobre y del excluido es el criterio de discernimiento que hará posible el encuentro, la armonía y el diálogo interreligioso. Éste es el lugar común y el macroecumenismo donde hay cabida para todos los trabajadores del reinado de Dios.

13,53-58 El hijo del artesano. El capítulo se cierra en el pueblo de Nazaret, a donde Jesús se dirige para predicar en la sinagoga y se encuentra con la incomprensión y el rechazo. Lo que ha expuesto en sus parábolas se cumple en sus paisanos: «miran y no ven, escuchan y no oyen ni comprenden» (13). Su imagen de profeta no es compatible con la humildad de su familia ni con su condición de artesano. ¿Es posible que sus manos encallecidas de trabajador sean ahora instrumentos de Dios para sanar y liberar? Se admiran, preguntan, pero se resisten a responder, porque tropiezan en la humildad y pobreza del carpintero. ¡Cómo se va a revelar Dios con sus signos y prodigios en un pobre como Jesús a quien sus paisanos conocen bien!
El contraste entre esta mentalidad (de ayer y de hoy) con las palabras de Jesús no puede ser mayor: «¡Te alabo, Padre… porque, ocultando estas cosas a los sabios y entendidos, se las diste a conocer a la gente sencilla! Sí, Padre, ésa ha sido tu elección» (11,25s). Ésta es la novedad más sorprendente del reinado de Dios. Cuando oímos la frase «los pobres nos evangelizan», no es retórica lo que estamos oyendo, sino la pura realidad de la Buena Noticia –si es que nos dejamos evangelizar por ellos–. Los pobres pueden convertirse para nosotros en sacramento de conversión y de encuentro con el Dios de Jesús.

14,1-12 Muerte de Juan el Bautista. Lo mismo que en Marcos 6,14-29, el relato de la decapitación del Bautista entra retrospectivamente, como recuerdo inquietante suscitado por hechos recientes. Un Juan vuelto a la vida cabe en la fantasía popular y en la mala conciencia de Herodes.
Mateo abrevia el relato de Marcos conservando lo esencial, los elementos suficientes para construir un drama: pasión y venganza, miedo y complacencia, danza fatal y una vida humana servida en bandeja en un banquete. La muerte del Bautista es historia con aura de leyenda. Si la misión de Juan está vinculada a la de Jesús (3,2; 11,18s), su muerte violenta y su sepultura pueden prefigurar la de Jesús (17,11-13).

14,13-22 Da de comer a cinco mil. Cinco mil hombres sin contar mujeres y niños, dice Mateo. El reparto del alimento maravilloso, comúnmente llamado multiplicación de los panes, lo encontramos en los cuatro evangelios y en Mateo y Marcos, por duplicado.
Dios es el dador por antonomasia (cfr. Sal 104,27s; 136,25; 145,15s), que ahora despliega todo el tesoro de su abundancia por medio de su enviado. La generosidad es parte de su reinado. Jesús, que se ha negado a un milagro fácil y cómodo para satisfacer su hambre en el desierto porque vive de la Palabra de Dios (4,4), ha repartido a la gente esa palabra y recurre al milagro para darles también el pan. El simbolismo se sustenta en el realismo. Una palabra que no lleve a dar también pan al hambriento y vestido al desnudo no es Palabra de Dios.
En este sentido total, el milagro de la multiplicación es anticipación de la Eucaristía, como lo ha interpretado la tradición apoyada en la fórmula litúrgica del versículo 19: «tomó los cinco panes…, alzó la vista al cielo, dio gracias, partió el pan y se lo dio a sus discípulos». El pan de la Eucaristía que congrega en una misma mesa a los hermanos y hermanas no puede separarse del pan debido en justicia al pobre y al necesitado. Un pan lleva al otro, y ambos hacen de la Eucaristía el alimento de vida eterna que se está haciendo ya, aquí y ahora, presente entre nosotros con la venida del reinado de Dios.

14,23-33 Camina sobre el agua. En la oscuridad de la noche, en la agitación de un mar levantisco, Jesús se aparece a sus discípulos. Podemos relacionar este episodio con los relatos de la transfiguración y la Pascua: son manifestaciones de la identidad profunda de Jesús como el Señor: domina los elementos (cfr. Sal 77,20), infunde paz y confianza con su presencia (fórmula clásica, por ejemplo, en Is 41,10; 43,5), con su palabra, con el contacto de su mano (cfr. Sal 73,23; 80,18).
Pedro no teme porque se hunde, sino que se hunde porque teme (cfr. Sal 69,2s). Mateo quiere mostrar el itinerario espiritual del primer apóstol: cuando Jesús se identifica, lo reconoce; solicita su llamada y la sigue con audacia confiada; titubea, falla en el peligro y es salvado por Jesús. Figura ejemplar para la Iglesia.
La comunidad en medio de la tormenta se olvida del Jesús de la solidaridad y lo ven únicamente como un fantasma que se aproxima en la oscuridad. Quieren ir hacia Él, pero se dejan amedrentar por las fuerzas adversas. El evangelio nos invita a hacer una experiencia total de Jesús, rompiendo viejos prejuicios y nuestras seguridades. Debemos dejar que sea Él quien nos hable a través del libro de la Biblia y del libro de la vida.
Éste es uno de los episodios evangélicos que mejor ilustra, por una parte, la situación de la comunidad cristiana (la de Mateo y la de todos los tiempos) en su histórico caminar en medio de la dificultad y de la tribulación; y por otra, la presencia permanente del Señor resucitado en la barca de Pedro. Con la promesa de su presencia termina Mateo su evangelio: «Yo estaré con ustedes siempre, hasta el final del mundo» (28,20). Dentro de este contexto hay que situar la mención de la oración de Jesús a solas en la montaña (23), justo antes de la tempestad y del miedo de los navegantes. La otra vez que nos dirá explícitamente el evangelista que Jesús reza será en el huerto de Getsemaní (26,36s), antes de la gran prueba por la que atravesarán sus discípulos: el escándalo de la cruz.

14,34-36 Sanaciones en Genesaret. El evangelista contrapone intencionadamente la acogida de los habitantes de Genesaret a la actitud de hostilidad y desconfianza de sus paisanos de Nazaret (13,53-58). Jesús sana a mucha gente porque se acercan con fe y es la fe la que hace posible el milagro.

15,1-20 La tradición – La verdadera pureza. (Véase el comentario a Mc 7,1-13 y 7,14-23). Desde Jerusalén, los fariseos interrogan a Jesús sobre su libertad y la de sus discípulos frente a las tradiciones, cuya interpretación abusiva ellos habían convertido en ley. En este caso se trata del rito de lavarse las manos antes de comer.
Jesús convierte el interrogatorio en controversia y la aprovecha para exponer con claridad desafiante su enseñanza. En la época de Jesús, el pecado se reducía a las simples transgresiones higiénicas, alimentarias y étnicas. Primero, les responde con otra pregunta que desenmascara la aberración a que habían llegado en su manipulación de una ley tan fundamental del decálogo como es la de proveer sustento al padre y a la madre. Sin esperar a la reacción de sus contrincantes, lanza contra ellos el anatema del profeta (Is 29,13), que es una condena contra todo culto falso y farisaico, contra todas las tradiciones esclavizantes que matan el espíritu hasta del mandamiento más sagrado.
A continuación, y dirigiéndose ya a la multitud (10s), vuelve a la pregunta inicial de los fariseos y expone su nueva enseñanza con la comparación sobre lo que de verdad contamina o no a la persona. Los fariseos están escandalizados, los discípulos no saben a qué atenerse y nosotros, quizás, no acabamos de comprender hasta qué grado de perversión había llegado aquella sociedad en manos de sus dirigentes políticos y religiosos. Jesús llamó «guías ciegos» a los líderes oficiales del pueblo (14s). Pero la ceguera es tanto de los líderes como del pueblo. Caminan juntos, como dos ciegos, sin que el uno pueda ayudar al otro.
En el fondo, todas aquellas tradiciones de pureza legal no tenían otro objetivo que el de preservar la identidad del pueblo judío como pueblo elegido por Dios frente a los demás pueblos. Y esto es, en realidad, lo que ataca Jesús yendo a la raíz de lo que hace a la persona pura o impura, digna o indigna ante Dios: lo que sale de su corazón y se traduce en sus acciones, no la clase de alimento que entra por la boca.

15,21-28 La mujer cananea. Mateo sitúa a continuación este relato para ilustrar la enseñanza anterior de Jesús. Se trata de una mujer pagana; por tanto, según la mentalidad religiosa judía, una mujer excluida e impura. El escenario se sitúa en la zona de Tiro y Sidón, tierra extranjera. Tras los gritos de angustia de la cananea: «¡Señor, ayúdame!» (25), expresión de una fe que surge de la pureza del corazón, se entabla un diálogo entre Jesús y la mujer en presencia de los discípulos, quienes querían despedirla como a una intrusa que no merecía la atención del Maestro. Este episodio nos plantea un dilema: a Jesús no parece interesarle la suerte de los que no pertenecen étnicamente al pueblo israelita. Sin embargo, esta escena hay que interpretarla desde las claves misioneras y culturales que nos proporciona el evangelio.
Las aparentes objeciones de Jesús a realizar el milagro reflejan en realidad las objeciones de la comunidad cristiana –representada aquí por los discípulos– para la que escribe Mateo su evangelio y que no acababa aún de digerir la presencia en su seno de creyentes convertidos del paganismo. Es como si Jesús pusiera objeciones, para después negarlas con el milagro. El exclusivismo de la pureza racial de su herencia judía aún pesaba mucho sobre aquellos judeocristianos de las primeras generaciones.
Pero el don de la fe no conoce fronteras de raza, cultura o condición social. Con este milagro y la alabanza pública de la fe de esta mujer, Jesús está señalando la nueva comunidad universal que ha venido a inaugurar, como alternativa a todos los exclusivismos de su tiempo y de nuestro tiempo.

15,29-31 Múltiples sanaciones. El sumario que presenta Mateo a continuación tiene como escenario un monte, lugar preferido por el evangelista para las revelaciones de Jesús. El contexto sigue siendo el mundo pagano, es decir, los hombres y mujeres necesitados de todos los pueblos y de todos los tiempos para quienes el reinado de Dios trae la liberación definitiva. Liberación que Mateo resume en el júbilo de la muchedumbre que comprueba admirada cómo los mudos hablan, los cojos andan y los ciegos ven (31).
El evangelista ve en el poder sanador de Jesús el cumplimiento de la profecía de Isaías (Is 35,5s), donde el profeta describe en un himno de alegría el regreso de los exiliados a la patria, donde les espera la redención y el gozo de la presencia del Señor. Isaías sólo canta la marcha, no describe la instauración del nuevo reinado. El evangelista anuncia ya la presencia de la gloria Dios y su reinado en la persona de Jesús.

15,32-39 Da de comer a cuatro mil. ¿Hubo en realidad una segunda multiplicación de los panes? Lucas y Juan sólo hablan de una. Mateo (al igual que Marcos 8,1-10) nos refiere dos, pero más que de duplicación del hecho milagroso habría que hablar de extensión de su significado al nuevo auditorio que se ha reunido a los pies de Jesús en el monte: los paganos. También ellos, al igual que la muchedumbre judía de la primera multiplicación (14,13-21), han sido llamados a participar del banquete mesiánico, simbolizado en la abundancia del pan ofrecido y repartido.
El relato de Mateo, dirigido a una comunidad cristiana mixta, pone de manifiesto la única razón que les había convocado a sentarse a la mesa del Señor como una sola comunidad de hermanos y hermanas: no la raza o la procedencia religiosa, sino la compasión de Jesús: «sintió lástima» (14,14), «me da lástima esta gente» (32).

16,1-12 Una señal celeste. Esta vez acompañan a los fariseos los saduceos, los cuales exigen un signo del cielo como legitimación de quien se presenta como Mesías. Jesús responde con un juego ingenioso. Los signos naturales del cielo los interpretan sin dificultad; los signos terrestres, las coyunturas decisivas de la historia, no las saben interpretar. Después de poner al descubierto la ceguera espiritual de sus adversarios, Jesús se refiere una vez más a la «señal de Jonás», es decir, a su muerte y resurrección (4). Ante la incapacidad de los líderes del pueblo para descubrir en sus signos la presencia del reinado de Dios, Jesús se desentiende de ellos y concentra su actividad desde ahora y hasta el final del capítulo 18 en el grupo de discípulos para ir formando la comunidad. La lentitud de éstos en entender a Jesús muestra la necesidad que tienen de un conocimiento y una experiencia cada vez más intensos sobre su persona, su proyecto y las exigencias del seguimiento. Deben pasar de la preocupación a la confianza; de la comprensión material, a una más espiritual y a una actitud de vigilancia.
La levadura hace fermentar (13,33), pero también echa a perder y está excluida durante la Pascua (Éx 12,15; 1 Cor 5,7s). La advertencia del Maestro es una invitación a estar precavidos para discernir todo lo que entra en contradicción con sus enseñanzas. Las palabras finales de Jesús invitan a desvelar el significado simbólico del pan en estos capítulos: el pan que Jesús reparte es el reinado de Dios, nacido de la levadura nueva de su enseñanza. Éste es el pan que los discípulos deben conservar sin contaminación y además, repartir a todos.

16,13-20 Confesión de Pedro. Éste es un texto denso y elaborado. Recoge un hecho tal como lo ha entendido y vivido la comunidad. Se trata de identificar el ser de la persona de Jesús. Jesús pregunta qué opinión tiene la gente de Él. El interrogante abierto en tiempos de Jesús sigue igualmente abierto en nuestros días. La respuesta puede darse desde el punto de vista de la gente, de la apreciación humana de este personaje histórico o desde el punto de vista de Dios, el de la revelación.
La gente buena, que ha presenciado la actividad de Jesús, lo considera un enviado especialísimo de Dios para preparar la era mesiánica. Simón declara que Jesús es el Mesías esperado y Jesús lo ratifica declarando que la confesión procede de una revelación del Padre (cfr. 11,27), por la cual Pedro (nuevo nombre que le da Jesús) tiene una bienaventuranza particular. Después prosigue estableciendo y declarando la función específica de Simón Pedro. Jesús se propone construir un «templo», una comunidad nueva, en la cual Pedro será una «piedra» fundamental. «Petra» en griego designa un sillar o la peña o roca donde se asienta un edificio. El edificio o comunidad es obra y pertenencia de Jesús, «mi Iglesia»; Pedro tendrá en ella una función mediadora central. Contra la Iglesia de Jesús nada podrá el poder de la muerte.
Este texto ha suscitado numerosas discusiones entre católicos y protestantes sobre la figura del Papa como sucesor de Pedro. La tradición católica sostiene que estas palabras se aplican a Pedro y también a todos los que le suceden en la tarea de presidir en la fe y el amor. La tradición protestante, sin embargo, ha visto en las palabras de Jesús una alabanza y una promesa referidas, no a la persona de Pedro, sino a su actitud de fe.

16,21-28 Primer anuncio de la pasión y resurrección. Hay un corte narrativo y un nuevo comienzo: se inicia el camino hacia la pasión y muerte. La primera predicación de la pasión desvanece cualquier duda sobre qué clase de Mesías es Jesús. Proclama sin ambigüedades que tendrá que sufrir y morir como consecuencia de su mesianismo, de acuerdo con el plan del Padre.
Pedro, que poco antes había confesado su fe en Jesús, ahora rechaza la posibilidad de sufrimiento y muerte del Mesías. Jesús reacciona muy bruscamente llamándole Satanás (23), es decir, se comporta como una piedra de tropiezo, con una manera de pensar solamente humana. Jesús reprende a Pedro, que insiste en encajar a Jesús en una de las imágenes tradicionales del Mesías. Pedro no espera un Siervo sufriente (Is 42,1), sino que le impone a Jesús su propia imagen triunfante. La respuesta tajante de Jesús echa por tierra todas estas pretensiones que no se ajustan a lo que Él había obrado durante su misión.
Al anuncio de la pasión sigue el precio y la recompensa del discipulado. Así como antes los discípulos habían participado del poder de Jesús (10,1), ahora tendrán que correr la misma suerte que el Maestro. Las sentencias sobre la necesidad de cargar la cruz y entregar la vida lo ponen de relieve. La fidelidad total en el seguimiento implica frecuentemente dificultades y hasta persecuciones. Aceptar el discipulado cristiano sin condiciones, con todas las implicaciones que lleva consigo, es cargar con la cruz. Somos los discípulos de un hombre ajusticiado en la cruz.
Durante mucho tiempo, ciertas corrientes ascéticas han entendido la negación de sí mismo como una especie de combate contra los deseos del individuo. La negación de sí mismo debe leerse en la clave iluminadora de la cruz. Pero la cruz de la que habló Jesús tiene una dimensión más redentora y solidaria: se trata de la cruz de la injusticia, de la miseria y de la exclusión que los sistemas sociales de todos los tiempos les imponen a las personas más débiles. Si Jesús nos invita hoy a negarnos a nosotros mismos y a cargar con la cruz, no nos invita a un ejercicio piadoso, sino a una opción serena y responsable por aquéllos a los que el sistema les impone la cruz de la intolerancia, la exclusión y la miseria. No nos inventemos más cruces para no aceptar la verdadera cruz del Maestro.
El discípulo de Jesús no se pertenece, pertenece a la familia de Jesús (véase el comentario a 10,16-33). Está siempre disponible para las urgencias del reino. «Salvar la vida»/«perder la vida» son la expresión máxima del egoísmo o de la solidaridad: retener la vida para sí mismo, cerrando los ojos y el corazón a las necesidades de los pobres y excluidos, es perderla para la causa del reino; y entregar la vida, «des-centrarse» para poner el centro en aquéllos a los que se les niega permanente la vida o su dignidad, es ganarla para la progresiva instauración del reino. Éste será el criterio definitivo de discernimiento en el juicio de las naciones. La libertad y la felicidad cristianas sólo se encuentran en la aceptación gozosa de la voluntad de Dios que nos invita a escuchar a su Hijo y a seguirle por los caminos y sendas que Él recorrió (25s).

17,1-13 Transfiguración de Jesús. Los discípulos se sienten desanimados después de escuchar el anuncio de la pasión de Jesús y conocer las consecuencias de su seguimiento. La transfiguración es una palabra de ánimo, pues en ella se manifiesta la gloria de Jesús y se anticipa su victoria sobre la cruz.
Tenemos en este relato una completa presentación de Jesús. En Él se ha manifestado la gloria de Dios; Él es verdaderamente el Mesías esperado de Israel; más aún, es el Hijo de Dios, un título en el que Mateo insiste a lo largo de todo su evangelio. Esta presentación tiene como destinatarios a los discípulos que lo acompañan y, en la mente del evangelista, también a todos los que leen el evangelio. Su propósito es acrecentar la fe de los discípulos en Jesús a través de la contemplación de su victoria sobre la muerte; de este modo, podrán asumir todas las exigencias que lleva consigo ser discípulos y seguidores de Jesús.
Jesús es el Maestro que habla y enseña a sus discípulos. Pero, al mismo tiempo, es el Señor, penetrado por la luz de Dios y envuelto en la nube (signos de la presencia divina). Dios quiso retirar el velo tras el cual se esconde el misterio de Jesús. Los discípulos caen en tierra ante Él. Es la actitud de adoración ante el Señor. Y el temor surge del pensamiento de estar ante Dios; un temor que es superado gracias a la presencia y la palabra de Jesús: «no tengan miedo» (7).
El mensaje de esta narración y la finalidad perseguida por el evangelista es que todo lo esperado para el futuro se ha hecho realidad en el presente en la persona de Jesús. El relato invita también a superar la tentación de un mesianismo glorioso y fácil, animando a los discípulos a comprender con Jesús el camino de la obediencia a la voluntad del Padre. Para Mateo, el sufrimiento y la gloria de Jesús son dos dimensiones inseparables de su acción redentora.
En el versículo 10, la pregunta sobre Elías llega atraída por la visión del profeta en la transfiguración. Los discípulos se hacen eco de la creencia popular, enseñada por los doctores a la luz de Mal 4,5s: si Elías no ha vuelto aún, Jesús no es el Mesías. Jesús, en su respuesta, identifica la persona de Elías con la del Bautista (cfr. 11,14), quien cumplió con su tarea de preparar al pueblo. De la misma manera que a Juan no lo reconocieron, sino que lo mataron (cfr. 14,1-12), así Jesús, el Hijo del Hombre, será malinterpretado y condenado a muerte.
La insistencia de Jesús en la pasión rompe las esperanzas en un Mesías político y nacionalista. El Hijo del Hombre es, efectivamente, el Mesías, pero un Mesías doliente, en la línea del Siervo del Señor.

17,14-21 El niño epiléptico. La función de este relato es instruir sobre la fe a partir de un hecho concreto. El relato paralelo de Marcos (Mc 9,14-29) es más amplio y contiene detalles que hacen más comprensible la escena narrada; la insistencia allí es en la oración.
El milagro de sanación le sirve a Mateo para encuadrar el tema del poder de la fe. Era necesario insistir ante la ausencia de la fe, especialmente entre los discípulos, «hombres de poca fe» (6,30; 8,26).
La fe auténtica, aunque sea pequeña como un grano de mostaza, participa en el poder de Dios (Rom 4,17-21). Precisamente por eso puede decirse de ella que «mueve montañas» (cfr. 1 Cor 13,2). Es una descripción poética del poder del Creador, ante el cual no encuentra obstáculo alguno ni lo más sólido: los montes («los montes brincaron como carneros, las colinas como corderos», Sal 114,4).
Mateo reprocha a los discípulos su falta de confianza en el poder que habían recibido de Jesús y, en tal sentido, este mensaje no ha perdido actualidad: es una exhortación a no poner en duda la fuerza salvadora de la Buena Noticia.

17,22s Segundo anuncio de la pasión y resurrección. Véase el comentario a Mc 9,30-32.

17,24-27 El impuesto del Templo. La cuestión del impuesto surgió por la costumbre que se había generalizado entre los judíos –incluso entre los que vivían dispersos por el mundo romano– de pagar un impuesto anual para el Templo. La cantidad era, más bien, pequeña: una didracma o dos dracmas, moneda griega que equivalía al jornal de dos días de un obrero. Pero la obligación de este impuesto no podía urgirse desde la Ley. Según el punto de vista de los saduceos, sólo podían exigirse los impuestos señalados expresamente por la Ley (Éx 30,11-13), y el referido al Templo no figuraba en ella.
La analogía tiene, sin embargo, otro nivel más profundo. El relato muestra claramente que Jesús no estaba obligado a pagar este impuesto. Esta obligación correspondía a los súbditos, no a los hijos del rey; de ahí la analogía que usa Jesús. La ilustración utilizada en los versículos 25s se basa en la identidad de Jesús como Hijo de Dios. El Señor del Templo era Dios. Jesús es su Hijo. Los que creen en Jesús participan de esta filiación. Su libertad –la de Jesús y la de sus discípulos– nace de su calidad de hijos. Pero, junto a esta libertad, Jesús quiere expresar también una actitud de respeto frente a la posible obligación legal y frente al Templo, en cuanto que es la casa de Dios.
Jesús paga los impuestos para no escandalizar ni entrar en conflicto con las autoridades legales. Después de la destrucción del Templo en el año 70 d.C., los impuestos cobrados a los judíos se asignaban para el mantenimiento del templo pagano de Júpiter Capitolino en Roma; este recuento pudo ayudar a los miembros judíos de la comunidad de Mateo. Aunque no estaban obligados a pagar el impuesto, convenía hacerlo para evitar escándalos (cfr. Rom 13,1-7; 1 Pe 2,13-17).

18,1-9 Instrucción comunitaria. Este capítulo presenta el cuarto de los cinco grandes discursos de Jesús. Se dirige especialmente a los discípulos y son instrucciones para una comunidad dividida. Se pueden adivinar tensiones entre los distintos grupos y problemas de convivencia. Para iluminar esta situación, Mateo nos exhorta a prestar atención a los pequeños y el perdón como norma básica en la comunidad cristiana; un modelo de comunidad para todos los tiempos. Este cambio de valores se ha inaugurado con la llegada del reino.
La ocasión de este discurso deriva de la pregunta de los discípulos (1). La Iglesia debe organizarse y algunos asumen ciertos servicios y responsabilidades. ¿Son estas personas más importantes? Los discípulos quieren saber, y Mateo les recuerda las enseñanzas de Jesús sobre este tema. Como respuesta, Jesús señala a un niño (2) y pide a los discípulos que se hagan como ellos (3). A diferencia de ahora, en aquella sociedad el niño no tenía derechos legales; todo lo que recibía era para él un regalo. Del mismo modo, el reino de Dios no se adquiere por las propias fuerzas; es un don que se recibe con la sencillez y el agradecimiento de un niño.
En el evangelio de Mateo, la palabra «pequeño» no se refiere únicamente a los niños. Pequeños son todas aquellas personas humildes y sencillas que desde su simplicidad de vida han optado por seguir a Jesús con toda radicalidad. La comunidad cristiana, particularmente sus responsables, han de tener cuidado de no subestimar la función y el aporte de estas personas. Los pequeños encarnan los valores fundamentales de la Buena Noticia y hacen patente la presencia de Jesús entre los más pobres y sencillos.

18,10-14 La oveja perdida. Quizás sería preferible hablar del pastor que sale en busca de la oveja extraviada. La experiencia de Jesús respecto de su Padre no era la de un Dios excluyente. Él sabía que Dios se definía como Padre, precisamente por salir al encuentro de lo perdido, por hacer una oferta de amor al que estaba en la peor circunstancia. Dejar las noventa y nueve ovejas para ir en busca de la perdida hasta encontrarla, cargarla sobre sus hombros, alegrarse por su encuentro y participar a otros su alegría, ¿no era precisamente la forma más expresiva de anunciar que Dios era verdaderamente Padre? Amar a la persona perdida no era dejar de amar a las otras, sino garantizarles amor si llegaran a perderse.
Mateo aplica la parábola a los discípulos seducidos y engañados que se han apartado de las enseñanzas de Jesús. Es la conducta que hay que asumir ante los caídos o los que se hallan en peligro de caer. La vida extraviada necesita que alguien la valore y no la deje morir. Dios no da a nadie por perdido y siempre espera.
Leída en este contexto, la parábola subraya el valor único de cada persona y descubre a los cristianos que la fraternidad se construye desde la paternidad de Dios: cuando van en busca de la persona extraviada están cumpliendo la voluntad del Padre que «no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños» (14).

18,15-22 Perdón de las ofensas. En la comunidad debe reinar la paz, bien porque no hay ofensas o porque se busca la reconciliación (14). Si un miembro de la comunidad cristiana se niega a reconciliarse será como un extraño a la comunidad y los responsables tienen el derecho de excluirlo mientras permanezca en esa actitud (cfr. 1 Cor 5,5s).
La referencia al perdón y a la reconciliación se completa con una instrucción sobre la oración comunitaria. La comunidad orante es un lugar privilegiado de la presencia de Jesús (cfr. 28,20) siempre que se den las condiciones y actitudes que Jesús señaló en la oración del Padrenuestro.

18,23-35 Los dos deudores. A la pregunta «aritmética» de Pedro (21) responde el Señor en el mismo terreno, saltando de un número generoso a otro indefinido. Y lo aclara con una parábola que se complace en los contrastes extremos. La venganza era una ley sagrada en todo el Antiguo Oriente y el perdón, humillante; pero, para el cristiano, la contrapartida de la venganza es el perdón ilimitado.
La parábola describe la relación de los seres humanos con Dios y con los demás. La deuda de diez mil monedas de oro, impagable, en todo caso, simboliza la situación de toda persona a quien Dios perdona por pura gracia (24s). La actitud del siervo despiadado retrata la mezquindad del corazón humano. Unos a otros nos debemos «cien monedas» (28), una ridiculez en comparación con lo que se nos ha sido perdonado. ¿Cuál debe ser la reacción nuestra frente al prójimo? Dios nos abre la gracia de su perdón de una manera insospechada, pero la retira ante los corazones ruines que niegan el perdón al prójimo.
Quien haya experimentado la misericordia del Padre no puede andar calculando las fronteras del perdón y la acogida a los hermanos.

19,1-12 Sobre el divorcio. Las discusiones en torno al divorcio son más viejas que el evangelio. En tiempos de Jesús, la discusión sobre el tema estaba polarizada en dos escuelas: una, laxista en grado sumo, admitía el divorcio por cualquier causa: era suficiente para despedir a la mujer y darle el libelo de repudio, que se le hubiese quemado o simplemente ahumado la comida, según su interpretación de la Ley genérica que autorizaba el divorcio si el marido «descubre en ella algo vergonzoso» (Dt 24,1). La otra escuela, rigorista, entendía que la excepción del Deuteronomio se refería únicamente al caso de adulterio.
El asunto lo presentan los fariseos como pregunta capciosa. Jesús sube de una ley positiva, concesión más que imposición, al orden primordial establecido por Dios (Gn 1,27; 2,24; 5,2).
En aquella sociedad, dominada por los hombres, una mujer repudiada debía regresar a la casa de su padre llevando consigo el deshonor que afectaría a toda su familia de origen. La amenaza de divorcio era un arma implacable para asegurar la sumisión de la mujer a su marido. En este contexto, las palabras de Jesús son tremendamente liberadoras. La prohibición del divorcio es, eminentemente, una defensa de la mujer y una recuperación del designio de Dios establecido desde el principio.
Los discípulos se sorprenden ante la exigencia de un vínculo indisoluble (los fariseos ya no intervienen). Jesús no retira lo dicho, sino que da otro paso, proponiendo otra situación que tendrá cabida en su comunidad: el celibato voluntario (12). El celibato cristiano es comprensible únicamente desde el misterio del reino. Por eso añade Jesús: «el que pueda entender que lo entienda» (12).

19,13-15 Bendice a unos niños. Mateo ha presentado ya a los niños como modelo para los discípulos. El relato contrapone la actitud de Jesús al disgusto que experimentan los discípulos. Jesús utiliza este gesto simbólico para resaltar la precedencia que tienen en el reino de los cielos los que se hacen como ellos, o sea, los que lo reciben sencilla y humildemente como un don gratuito de Dios.

19,16-30 El joven rico. Jesús reivindica una idea de los profetas: la riqueza puede ser un enorme obstáculo en el camino hacia el reino. Este pasaje evangélico es, probablemente, uno de los que más ha influido en la historia del cristianismo. Al joven rico le parece excesivo el precio que tiene que pagar para entrar en el discipulado de Jesús, porque era muy rico (22). Él esperaba de Jesús otra cosa: que le hubiese mandado hacer obras buenas, dar limosna en mayor cantidad, algo que pudiese hacer desde su riqueza sin perturbar su vida. ¡Pero a Dios no le damos nada hasta que no le damos todo!
Estas palabras de Jesús han inspirado formas radicales de seguimiento, como la inaugurada por Francisco de Asís, que entregó todos sus bienes a los pobres; la tradición de la Iglesia elaboró a partir de aquí la idea de los «consejos evangélicos», que no son obligatorios para todos, distintos de los «preceptos». Sin embargo, la palabra que Jesús dirige al joven no es un consejo, sino un imperativo personal e ineludible (21). La renuncia a los bienes materiales no es un consejo que se pueda seguir o no, sino una exigencia absoluta y obligatoria siempre que el mantenimiento de esas posesiones se convierta en un obstáculo para la aceptación del reino y para el seguimiento de Jesús. No se puede servir a Dios y al dinero.
A continuación sigue el diálogo de Jesús con sus discípulos acerca del impedimento que representan las riquezas para entrar en el reino de los cielos (23-26). La imagen del camello y la aguja es una exageración oriental que trata de mostrar la imposibilidad de romper con el prestigio y el poder que dan las riquezas.
Los discípulos cumplen los dos requisitos que Jesús puso al joven rico: lo han dejado todo y le han seguido; por eso, su recompensa será la plenitud de la vida, anticipada ya en la vida presente. La promesa de Jesús se amplía a todos aquellos que hayan abandonado todo por su causa y, en definitiva, a todos los creyentes. El premio es seguro y mucho mayor que el que uno pueda imaginar, aunque en el reino de Dios nadie tiene asegurado definitivamente el puesto (30). Los doce tronos de gloria no son otra cosa que la exigente tarea de servir y animar al pueblo de Dios en su camino hacia el reino.

20,1-16 Los jornaleros de la viña. Esta parábola completa la enseñanza anterior sobre la recompensa que espera a los que dejan todo para seguir a Jesús. El apego del joven a sus riquezas contrasta con la generosidad de Dios que paga más de la cuenta. La misericordia de Dios no se opone a la justicia humana, sino que la trasciende totalmente en el amor. Dios no es injusto al ser generoso. No es cuestión de proporción (justicia), sino de aceptar agradecidos la desproporción. Gracia es amar más allá de los parámetros de la justicia humana. Las relaciones con Dios que establecía el legalismo en la época de Jesús eran de paga, en razón de los méritos que se tenían. La enseñanza incansable de Jesús era, por el contrario, que las relaciones con el Dios que es Padre se establecían por amor, y no por méritos frente a la Ley. Con Jesús quedaba bien definido el comportamiento de Dios con el ser humano: Dios no se fijaría en méritos, sino en necesidad. Quien necesitara de su amor lo obtendría, no quien lo «mereciera».
Como el dueño de la viña, y por libre iniciativa de su gracia, Dios regala a sus hijos e hijas una recompensa que no guarda proporción con la duración del trabajo. Tal es la respuesta de Jesús a los espíritus legalistas que veían con malos ojos su trato amistoso con recaudadores de impuestos y pecadores (cfr. 9,11). Luego, en la comunidad de Mateo, algunos cristianos de origen judío no podían entender que los paganos, venidos más tarde, tuvieran en la Iglesia el mismo reconocimiento que ellos.
La parábola muestra que se trata de un don, un regalo inmerecido, y es igual para todos. ¡Así es Dios de bueno con nosotros!

20,17-19 Tercer anuncio de la pasión y resurrección. El tercer anuncio de la pasión y resurrección es mucho más concreto y detallado, y el evangelio queda así totalmente orientado hacia la Pascua de Jesús y a su victoria sobre la muerte.

20,20-28 Contra la ambición. Continúa el tema de quién es el mayor y quién el menor, esta vez en el plano del poder. El episodio sucede en el círculo de los Doce y muestra lo mal que han entendido los apóstoles la enseñanza del Maestro. Del hecho concreto pasa Jesús al principio general, válido para su comunidad: lo importante en el reinado de Dios no es tener un puesto de honor, sino seguirle a Él en su camino de entrega y servicio a los más necesitados.
Esta enseñanza no va dirigida solamente a los discípulos que siguen al Jesús histórico, sino también a la comunidad de Mateo y a la de nuestros días: oponerse a los esquemas de poder y de dominio que gobiernan este mundo; hacer posible la globalización de la solidaridad. El grande es el que sirve, y el primero, el que se hace servidor de todos.

20,29-34 Sana a dos ciegos. El episodio de los ciegos se encuentra a medio camino: prolonga las instrucciones a los discípulos en el tema del seguimiento y anticipa el triunfo de Jesús en Jerusalén con la confesión de los ciegos.
Hay en este relato una cierta ironía. Los que están físicamente ciegos son los que ven con más claridad quién es realmente Jesús. Los dos ciegos representan a los discípulos que reconocen a Jesús como Mesías y Señor, pero aún no han comprendido toda su enseñanza. Son dos, como los hijos de Zebedeo (20,20-23), pero su petición es bien distinta a la de aquéllos. Ellos no piden un puesto importante, sino que se acercan con fe a Jesús para pedirle que les abra los ojos y puedan así comprender y asumir el camino que Él les propone.
El cambio que se produce en los dos ciegos es el que debe producirse en los discípulos que se acercan a Jesús con fe. El encuentro con Jesús les abre los ojos, les da una luz nueva para comprender y para recorrer el camino del seguimiento en el servicio y la entrega.

21,1-11 Entrada triunfal en Jerusalén. Después de instruir a sus discípulos sobre su destino y sobre las exigencias del seguimiento (16,21–20,34), Jesús entra en Jerusalén y el conflicto con las autoridades judías se agrava cada vez más. Jesús inicia aquí la última etapa de su vida terrena.
Con motivo de la celebración de la Pascua, memoria viva de la liberación de Egipto, acudían a Jerusalén multitud de judíos. En estas ocasiones, las expectativas mesiánicas resurgían con fuerza. La espera del inminente reinado de Dios se apoderó del grupo que lo acompañaba, y comenzaron a aclamarlo como Mesías («Hijo de David», según el versículo 9). El gesto humilde de Jesús de entrar en Jerusalén montado en un asno revela que su mesianismo no seguirá los esquemas del poder y la gloria.
Las autoridades y la gente sencilla han comprendido el significado y el alcance del gesto realizado por Jesús, pero sus reacciones son diversas: la gente reconoce que es un profeta, pero las autoridades de la ciudad acogen esta manifestación con recelo y turbación. La pregunta: «¿Quién es éste?» (10) no revela deseos de conocer, sino un rechazo frontal de Jesús.

21,12-17 Purifica el Templo. Lo primero que hace Jesús al entrar en Jerusalén es purificar el Templo. Se trata de una acción simbólica en un ámbito restringido, con un gesto de autoridad que desacredita la autoridad oficial y religiosa. El comercio de ganado y de moneda en el patio mayor del recinto del Templo se prestaba a múltiples abusos, tolerados por la autoridad. Jesús rubrica su gesto combinando dos citas del Antiguo Testamento (Is 56,7 y Jr 7,11).
Este hecho es una de las acciones más representativas de Jesús. Reclama una conversión profunda, una vuelta a la alianza de amor con Dios. Este gesto era muy peligroso, porque atentaba contra los fundamentos de un sistema firmemente establecido. La doctrina de Jesús, ratificada con su praxis liberadora, tenía que exasperar a los dirigentes judíos. Poner en cuestión la imagen tradicional de Dios, del Templo, de Jerusalén, de la Ley, era blasfemo. Tocar «el buen nombre» de los dirigentes era sacrílego. Jesús terminó enfrentado con la institución (el Sanedrín y el Templo) y con sus servidores. Por ello, entre los crímenes por los cuales condenaron a Jesús estaba la blasfemia y el sacrilegio.
La purificación del Templo va acompañada de sanaciones y aclamaciones de los niños: una manifestación de Jesús como Mesías. Los dirigentes del Templo se escandalizan, no entienden que con esta llegada de Jesús se inaugura el auténtico y verdadero culto.

21,18-22 La higuera seca. Esta escena es, a primera vista, incongruente. En Marcos, este episodio precede a la purificación del Templo (Mc 11,12-14.15-17); la higuera estéril simboliza al pueblo de Israel que no ha sido fiel a su misión y la maldición de Jesús anuncia el abandono de Dios (cfr. Lc 13,6-9). Sin embargo, para Mateo se trata de la manifestación del poder de Jesús que buscó frutos de justicia en la ciudad santa, pero no los encontró; por eso, anuncia simbólicamente la caída de Jerusalén y la destrucción del Templo. Para el evangelista, este hecho es una ocasión para instruir a la comunidad sobre la importancia y el poder de la fe; ya vimos en Mt 8s que la fe es siempre un requisito para que Jesús pueda realizar sus signos.

21,23-27 La autoridad de Jesús. La autoridad con que Jesús actúa molesta a sus adversarios. Aquí tenemos el primer debate con los jefes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo. Se discute la autoridad (23) con que Jesús entró en la ciudad, purificó el Templo, sanó a los enfermos y enseñó. Jesús responde, como en otras ocasiones, preguntando (24): promete responder si ellos dicen públicamente si el bautismo de Juan es de Dios o es humano. Sus acusadores se ven obligados a dar una respuesta («No sabemos»), con la que quedan humillados frente a los observadores y reafirma la autoridad de Jesús (27). Los lectores de Mateo saben que tanto la actividad de Juan como la de Jesús provienen de Dios.

21,28-32 Los dos hijos. Jesús comienza la parábola con una primera pregunta: «¿Qué les parece?» (28). Según las convenciones sociales de la época, lo más probable es que la gente respondiera que el que actuó bien fue el primer hijo porque respondió bien a su padre. El otro hijo había puesto en entredicho el honor de su padre al desobedecerle; su negativa era una falta de respeto.
Pero Jesús cambia la pregunta: «¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre?» (31). Lo que importa no son las apariencias externas, sino el interior de la persona; el que honra a Dios no es el que observa unos ritos externos, sino el que hace su voluntad. Al amor no lo consuma la ortodoxia, sino el compromiso. En el tiempo de Jesús, el legalismo solía poner la ortodoxia como uno de sus pilares. Había creado una mentalidad centrada en las apariencias. Jesús sabía que para Dios, que conocía lo secreto del corazón, el hijo verdadero era el que de hecho practicaba la justicia. Esta parábola lo expresa con claridad: las relaciones auténticas con Dios se establecen sobre el compromiso. Las apariencias de obediencia (sólo palabras), no crean relaciones genuinas.

21,33-45 Los viñadores malvados. Esta dura parábola nació como la expresión del agudo conflicto al que había llegado Jesús con los dirigentes de su pueblo y tomó un significado especial a partir del año 70 d.C. y de la destrucción de Jerusalén. Jesús ya veía cercana su muerte y sabía que hacia ella lo llevaba la violencia de los dirigentes. Ellos eran los primeros responsables de su muerte y como tales, unos asesinos. La oferta de Jesús de una sociedad fraterna, solidaria e igualitaria chocó con los intereses del sistema. La parábola contiene una amarga ironía que resume toda la historia de Israel: en el Antiguo Testamento había empezado como un humilde arrendatario y frente a Jesús terminaba como un asesino por interés.
Los líderes de Israel no han cultivado bien la viña, preparándola para el Mesías. Se han apropiado del pueblo y deciden la muerte de Jesús porque les arrebata su control sobre la gente sencilla. El heredero es asesinado fuera de la viña, como Jesús a las afueras de Jerusalén. Esos líderes judíos no van a tener ningún poder sobre el nuevo Pueblo de Dios porque ha pasado a manos de los discípulos de Jesús.
Tanto la Iglesia primitiva como la nuestra de hoy sabe que su existencia y su razón de ser están ligadas a la fidelidad a la misión de Jesús: hacer presente la novedad absoluta del reinado de Dios, que desde Jesús no se define tanto por la ortodoxia como por la praxis de liberación de los pobres y desheredados de este mundo.

22,1-14 El banquete de bodas. En el fondo de esta parábola está la respuesta de la comunidad de Mateo a la pregunta: ¿qué es el reinado de Dios? La parábola tiene dos partes: los invitados al banquete (1-10) y el comensal sin traje apropiado (11-14). La parábola expresa la relación entre el Señor y sus invitados, entre los cuales hay dos categorías: 1. Los invitados que se autoexcluyen del banquete por intereses personales de poder: «uno se fue a su campo, el otro a su negocio» (5). Además de dueños de campos y negocios eran unos asesinos (6). No son dignos de entrar en el reino porque han rechazado la propuesta de Dios. 2. Los segundos, malos y buenos, están en los cruces de los caminos. La sala que se había preparado se llena de estos nuevos comensales que inicialmente estaban excluidos porque aceptan y acogen con gozo la invitación al banquete del reino. Por eso concluye este pasaje: «son muchos los invitados pero pocos los elegidos» (14).
En la segunda parte (11-14) se añade un elemento nuevo a la parábola que cambia la perspectiva que hasta ahora llevaba el relato. La presencia del rey ofrece la clave del juicio que recae sobre cada uno de los invitados al banquete. En este marco de referencia tiene sentido la pregunta por el traje de fiesta. Para entrar en el banquete del reino es necesario un estilo de vida que ponga en práctica las enseñanzas de Jesús. No todos los invitados al banquete (los llamados) se encontrarán al fin con los elegidos (14). Lo que convierte a los invitados en elegidos es el amor encarnado en las circunstancias concretas de la vida (25,31-46).

22,15-22 El tributo al César. Desde aquí hasta el final del capítulo encontramos cuatro preguntas y cuatro respuestas que muestran la creciente tensión entre Jesús y las autoridades judías.
En la primera cuestión dice Mateo, es un complot premeditado, protagonizado por discípulos de los fariseos y herodianos. Los discípulos de los fariseos pueden preguntar fingiendo una curiosidad inocente; los herodianos son adictos a un poder establecido o respaldado por los romanos. El asunto en discusión es el tributo debido al César. Este impuesto fue una realidad que sufrieron tanto el pueblo judío como las comunidades cristianas bajo el dominio del imperio romano. La pregunta intenta conducir a Jesús a un terreno en extremo peligroso. Es la vertiente económica de la política, en la cual se juega la lealtad y sumisión al poder imperial. Los recaudadores iban a veces acompañados por soldados romanos. La respuesta de Jesús es habilísima: si reconocen el curso legal de la moneda (20) es que han entrado en el sistema económico y deben aceptar sus consecuencias. Pero por encima de cualquier poder humano está Dios. Jesús rompe los hilos de la red que le tienden y eleva su enseñanza a un nivel superior, de más alto alcance. El principio, en su formulación lapidaria (21), ha sido fuente de inspiración y de interpretaciones o aplicaciones diversas, no siempre acertadas.
Jesús no tuvo intención de dividir el mundo en dos reinos (el de Dios y el del César) poniéndolos en un plano de igualdad. Tampoco quiso establecer dos órdenes separados: uno humano, otro divino que nada tiene que ver con las cuestiones terrenas. El estado no es el valor supremo, y por eso Jesús se apresura a poner en claro que mucho más importantes son los deberes para con Dios, quien siempre nos remite al otro, a todos los rostros humanos doloridos, porque la mayor gloria de Dios es que el pobre viva.
La moneda que lleva la efigie del César le pertenece a él en calidad de tributo, pero el ser humano, que lleva impresa la imagen de Dios, se debe a su Creador. Por eso, si el estado llegara alguna vez a reclamar algo de lo que pertenece en exclusividad a Dios, entonces «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29).
Pertenecemos a un mundo donde hay muchas formas de idolatría, especialmente la idolatría del mercado al que se le rinde tributo a costa de la propia conciencia y de la dignidad de sus servidores. Los nuevos dioses ciudadanos –el mercado del consumo, la moda, el espíritu de competencia desleal, las armas, el poder, el dinero, el prestigio…– reclaman culto, sacrificios, adoración, adhesión fanática e irracional. Estamos sumergidos en el mundo y no podemos escapar físicamente de él, pero Jesús nos invita a mantener nuestra conciencia libre y autónoma. Al reinado de Dios lo que pertenece a Él, y a los reinos del mundo del mercado lo que es pertenece a ellos.

22,23-33 Sobre la resurrección. Lucas nos ofrece una entretenida ilustración sobre los saduceos y la resurrección (Hch 23,6-10); en ese punto, los saduceos eran enemigos de los fariseos. Para el lector cristiano es inevitable el recuerdo de 1 Cor 15,12.
Los saduceos basan su caso en la ley del levirato, en virtud de la cual el cuñado debe tomar a la viuda sin hijos de su hermano para darle un hijo y perpetuar el nombre del difunto (Dt 25,5-10; Rut 4). La presentación del caso es claramente burlesca.
Jesús responde de frente. El planteamiento va desencaminado, porque supone que la otra vida es repetición y prolongación de la presente. La vida del resucitado es obra del poder de Dios y es Él quien establece la nueva condición humana (cfr. 1 Cor 15, 35-53). Después cita un texto del Pentateuco (texto sagrado que reconocen los saduceos) en el que Dios mismo se presenta y define (Éx 3,6): el Dios de la Escritura no es un dios infernal, sino vivo, de la vida y de los vivos.

22,34-40 El precepto más importante. La pregunta se explica porque los fariseos contaban 613 preceptos en la Ley. Había que saberlos y practicarlos todos. Jesús responde combinando Dt 6,5 con Lv 19,18. Para Jesús, el fundamento de la relación con Dios y con el prójimo es el amor solidario. La integración de los dos amores, de Dios y del prójimo, es su enseñanza fundamental.
La Ley y los Profetas son toda la Escritura (Mt 7,12), pues bien: el amor es la clave de la Escritura, el indispensable principio unificador que elimina toda posible dispersión y el criterio básico de discernimiento. No se puede observar de verdad la Ley si falta el amor (Rom 13,9; Gál 5,14; Sant 2,8).
Desde una perspectiva cristiana, sin amor al prójimo no hay amor a Dios, no hay verdadero cumplimiento de la voluntad de Dios, ni se alcanza esa justicia superior que preconiza el sermón del monte (5,20). El amor al prójimo no sustituye el amor de Dios ni se identifica con él, pero es tan importante como amar a Dios (cfr. 1 Jn 4,20). Al colocar estos dos mandamientos como el eje de toda la Escritura, Jesús pone en primer lugar la actitud filial con respecto a Dios y la solidaridad interhumana como los fundamentos de toda vida religiosa.

22,41-46 El Mesías y David. Ahora es Jesús quien abre el debate. La respuesta a la primera pregunta (42) era fácil de responder y de conocimiento común. Pero la segunda pregunta (45) hace referencia a la relación entre el Mesías y el Hijo de Dios. Se trata de un texto de la Escritura (Sal 110,1) en el que David, a quien se atribuyen los Salmos, llama «Señor» al Mesías. David está llamando «Señor» a su descendiente, cuando es el hijo el que llama «Señor» a su padre, y no al revés. Así muestra David que el Mesías no es un mero descendiente suyo.
Muchos judíos esperaban al Mesías como liberador político y solía asociarse al título de Hijo de David. La doble pregunta de Jesús apunta al origen divino y a la verdadera naturaleza del Mesías. Jesús es Hijo de Dios en razón del linaje humano (cfr. 1,1), pero en su condición de Hijo de Dios es «Señor» de David y superior a él (cfr. 3,17; 16,16; 17,5; 27,54).
La frase final muestra la sabiduría superior de Jesús para interpretar las Escrituras. Sus oponentes, que presumían de un gran conocimiento, son reducidos al silencio (46).

23,1-36 Invectiva contra los fariseos – La letra de la Ley. Aquí culmina la polémica de la comunidad cristiana con las autoridades religiosas judías. El texto resulta condicionado por las circunstancias y por el género: la redacción probablemente refleja la época en que los cristianos habían sido ya excluidos de la comunidad judía, mientras que el género literario de la «polémica» explica indudables exageraciones o simplificaciones al describir al adversario; algunos rasgos tienen más de caricatura que de retrato –se leen semejantes descripciones en escritos filosóficos polémicos de la época–.
La descripción y caracterización de aquellos grupos de letrados y fariseos no concuerda en todo con lo que sabemos por otras fuentes. En cambio, es posible y conveniente tomar el texto como descripción de tipos que se pueden dar en otros grupos religiosos, incluida la propia comunidad. El discurso se dirige a la multitud «y a los discípulos» (1). Por tanto, las palabras de Jesús deben servir de advertencia para los discípulos de todos los tiempos, ya que siempre se está expuesto a reincidir en los vicios que aquí se condenan más severamente: la arbitrariedad de ciertas imposiciones, la vanidad y ostentación en la observancia de la Ley, la incapacidad para discernir lo importante de lo accidental y secundario y, sobre todo, la falta de correspondencia entre la doctrina y la vida. El hipócrita, como tipo humano, queda desenmascarado.
La religión es cuestión del corazón, tanto en su dimensión vertical, en relación con Dios, como en la horizontal, en relación con el prójimo. Cuando esto no sucede, se convierte en algo que abruma, asfixia y esclaviza.
Jesús respetó la Ley. Más aún, vino a darle todo su sentido y plenitud. Pero ridiculizó su concepción e interpretación farisaica. La crítica de Jesús al legalismo no va dirigida contra la Ley, sino contra aquéllos que, amparándose en ella, quieren burlar sus profundas exigencias. Lo primero es el interior, el corazón; posteriormente, y naciendo de él, vendrá lo exterior. Se necesita purificar el corazón con la Palabra de Dios (Jn 15,3), con la respuesta dada a la Palabra de Dios desde la fe o desde la obediencia de la fe (Rom 1,5).

23,37-39 Lamentación por Jerusalén. Toda esta sección que ha tenido lugar en Jerusalén termina ahora con un lamento. Estas últimas palabras de Jesús se dirigen especialmente a los líderes religiosos de la ciudad santa, que siempre mantuvieron una actitud de recelo y sospecha hacia Jesús y, por eso, no recibieron la salvación de Dios. Los cargos son dos: haber matado a los profetas y haber rechazado la invitación de Jesús (37). Por lo tanto, Dios dejará de habitar en el Templo (38) y Jesús el Mesías no se presentará allí hasta regresar como juez con la venida plena del reino de Dios. Jesús deja Jerusalén a su propia suerte. Sin embargo, la perspectiva no es de una oscuridad sin aurora, porque llegará el día en que dirán «bendito el que viene en nombre del Señor» (39; cfr. Sal 118,26). Esta promesa coincide con el anuncio de Pablo en Rom 11,26.

24,1-14 Discurso escatológico: destrucción del Templo. Los capítulos 24s de Mateo constituyen una unidad. En ellos se incluye el último de los cinco discursos en torno a los cuales hace Mateo girar su evangelio, el llamado «discurso escatológico». Se divide en tres partes: descripción de sucesos futuros (24,1-44), parénesis sobre la vigilancia (24,45 –25,30), y parábola del juicio (25,31-46).
Mateo se imagina a Jesús saliendo del Templo y volviendo a contemplarlo a cierta distancia. Esa imagen tiene valor simbólico: Jesús sale del Templo por última vez, lo deja atrás para siempre y se reúne con sus discípulos, la nueva comunidad. El Templo magnífico, de gigantescos sillares, construido por Herodes el Grande, es el trampolín para saltar al tema del discurso.
Éste es probablemente el texto más difícil de interpretar en el evangelio de Mateo, porque muchos sucesos eran futuros y desconocidos en sus detalles y porque se sobreponen las perspectivas. Los apóstoles parecen fundir y confundir dos cosas: la destrucción del Templo y el fin del mundo cuando venga el Mesías. Piden señales precisas para fabricarse un calendario seguro y razonablemente exacto. La curiosidad se mezcla con el temor.
En su respuesta, Jesús rehúsa toda determinación temporal; transforma la información en exhortación a la vigilancia frente a tribulaciones ciertas, a la expectación de lo súbito. Los discípulos preguntan dos cosas (3) sin definir su relación; «eso» es la destrucción del Templo, «tu llegada» es la parusía, la venida con gloria de Jesús el Señor, que coincide con el fin del mundo.
Una serie de acontecimientos tremendos (4-14) sucederá al final; pero no se pueden ordenar en un calendario. Dominará la anarquía interior, las guerras entre pueblos, las catástrofes naturales, las persecuciones, todo ello junto con los dolores de parto de la nueva y definitiva era. Por tanto, hay que aguantar y esperar, pues la causa ennoblecerá el sufrimiento (9), se predicará a todos la Buena Noticia (14) y los fieles se salvarán (13).
El fin del mundo –en el sentido corriente de la expresión– no es inmediato. Tiene que haber unos signos previos. Pero los signos enumerados nunca deben entenderse como fechas indicadoras del momento en que tendrá lugar. Cuantas veces se han ensayado los cálculos para determinarlo, otras tantas se ha comprobado el error. El cálculo del momento preciso en que tendrá lugar ese fin total va directamente en contra del mismo evangelio, de todos aquellos pasajes que exhortan a la vigilancia: la necesidad de estar alerta (25,13), de hacer rendir los talentos recibidos (25,14-30) y de ayudar a los hermanos necesitados (25,31-46). Si el evangelio nos proyecta hacia el futuro, es para invitarnos a una inserción más comprometida con la historia presente.

24,15-28 La gran tribulación. El texto utiliza aquí el lenguaje característico de los escritos apocalípticos. Aunque la descripción se refiere más concretamente a la destrucción de Jerusalén, la intención principal es animar a los discípulos a aprender de esa desolación y a guardarse de declaraciones prematuras sobre la venida del Hijo del Hombre. La gran tribulación (21) pondrá en peligro la fe e incluso la salvación de los elegidos, pero Dios mismo intervendrá por amor a ellos y hará que se abrevien aquellos días (22). Habrá que cuidarse de los falsos mesías y falsos profetas (23-28) que serán capaces de engañar hasta a los mismos elegidos. La repetida exhortación «no le crean», «no hagan caso» (23.26) recomienda la actitud que es preciso asumir frente a los seductores.
Las conmociones cósmicas con imágenes tan desoladoras quieren indicar que el juicio final puede llegar igual de repentina e inesperadamente a cada persona.

24,29-31 La parusía. La llegada final del Mesías se construye con rasgos proféticos y apocalípticos; es un lenguaje sumamente figurativo, que se utiliza para comunicar la verdad de que el juicio y vindicación inminentes los ha de llevar a cabo el Hijo del Hombre en nombre de Dios. Mientras los acontecimientos, antes descritos, se insertaban en la trama de la historia presente, la parusía marca el fin de la historia: es la meta, el acontecimiento último y decisivo que da sentido a toda la historia. Cada generación experimenta el juicio del Hijo del Hombre, y los que hayan perseverado hasta el fin obtendrán la salvación definitiva.
La tradición iconográfica cristiana ha identificado el «estandarte» (la señal) con la cruz (30).


24,32-44 El día y la hora. El momento del juicio final es desconocido; se trata de una ignorancia intencionada que debe suscitar la vigilancia y que no debe confundirse con despreocupación en el tiempo presente. El comentario que sigue a la comparación de la higuera es una nueva invitación al discernimiento, la actitud que más deben cultivar los discípulos mientras se acerca el momento final.
La venida inminente se debe entender, no tanto como cercanía temporal, sino como una cercanía teológica. Lo que aparece aquí y en las parábolas que siguen es la certeza de que el Señor puede volver en cualquier momento, y esta certeza debe impulsar a la comunidad a no instalarse y a no buscar en el mundo una ciudad permanente.
Cuando del hecho se pasa a la fecha, la respuesta es bien clara: nadie sabe nada… sólo el Padre (36). La ignorancia sobre el día y la hora ha de conjugarse con la certeza de que el Hijo del Hombre vendrá. Hay que estar alerta y preparados.
En medio de tantas incertidumbres, cuando todo parece caer y desmoronarse, Jesús ofrece a los creyentes un punto de apoyo inconmovible: «cielo y la tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán» (35).

24,45-51 Vigilancia. La parábola de los sirvientes pone de relieve la necesidad de estar preparado y atento ante la falta de vigilancia e invita a la perseverancia. A esta doble conducta corresponden la recompensa o el castigo cuando regrese el dueño de casa.
La parábola destaca la actitud vigilante del servidor a quien ha sido confiada la dirección de la comunidad cristiana. Al servidor responsable se le exige una actitud vigilante e inteligente. En la parábola se destaca cómo el premio del servidor fiel del reino de Dios no podía ser otro que el mismo Dios y su causa. Un premio extraño para una sociedad construida sobre el poder de dominio y el legalismo.

25,1-13 Las diez jóvenes. La parábola, exclusiva de Mateo, se refiere a la segunda venida de Jesús. Describe la situación de los que viven en la esperanza el tiempo intermedio entre la resurrección y la parusía. El reino de los cielos es comparado, no con diez jóvenes, sino con la celebración solemne de una boda. El centro del mensaje es la necesidad de la preparación.
Dos hechos suceden: el retraso del novio y el sueño de las que esperan. La insensatez de las jóvenes necias no es que se hubieran dormido (todas se durmieron), sino en que no iban preparadas para su misión. No habían contado con un posible retraso del novio y por eso no tuvieron aceite suficiente. La negación de las jóvenes prudentes a compartir el aceite es un rasgo parabólico para hacernos comprender que la preparación requerida es personal e insustituible. No vale apoyarse en la fidelidad de otro.
La respuesta del esposo indica que las jóvenes necias representan a quienes están en la comunidad de los fieles, pero carecen de auténtica entrega y, por tanto, no están preparados. «Por tanto, estén atentos» (13) es una advertencia para que permanezcamos constantemente fieles y entregados a poner en práctica las enseñanzas de Jesús.

25,14-30 Los talentos. Esta parábola invita también a la diligencia y a la fidelidad mientras se consuma el tiempo del juicio de Dios.
Por el contexto se puede afirmar que el punto de tensión de la parábola está en la escena de la rendición de cuentas, y de manera especial en la conducta del sirviente demasiado precavido. Jesús denuncia la inconsecuencia de los que reciben el mensaje del reino y luego pretenden refugiarse en una seguridad estéril.
Los discípulos de Jesús tienen que hacer fructificar los bienes del reino durante el tiempo que se les concede. Éste es para Mateo el «tiempo de la Iglesia». El que no hace fructificar los dones recibidos, aunque sea bajo el pretexto de colocarlos en un lugar seguro, al fin termina por perderlo todo. De igual manera, la comunidad eclesial debe estar alerta y vigilante para no caer en la comodidad y la rutina.

25,31-46 El juicio de las naciones. La intención de este discurso no es describir los acontecimientos finales, sino que trata de inculcar la preparación necesaria para superar con éxito la prueba final. Y también pretende poner de relieve el significado central de la figura de Jesús, el Hijo del Hombre. Los que son recibidos en el reino son los que tuvieron amor misericordioso con el prójimo.
Las seis maneras de manifestar el amor al prójimo se encuentran en el Antiguo Testamento (Is 58,7; Job 22,6s), pero aquí son manifestación del precepto fundamental del amor. La doctrina de Jesús excluye el espíritu financiero, el hacer algo para conseguir una recompensa de Dios; si así fuera, Dios no tendría más remedio que premiar al fiel. Se podría actuar, entonces, no por Dios sino contra Él, para atarle las manos y obligarle a retribuir a sus devotos. Una tergiversación de la verdadera religión.
La sentencia definitiva se apoya, pues, en los motivos del servicio caritativo al prójimo necesitado. Las obras de misericordia realizadas por amor aparecen liberadas de cualquier clase de limitación que condicione su valor.
Jesús se dirige a todos indistintamente, demostrando así que también fuera del ámbito visible de sus discípulos, de su Iglesia, puede acontecer el reino. La Iglesia no se identifica con el reino, sino que es su humilde servidora. El reino acontece también más allá de sus fronteras visibles; es lo que se ha llamado el «cristianismo anónimo». La escena nos hace comprender que muchos, sin conocer la persona de Jesús, se ajustan a los valores de reino en la entrega y el amor al prójimo, y eso decide su destino. El juez universal está «de incógnito» en todos los pobres de la tierra, oculto en todos los rostros doloridos, pero esa presencia oculta se pondrá de manifiesto en el momento final.
Por otro lado, esta enseñanza de Jesús se dirige a los cristianos que han descuidado su compromiso práctico, para despertarles de su letargo y recordarles que el destino de cada uno se decide en la actitud que tenga ante los necesitados en este tiempo que precede a su venida.

26,1-5 Complot para matar a Jesús. Mateo introduce a los lectores en el drama de la pasión narrando tres escenas en las que presenta las diversas actitudes de los personajes que rodean a Jesús: sus adversarios, Judas, sus discípulos y una mujer.
Se acabaron los discursos. Llega la hora de sufrir en silencio. Pero Jesús conserva la iniciativa: va al encuentro de la pasión con plena conciencia y aceptación voluntaria. El Hijo no conoce la hora del fin del mundo (24,36), pero conoce que con la Pascua llega su hora, y se lo hace saber a los discípulos.
Sólo «entonces» (3) se reúnen el poder religioso y el político para decidir el arresto y la ejecución de Jesús. El tema central de este primer cuadro es el acuerdo que toman los jefes de los sacerdotes para matar a Jesús (3-5), acuerdo al que Judas se asocia como cómplice (14-16).

26,6-13 Unción en Betania. Mateo no da el nombre de la mujer; Juan, en el capítulo 12, la identifica con María, la hermana de Lázaro. El perfume en la cabeza de Jesús no es unción (cfr. 1 Sm 10,1; 2 Re 9,6), sino un gesto espléndido y público de estima. Los discípulos lo califican de derroche, se podía emplear mejor en beneficio de los pobres (19,21). Jesús los corrige públicamente interpretando el significado profundo del gesto: 1. En primer lugar, expresa el afecto a su persona, «conmigo» (10). En el texto aludido (Dt 15,1-11) se dice que, por el egoísmo de unos, habrá pobreza en Israel; mientras que la mujer muestra la generosidad del amor (6,22s). 2. El gesto anticipa la unción sepulcral y como tal la recibe Jesús en vida, consciente de su muerte próxima. 3. El gesto conservará para siempre un valor eclesial: su recuerdo será ejemplar (Prov 22,9).
El pasaje «a los pobres los tendrán siempre cerca, a mí no siempre me tendrán» (11) ha sido muchas veces malinterpretado. Jesús no se opone –todo lo contrario– al progreso social y al esfuerzo por mejorar la vida de los pobres. Lo que el texto hace notar es que, mientras Él estaba presente, lo más importante era tomar conciencia de su presencia y actuar de manera consecuente. Lo que había hecho la mujer no podía hacerse más tarde, cuando Él ya no estuviera en la tierra. Sus discípulos, en cambio, tendrían mucho futuro por delante para ocuparse de los pobres (25,31-46). Por otra parte, Jesús había llegado a ser el pobre por excelencia: sentenciado a muerte, traicionado por un amigo, incomprendido por sus discípulos y con la mirada fija en el fin ya cercano, era la viva personificación del Siervo sufriente.
Conviene recordar que el mensaje de la Escritura no contiene un programa social concreto para erradicar definitivamente la miseria humana sobre la tierra, pero pone siempre ante nuestros ojos la realidad de la pobreza y las necesidades de los pobres: «lo que hayan hecho a uno solo de éstos, mis hermanos menores, me lo hicieron a mí» (25,40).

26,14-16 Traición de Judas. Éste es quizás el hecho más desconcertante que narran los evangelios. Cuesta mucho pensar, en efecto, que Jesús haya sido traicionado por uno de sus seguidores más íntimos. Los primeros cristianos percibieron la dificultad y recurrieron a las Escrituras para demostrar que incluso en un acto tan vil se cumplía el designio de Dios.
Las razones de Judas Iscariote para cometer esta traición pudieron ser su amor al dinero, la ambición, la envidia o la desilusión. La fidelidad de la mujer en casa de Simón contrasta fuertemente con la infidelidad de uno de los Doce.

26,17-29 Pascua y Eucaristía. En el relato de la pasión de Mateo, Jesús domina en todo momento la situación y va marcando sus tiempos. No conoce todos los detalles del complot que sus adversarios han tramado contra Él, pero va descubriendo que su entrega responde al plan de Dios, manifestado en las Escrituras.
Hay una diferencia sutil en el modo en que los discípulos se dirigen a Jesús. Todos, menos Judas, le llaman «Señor» y reconocen así su autoridad y su poder. Judas, sin embargo, le llama «rabbí» (maestro), un apelativo que utilizan los adversarios de Jesús y que tiene para Mateo un significado negativo (23,7; 26,49). Judas habla como los enemigos de Jesús, porque no ha comprendido que Él es el Señor.
Jesús repite gestos de la celebración de la Pascua judía, como repartir el pan y pasar la copa, pero le da a estos gestos un significado nuevo a través de las palabras que pronuncia sobre ellos que hacen referencia, no al acontecimiento del Éxodo, sino a su propia muerte: el pan partido y entregado es su propio cuerpo y el vino es su sangre derramada por todos. Jesús se presenta como el nuevo cordero pascual a través del cual se va a establecer una nueva alianza.
La palabra «cuerpo» no es solamente la parte material del ser humano, sino toda la persona en cuanto que es capaz de expresarse y de relacionarse con los demás. Al decir «mi cuerpo», Jesús evoca toda su persona y toda su vida, entregada hasta la muerte.
El pan, que es uno en las manos de Jesús, al ser compartido, une a todos los que participan en la comida comunitaria, ya que todos participan de la misma fuente de vida.
Las palabras de Jesús son un compendio de lo que había sido su vida y misión: una vida entregada y destrozada por todos. Pero, al mismo tiempo, son una explicación del sentido de su sufrimiento y muerte expiatorios y redentores en la cruz.
Ante la inminencia de su muerte, Jesús manifiesta una inquebrantable confianza en el triunfo de Dios, y expresa su confianza con la imagen del banquete que en la Biblia simboliza con frecuencia el gozo final de los elegidos; y en este contexto indica la comunión perfecta de los discípulos con su Señor y con el mismo Dios: «no beberé de este fruto de la vid hasta el día en que beba con ustedes el vino nuevo en el reino de mi Padre» (29).

26,30-35 Anuncio del abandono. Segundo anuncio trágico donde los discípulos fallan en la gran prueba (cfr. 6,13) y se dispersan como ovejas; pero su caída no será definitiva, porque el pastor los volverá a reunir, ya resucitado, en Galilea.
Mateo indica repetidamente que Jesús está «con sus discípulos» (26,18.20.23.29.38.40.51). Sin embargo, los discípulos no están realmente con Jesús. Judas lo entregará en manos de sus adversarios; Pedro, Santiago y Juan, testigos de su transfiguración, no serán capaces de velar con Él ni siquiera una hora; los que antes habían profesado su fe en Él, lo abandonarán y huirán; el mismo Pedro, que había hecho una firme profesión de fidelidad (33-35), lo negará tres veces.

26,36-46 Oración en el huerto. En esta escena quiere el narrador revelarnos algo de la espiritualidad íntima de Jesús, su angustia humana mortal: su tristeza, la angustia que siente ante la muerte cercana, su obediencia filial a la voluntad del Padre; en una palabra, la verdadera humanidad del Hijo de Dios. Sólo el grito de abandono en la cruz tendrá un dramatismo semejante (27,46). En la lucha, triunfa la entrega plena y confiada a la voluntad del Padre. Dos peticiones del Padrenuestro resuenan en la escena: «hágase tu voluntad», «no nos dejes caer en la tentación». Esta oración de Jesús es el modelo de oración de todo creyente ante situaciones límites donde se pierde el sentido de la vida y se pone a prueba la fe ante el silencio de Dios.
Mateo nos muestra además al hombre angustiado que busca compañía: «con ellos» (36), «conmigo» (38.40), y no la encuentra. El sueño inconsciente de los tres íntimos le hace sentir más la soledad.

26,47-56 Arresto de Jesús. En toda la escena del arresto, según Mateo, Jesús domina la situación, como el Siervo del Señor (Is 42,3s). Reprime la violencia, aun la defensiva, de uno de los suyos; acepta el beso traidor; denuncia sin oponer resistencia la violencia injustificada de la turba. No es un bandido peligroso, sino un maestro público y pacífico. Podría desplegar fuerzas superiores, pero su fuerza reside en aceptar el designio del Padre: así está anunciado en la Escritura, así tiene que suceder.
Jesús exhorta a sus discípulos a no utilizar la violencia, ni siquiera para defender una causa justa. Él ha elegido el camino del amor y la misericordia, que rompen la interminable espiral que genera la violencia. Esta enseñanza adquiere una fuerza especial al estar colocada justo en el momento en que Jesús está siendo víctima de la violencia.

26,57-68 Jesús ante el Consejo. En el relato de Mateo, el proceso de Jesús ante el Gran Consejo procede con fluidez y coherencia. Pero no pensemos que es una redacción puntual de un taquígrafo. En el fondo, se trata de legalizar la muerte de Jesús previamente decidida. La cuestión se centra en el mesianismo trascendente de Jesús, no en su mesianismo político que esperaba parte del pueblo, ni el mesianismo simple de un rey descendiente de David, sino más bien el de quien tiene un trono a la derecha de Dios (Sal 110,1) y recibe del Altísimo el poder supremo y universal (Dn 7,13). Si Jesús se arroga sin fundamento semejante título, es blasfemo y merece la muerte. Si lo posee realmente, es Él quien, juzgado, juzga. Jesús, conjurado por el sumo sacerdote del momento, pronuncia un testimonio que lo lleva a la muerte: testigo y mártir.
A la condena siguen las burlas (67). Esta escena, lo mismo que la burla de los soldados (27,27-31), está teñida de ironía, pues los jefes de los sacerdotes y los ancianos, queriendo ultrajar a Jesús, están en realidad confesando su verdadera identidad, como bien saben los lectores del evangelio.

26,69-75 Negaciones de Pedro. Los cuatro evangelios, que reconocen la supremacía indiscutida de Pedro, recogen sin disimulo su pecado y arrepentimiento. Sin duda, lo consideran un dolor de Jesús y una enseñanza para la Iglesia. La negación, situada aquí, contrasta fuertemente con el testimonio de Jesús. El apóstol niega por miedo, no por arrogancia, y se arrepiente pronto y hondamente. Pedro, como la Iglesia, es llamado y perdonado.
Lo que define a un cristiano es «estar con Jesús» (69). Esta dignidad se pierde al ignorarlo, confesando que no se le conoce (72) y se recupera al recordar la palabra de Jesús, que es más firme que todo juramento humano.
La tentación, la única gran tentación, consiste en abandonar el camino del seguimiento de Jesús. Pedro llora amargamente, y su llanto recoge las lágrimas de todos los discípulos vacilantes que en los momentos de prueba siguen negando a Jesús.

27,1s Conducido a Pilato. Era competencia romana permitir la ejecución de condenas a muerte. Como se verá después, las autoridades judías buscan algo más: un proceso civil por rebelión, terreno en el cual ellos no son competentes. Pilato representa el poder militar de Roma en la región.

27,3-10 Muerte de Judas. Antes de narrar el proceso de Jesús ante Pilato, Mateo describe, a modo de digresión, el trágico final de Judas. La frase «viendo que lo habían condenado» (3) da a entender que Judas había seguido con ansiedad el desarrollo del proceso. Quizás no esperaba que se impusiera a Jesús la pena de muerte, y la gravedad de su traición se hizo presente cuando conoció la sentencia del Gran Consejo.
Antes de morir, Judas añade su testimonio sobre la inocencia de Jesús. Confiesa su pecado, pero desespera del perdón.

27,11-26 Jesús ante Pilato. Tras la interrupción del episodio precedente, continúa el proceso ante Pilato hasta su desenlace fatal. Mateo sigue acumulando testimonios sobre la inocencia de Jesús: la resistencia y los manejos de Pilato, su declaración aparatosa, el sueño de su mujer. Correlativamente, carga la mano sobre la responsabilidad de las autoridades judías y «la multitud» allí reunida (20). En la imprecación final los llama «el pueblo» (25); en esta ampliación de la responsabilidad parece reflejarse la ruptura consumada entre judaísmo y cristianismo y la exclusión oficial de los cristianos por parte de la autoridad judía.
Una lectura superficial de este pasaje de Mateo ha servido a veces en la historia para señalar al pueblo judío como el causante y responsable de la muerte de Jesús. Sin embargo, lo que aquí se nos muestra es que en Jesús, el justo, el Mesías, se cumple la voluntad de Dios. El rechazo de su pueblo forma parte de ese plan misterioso de Dios.

27,27-31 La burla de los soldados. El motivo de la burla es la acusación que los jefes de los sacerdotes han hecho contra Jesús. Una acusación falsa, pero que será el motivo de su condena. El episodio está narrado con cierta ironía (cfr. 26,67s). Los lectores del evangelio reconocen a Jesús como Rey, pero saben que no es de este mundo. Contemplar estos gestos brutales les hace entrar más de lleno en el misterio de por qué Jesús ha sido incomprendido y rechazado. En el momento de mayor humillación es cuando se manifiesta el misterio de Jesús, que ha venido a derramar su sangre por todos.

27,32-56 Muerte de Jesús. Éste es el relato cumbre de la historia de la pasión. Mateo presenta siete cuadros en este momento dramático, punto culminante de la historia de la salvación:
1. Las tinieblas (45). Cubren la tierra en pleno día, evocando el anuncio de Amós: «Aquel día… haré ponerse el sol a mediodía… harán duelo como por el hijo único» (Am 8,9s). Los primeros cristianos releyeron este pasaje como vaticinio profético de la muerte del Hijo de Dios.
2. La oración de Jesús (46). Jesús experimenta el abandono de Dios (Sal 22), a pesar de haberse mantenido fiel hasta el extremo. El que experimenta este abandono es el mismo que había dicho antes: «no se haga mi voluntad sino la tuya» (26,39). El grito de angustia y abandono en la cruz es una súplica dirigida a Dios con la esperanza de ser escuchado.
3. La evocación de Elías (47-49). En la palabra aramea «Eli» («Dios mío») algunos creen (o fingen) oír el nombre de Elías, a quien se consideraba el precursor de la venida triunfal del Mesías.
4. La muerte de Jesús (50). El momento de mayor tensión en todo el relato evangélico se describe con la máxima economía de palabras.
5. Los fenómenos cósmicos (51-53). Ocurre algo inesperado. La ruptura del velo anuncia que el Templo ha perdido su carácter sagrado y que lo antiguo ha llegado a su fin. El lugar sagrado del judaísmo, la morada exclusiva de Dios sobre la tierra, ya no es más el lugar por excelencia del encuentro con Dios. La muerte de Jesús abrió el acceso a Dios, antes oculto detrás del velo. La muerte de Jesús no sólo destruye las antiguas estructuras, sino que introduce otras nuevas. A Dios no hay ya que buscarlo en un templo hecho por manos humanas, sino en Jesús que es verdaderamente Dios-con-nosotros, el verdadero Templo de Dios.
6. La fe de los paganos (54). Con la confesión de los soldados, Mateo quiere mostrar la fuerza reveladora de la muerte de Jesús. De paso propone un contraste: los judíos rehúsan, los paganos confiesan. El Mesías se convierte en esperanza de las naciones.
7. Las mujeres (55s). La noticia sobre las mujeres hace de puente para los relatos de la resurrección. Su presencia hasta el final contrasta con la ausencia cobarde de los discípulos. Desde el comienzo gozoso en Galilea hasta el final doloroso, ellas le han acompañado y servido. Otra enseñanza para la comunidad.

27,57-66 Sepultura de Jesús. La sepultura de una persona era muy importante entre los israelitas. Verse privado de ella era una ignominia final. Un ajusticiado debía ser apartado para no contaminar el terreno (Dt 21,22s), por lo que le correspondía la fosa común. José quiere ofrecer su homenaje póstumo al Maestro y se une así al homenaje anticipado de la mujer que lo ungió para la sepultura (26,13). Al acto de la sepultura asisten como testigos dos de las mujeres antes citadas.
El resto de las afirmaciones del relato está hecho teniendo en cuenta el acontecimiento final: la resurrección (62s). Debían prevenirse de las acusaciones posteriores que negaran la resurrección, así que el evangelio trata de explicar el origen del rumor del robo del cadáver y demostrar su falsedad.

28,1-15 Resurrección de Jesús. Si en el relato de la pasión los tres sinópticos siguen sendas paralelas, en los relatos de la resurrección presentan divergencias impresionantes. Ninguno intenta describir el momento y modo de la resurrección, ya que trasciende la experimentación sensible. Simplemente afirman triunfalmente el hecho y lo confirman con relatos diversos. En ellos constituyen el núcleo esencial los siguientes elementos: la identificación del aparecido, su identidad con el Jesús histórico, su corporeidad, su manifestación cierta, su trato con los discípulos y la personalidad de diversos testigos.
Saltando el intermedio de 11-15, Mateo estiliza su breve relato en tres momentos: el mensaje del ángel a las mujeres, la aparición de Jesús a las mujeres, la misión de los apóstoles.
Las mujeres van a hacer una visita de afecto o inspección. Un dramatismo consciente en el narrador impregna la escena. Un súbito temblor de tierra anticipa un giro inesperado de los acontecimientos. Para evocar el misterio, Mateo emplea imágenes sorprendentes, como la conmoción producida en los elementos de la naturaleza. Luego se limita a presentar los hechos humanamente accesibles como el temblor de tierra, la tumba vacía y las apariciones del Resucitado a las mujeres y a los discípulos.
Del sepulcro vacío parten dos mensajes: el de las mujeres, convertidas en mensajeras de la resurrección, y el de los guardianes del sepulcro, que se dirigen a los sumos sacerdotes para comunicarles lo ocurrido. El hecho cierto es que el sepulcro está vacío; esto lo admiten todos, pero las explicaciones son diversas. Mateo recoge dos posibilidades y las expone con gran neutralidad, al menos aparentemente: el robo del cadáver o la resurrección. Las apariciones en las que se menciona el paulatino reconocimiento del Resucitado tienden a asegurar la íntima conexión entre los momentos de muerte y resurrección.
Es interesante notar que son dos mujeres las encargadas de realizar el primer anuncio de la resurrección. Teniendo en cuenta que en aquella cultura el testimonio de una mujer no era considerado válido, llama la atención el hecho de que los evangelistas relacionen unánimemente el descubrimiento de la tumba vacía con estas mujeres. En la tradición de la Iglesia se las llegó a conocer como «apóstoles de los apóstoles»; las dos mujeres son las primeras portadoras del mensaje pascual.
Lo que ocurrió en aquel momento sigue ocurriendo hoy. La resurrección de Jesús no es un hecho comprobable, sino un hecho sobrenatural admisible únicamente desde la fe. Cuando se cierra el corazón a la fe, la resurrección pasa automáticamente al terreno de la leyenda. Para un cristiano, la resurrección es el fundamento de su fe. Pablo dice que si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe (1 Cor 15,14.17).

28,16-20 Misión de los discípulos. Para concluir, Mateo compone una escena magistral. En el espacio de cinco versículos condensa lo sustancial de su cristología y eclesiología.
Jesús se presenta en Galilea, como volviendo al comienzo y abandonando Jerusalén, adonde fue sólo a morir. Sube al monte, en ascensión simbólica, como cuando proclamó su mensaje del reino (capítulos 5 al 7) o se transfiguró (capítulo 17). Los once discípulos de aquel momento representan a toda la Iglesia; por eso, no falta quien dude. Ven al resucitado y han de ser sus testigos.
Jesús toma la palabra afirmando su plena autoridad recibida de Dios. En virtud de ella envía a sus discípulos a una misión universal, no limitada ya a los judíos. No han de enseñar para ser maestros de muchos discípulos (23,8), sino para «hacer discípulos» de Jesús. Como rito de consagración, administrarán el bautismo, con la invocación trinitaria explícita, inaugurando así el tiempo de la Iglesia. Desde la experiencia pascual, los discípulos van a anunciar la resurrección de Jesús y no el reino de Dios. El cambio, en apariencia notable, no es tal. Anunciar la resurrección de Jesús es anunciar que el reino ha llegado y han comenzado los nuevos tiempos. Los relatos pascuales nos colocan frente a la convicción de la comunidad primitiva de que el reino ha comenzado con la resurrección de Jesús, en quien se ha hecho manifiesto el poder vivificador de Dios.
El evangelio termina como empezó. Al principio nos fue anunciado el nombre de Emanuel, Dios con nosotros, en la historia del pueblo elegido (Is 7,14). Ahora se nos asegura que la profecía de Isaías se ha hecho permanente realidad: «Yo estaré con ustedes siempre» (20). No es tarea fácil, pero Jesús estará siempre presente con su presencia consoladora y reconfortante en todas las situaciones de la misión evangelizadora, tanto en la predicación, la enseñanza y la celebración, como en la persecución y en la prueba.
La misión de los discípulos es tan amplia como el mundo y como el tiempo que habrá de transcurrir hasta el final de la historia. La comunidad cristiana es, a partir de ahora, memoria del crucificado-resucitado, a pesar del escándalo que significaba para el pueblo judío la muerte infame en la cruz. Es también comunidad de testimonio: han de ser testigos del crucificado-resucitado. Sólo en este seguimiento concreto la comunidad descubre el significado de la misión y la persona de Jesús. Descubre que el reino está ligado indisolublemente a la salvación de los pobres y marginados, y que la forma concreta de su realización no puede prescindir de la actuación histórica de Jesús. Desde la persona y misión de Jesús surgen dos actitudes comunitarias: simpatía del pueblo y libertad frente a los poderes.
La Iglesia de Jesús es esencialmente una comunidad misionera. Las palabras del Señor resucitado «vayan» (19), «pónganse en camino», la invitan a salir constantemente de sí misma, de sus problemas y preocupaciones domésticas, para abrirse a un nuevo horizonte: el de toda persona que no conoce el gozo de sentirse hijo e hija de Dios y hermanos y hermanas entre sí. Para ello cuentan con la presencia constante de Jesús que estará siempre presente: «Yo estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo» (20).

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