Santa Clara de Asís en sus escritos - Parte II


II. EL TESTAMENTO
por César Vaiani, OFM

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Al abordar los textos de santa Clara, hemos de señalar que en nuestra lectura se dan inevitablemente algunas opciones: el hecho de comenzar por el Testamentoy no por otro escrito es ya por sí mismo una opción, motivada por la opinión personal mía de que comenzar por este texto es un modo excelente de introducirse en lo que Clara quiere decirnos.

La cuestión de la autenticidad
y las ediciones críticas del Testamento

La primera cuestión que hay que afrontar es la de la autenticidad del Testamento de Clara. Entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, muchos dudaban de su autenticidad. La razón de esta duda se hallaba en el hecho de que el texto más antiguo que se conocía era el publicado por Waddingo en 1628. Lucas Waddingo, fraile irlandés que se estableció en el convento de San Isidoro de Roma, a principios del siglo XVII publicó los Annales Minorum, es decir, una recopilación de toda la documentación de la Orden, desde sus orígenes hasta los primeros años del siglo XV (los textos posteriores fue publicados por otros). En el primer volumen de los Annales recogió y publicó los escritos de san Francisco y de santa Clara. Naturalmente, se atuvo a los criterios de su época, que no estaban muy desarrollados desde un punto de vista filológico, por lo que su edición, aunque fundamental, se presta a muchas observaciones críticas.

Cuando, todavía a comienzos del siglo XX, no teníamos del Testamento de Clara más edición que la de Waddingo, eran comprensibles los motivos para plantear dudas acerca de su autenticidad, pues desde la muerte de Clara hasta ese primer testimonio documental habían transcurrido cuatro siglos. Además, en las fuentes biográficas no se alude a un Testamento dictado por Clara, y Waddingo no decía ni siquiera dónde lo había encontrado, simplemente lo llamaba un «memorial antiguo».

Después, sin embargo, se descubrieron cuatro códices fechados en los siglos XIV y XV (particularmente importante y famoso es el códice de Messina, del monasterio de las Clarisas de Montevergine, que perteneció a santa Eustoquia, y que como los otros remite a un probable origen en el scriptorium del monasterio de Monteluce en Perusa), que contenían, entre otros escritos, el Testamento de santa Clara.

El descubrimiento de nuevos códices llevó a los estudiosos a una convicción más bien difusa de la autenticidad del Testamento, a la que siguió la publicación de nuevas ediciones críticas del texto en cuestión. Ya en torno al año 1920 se hizo una en el Seraphicae legislationis textus originales, que simplemente reproducía el texto de Waddingo. Para encontrar ediciones importantes hay que llegar a 1970, con la edición de Omaechevarría y, a finales de aquella década, con la de Ciccarelli. De 1976 es la edición crítica de Giovanni Boccali, aneja a su volumen de las Concordantiae Verbales Opusculorum S. Francisci et Sta. Clarae Assisiensium, a la que han seguido otras ediciones a medida que se han ido descubriendo nuevos códices: en 1985, la de Godet, Matura y Becker, publicada en la prestigiosa colección francesa Sources Chrétiennes, y traducida al italiano en 1986. Llegamos por fin a la edición más reciente y más fidedigna del Testamento y de la Bendición, realizada también por Boccali sobre la base de 5 códices (los de Madrid, Messina, Uppsala, Urbino, Bruselas, a las que se añade el texto de Waddingo), publicada en 1989 en Archivum Franciscanum Historicum.

Aludamos rápidamente al brote más reciente de estas discusiones, que aún no han terminado. En 1995, Werner Maleczek, en un artículo publicado en la revista Collectanea Franciscana, ha negado de nuevo la autenticidad del Testamento. Este estudioso, experto en diplomática pontificia, analizando el texto del Privilegio de la pobreza de Inocencio III (tradicionalmente fechado en torno a 1215), demuestra que éste, tal como nos ha sido transmitido, no puede pertenecer a la cancillería de aquel Pontífice, pues está redactado en un estilo diferente. Estas observaciones son la parte convincente de su trabajo, pero hay que advertir, no obstante, que él no puede demostrar que no exista el Privilegio de la pobreza, sino solamente que el texto que nos ha sido transmitido no puede ser el original. Se podría pensar que el Privilegio fuera concedido verbalmente (como la aprobación inicial de la Forma vitae de los hermanos), o en una forma que no poseemos. Hay que recordar, finalmente, que se conserva una Bula original de 1228, con el Privilegio de la pobreza concedido (o confirmado) por Gregorio IX, y al menos sobre éste, del que tenemos ciertamente el original, no es posible plantear duda alguna.

Maleczek se declara convencido de que el Privilegio no existió antes de 1228 y, en particular, que no existió ninguna concesión por parte de Inocencio III. Partiendo de estas observaciones, plantea también la discusión sobre la autenticidad del Testamento, precisamente porque en éste último se habla del Privilegio de la pobreza. Su razonamiento puede resumirse de esta forma: el Privilegio de Inocencio es falso; ahora bien, en el Testamento se habla de aquel Privilegio, luego también el Testamento es falso.

Hemos indicado que, aunque algunas observaciones sobre aquel texto del Privilegio son verdaderas, la consecuencia que Maleczek extrae no es la única ni la más convincente. A quien esté interesado en profundizar en esta cuestión, lo remito a la introducción de Emore Paoli en la sección dedicada a santa Clara en las Fontes Franciscani, donde se discute y se rechaza la tesis de Maleczek. Me ha parecido oportuno citar esta discusión para que si nos encontramos con alguien que con facilidad afirma que el Testamento no es auténtico, seamos conscientes de cuáles son los términos de este debate, todavía abierto, aún no cerrado.

En cualquier caso, aquí nos atenemos a la opinión más prudente, que es la favorable a la autenticidad del Testamento de Clara, incluso porque (y aquí reproduzco la ingeniosa ocurrencia de un hermano mío de hábito) si se tratara de un texto falso, se trataría de un texto falso tan bello y tan bien construido que haría falta otra santa Clara para escribirlo.

Preguntas preliminares

¿Por qué escribió Clara el Testamento? ¿Para quién lo escribió? ¿Cómo, cuándo y en qué circunstancias? Es necesario plantear estas cuestiones para aproximarnos a nuestro texto de un modo correcto, para captar y comprender su mensaje. Hemos de señalar en seguida que las respuestas no son inmediatas: como hemos dicho, no tenemos ninguna fuente externa (ni siquiera el Proceso de Canonización y la Leyenda) que nos hable de que Clara escribió o dictó un Testamento. Sin embargo, podemos proponer algunas hipótesis basándonos en el mismo texto y en una serie de circunstancias históricas conocidas por nosotros.

En primer lugar, sugerimos una fecha de composición: el Testamento se remonta al final de la vida de Clara (¡se trata de un testamento!). Y más concretamente, según la hipótesis más verosímil, se sitúa entre la aprobación de la Regla por parte del Cardenal Rainaldo y la aprobación por parte del Papa. Sabemos en efecto que la Regla tiene como un doble marco, formado por dos aprobaciones sucesivas: el primer «marco» es la Bula del Cardenal Rainaldo, de 1252; el segundo, la bula del Papa, de 1253.

Las circunstancias de la redacción del Testamento serían pues las siguientes: Clara ha pedido la aprobación pontificia de la Regla, pero ésta no llega; ha obtenido la aprobación del Cardenal, pero aún no la del Papa, que, como sabemos, se hizo esperar mucho, hasta dos días antes de la muerte de la Santa. Durante esta espera, Clara, con la fe cierta de que su vocación y la de las hermanas es obra de Dios, interviene decididamente en primera persona dictando el Testamento, como una «memoria» de esta obra de Dios en su historia y en la de las hermanas, y por consiguiente como una confirmación importante y precisa de su voluntad, del ideal que ha guiado toda su vida y que deberá guiar la vida de todas las hermanas, si quieren ser fieles a la vocación divina. Aunque la aprobación no hubiese llegado, ¡las hermanas habrían oído su voz!

También Francisco, en la parte final de su Testamento, había querido precisar: «Y no digan los hermanos: "Ésta es otra Regla"; porque ésta es una recordación, amonestación y exhortación, y es mi testamento, que yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, os hago a vosotros, mis benditos hermanos, por esto, para que mejor guardemos católicamente la Regla que prometimos al Señor» (Test 34). Está claro en estas palabras de Francisco que él pone el Testamento junto a la Regla, para entenderla mejor. Y podemos pensar que las cosas fueran iguales para Clara: el Testamento está junto a la Regla, no como otra Regla, sino como «una recordación, amonestación y exhortación y su testamento» que ella deja a las hermanas.

Debemos tener cuidado, por tanto, y no querer encontrar en el Testamento todo lo que Clara hubiera podido decir, por ejemplo: el relato completo de su historia (¡no es una autobiografía!), o la descripción de la vida de San Damián en todos sus aspectos (¡no es una Regla!), u otras cosas. Con todo, no debemos correr el riesgo de pensar que a santa Clara no le interesa aquello que no nos ha escrito. Sería como deducir, del hecho de que san Francisco en el Testamento no haga alusión a los estigmas, que nunca los recibió. Tratando de no dejarnos condicionar demasiado por nuestras preguntas o expectativas, el propósito que nos guiará en nuestra lectura será simplemente el de comprender el mensaje que Clara ha querido comunicarnos y transmitirnos, de captar aquellas realidades y valores que ella ha querido reafirmar y recomendar por encima de todos los demás, en aquel preciso momento de su vida, en aquel contexto concreto y, también, en previsión de su muerte.

Y ahora nos planteamos otra pregunta: ¿para quién escribe Clara? Ciertamente para sus hermanas de San Damián, pero no es difícil advertir que las destinatarias del Testamento no son únicamente ellas, sino también las hermanas que «vendrán»: todas ellas están ya presentes en el espíritu de Clara, del mismo modo que junto a ella estaban ya todas presentes en el Espíritu del Señor que profetizaba en Francisco respecto de ellas (TestCl 17.39.50), hasta el punto que el discurso se dirige directamente también a ellas, junto a las hermanas que ya están presentes en San Damián (TestCl 56.79). Este hecho hay que tenerlo presente: Clara se está dirigiendo también a vosotras.



SECCIÓN PRIMERA:
NUESTRA VOCACIÓN (vv. 1-23)

La primera parte en que dividimos el texto del Testamento comprende sus primeros 23 versículos, que son como una gran introducción centrada en el tema de la vocación:

«En el nombre del Señor. Amén. Entre otros beneficios que hemos recibido y seguimos recibiendo de nuestro espléndido Benefactor, el Padre de las misericordias, y por los cuales estamos más obligadas a rendir gracias al mismo glorioso Padre de Cristo, se encuentra el de nuestra vocación; y cuanto más perfecta y mayor es ésta, tanto más es lo que a Él le debemos. Por eso dice el Apóstol: "Conoce tu vocación"» (TestCl 1-4).

Palabra clave en esta primera sección es la palabra vocación: entre los otros beneficios, nuestra vocación.

Es interesante subrayar cómo es definido Aquel que da los beneficios: Benefactor, Padre de las misericordias. Esta expresión, Padre de las misericordias, es muy estimada por Clara, que la utiliza en otros momentos (TestCl 58). Es una expresión paulina (2 Cor 1,3), como también lo es la cita «conoce tu vocación» (1 Cor 1,26).

Dios, por tanto, es el «Padre de las misericordias». Observemos que Clara comienza su discurso nombrando al Padre: evidentemente, todo lo hace salir de Él, desde el comienzo. Y después de haber nombrado al Padre, pasa a la consideración del Hijo:

«El Hijo de Dios se hizo para nosotras camino, que, de palabra y con el ejemplo, nos mostró nuestro bienaventurado padre Francisco, verdadero amante e imitador suyo» (TestCl 5).

Clara acaba de decir: «conoce tu vocación», y parece como que quiera decir: he aquí cuál es nuestra vocación, Jesús. Nuestra vocación no es ante todo nuestra vocación específica religiosa; antes que nada mi vocación, nuestra vocación es Jesús. Y esto es verdad para todo cristiano.

Pronto aparece la referencia a Francisco: el camino es Jesús, y este camino nos lo ha mostrado Francisco. Teniendo en cuenta lo que dijimos a propósito de las varias espiritualidades, vemos con claridad en estas palabras cómo Clara comprendió exactamente cuál fue el papel de Francisco. Él vino «después», y tuvo la tarea de indicar el camino, aquel camino que es sólo el Señor Jesús. Clara no sitúa a Francisco en el lugar de Jesús, pero se da cuenta de que el camino (que es Jesús) le ha sido revelado por medio de Francisco. El medio que le ha sido dado a Clara para ver a Jesús es Francisco, a quien ella reconoce como «verdadero amante e imitador de Jesús».

«Por tanto, debemos considerar, amadas hermanas, los inmensos beneficios de Dios que nos han sido concedidos, pero, entre los demás, aquellos que Dios se dignó realizar en nosotras por su amado siervo nuestro padre el bienaventurado Francisco, no sólo después de nuestra conversión, sino también cuando estábamos en la miserable vanidad del siglo» (TestCl 6-8).

En los primeros compases del Testamento Clara ha mencionado varios temas: los beneficios del Padre; entre estos beneficios, nuestra vocación; vocación que es el Hijo de Dios; el Hijo de Dios que nos ha sido mostrado por medio de Francisco. Y, en este momento, el pensamiento de Francisco le hace volver al tema de los beneficios. Empezamos a observar pronto que el modo de proceder de Clara no será el de un discurso que avanza linealmente, desarrollando un argumento después de otro, con una sucesión lógica y lineal. La conexión entre los conceptos es, por el contrario, de tipo circular, por asociación de imágenes o de palabras, y esto mismo es lo que sucede en el Testamento de Francisco. Es necesario dejarse conducir por este procedimiento, si queremos captar la lógica profunda que lo guía.

Al llegar a la consideración de los beneficios recibidos del Padre por medio de Francisco, el pensamiento de Clara retrocede a los inicios, sellados por la presencia de Francisco:

«En efecto, cuando el Santo no tenía aún hermanos ni compañeros...» (TestCl 9).

Notad bien: Francisco «no tenía aún hermanos ni compañeros». ¿Qué quiere decir? Quiere decir que, según Clara, antes incluso de la Orden de los Hermanos Menores, en la mente de Francisco había nacido la Orden de las Hermanas Pobres. Aquí Clara está reafirmando una primogenitura, un nacimiento de las hermanas antes del nacimiento de los hermanos; su vocación no es un «además de», como unida a la de los hermanos, sino que hunde sus raíces en los comienzos mismos del camino y del proyecto de Francisco, cuando él «no tenía aún hermanos ni compañeros».

Podemos distinguir aquí, en estos primeros compases del Testamento, uno de los fines por los que Clara lo ha escrito: quiere unir con doble hilo la propia vocación y la propia identidad a la de Francisco y los suyos, precisamente reivindicando casi una primogenitura. Cuando Clara escribe estas palabras, existe un contexto histórico que hace urgente esta referencia a Francisco, referencia que hallaremos constante y decidida a lo largo de todo el Testamento: en el momento en que Clara escribe, de hecho, se debate de muchas formas y se discute que sea «un solo y mismo espíritu» (2 Cel 204) el que ha animado a hermanos y las hermanas. Clara, entonces, siente el deber de reafirmar con fuerza esta convicción, para confirmar, en el Espíritu del Señor, la verdad y la autenticidad de la propia vocación: se remonta a los comienzos y apela ni más ni menos a la indiscutible autoridad de Francisco que, en 1252, cuando Clara escribe, es ya san Francisco. Puede ser útil recordar estas cosas, para comprender cómo es posible que, en el Testamento, Francisco sea nombrado muchas veces, mientras en las Cartas aparece menos: probablemente uno de los motivos es precisamente el contexto particular y diverso en el que Clara está escribiendo ahora.

«En efecto, cuando el Santo no tenía aún hermanos ni compañeros, casi inmediatamente después de su conversión, y mientras edificaba la iglesia de San Damián, en la que había experimentado plenamente el consuelo divino y se había sentido impulsado al abandono total del siglo...» (TestCl 9-10).

Este inciso sobre lo que sucedió en San Damián es de gran importancia incluso para los comienzos de Francisco, por cuanto es un testimonio autorizado sobre el hecho de que en San Damián ocurrió en él algo tan grande que cambió el curso de su vida. En el ámbito de los estudios franciscanos, el episodio del Crucifijo de San Damián ha sido puesto en discusión, y hay quien duda que haya sido tan importante como nos dicen los biógrafos. Esta duda se basa en el convencimiento de que para hablar de la experiencia de Francisco nos debemos ceñir a lo que él mismo cuenta en el Testamento, y dado que allí no se narra este episodio, se extraen las obvias consecuencias. Como dijimos antes, este criterio es muy discutible; a pesar de todo, sobre esta base hay quien pone en discusión no sólo la importancia, sino incluso la historicidad del episodio de San Damián. Por otra parte, el hecho de que Celano no hable de él en la Vita I, sino sólo en la Vita II, escrita posteriormente, parecería confirmar la opinión de quien lo pone en discusión.

Ahora bien, en estas palabras del Testamento tenemos por el contrario un testimonio absolutamente de primera mano: aquí no se trata de una persona cualquiera que habla de Francisco, sino de Clara misma. Y ella une San Damián con la visita del Señor «en la que había experimentado plenamente el consuelo divino y se había sentido impulsado al abandono total del siglo»: ¡en verdad, no es poco! La autoridad de este texto es decisiva para confirmar e incluso recalcar la importancia que tuvo en la vida de Francisco este episodio, relatado por sus biógrafos.

En la Leyenda de los Tres Compañeros (que, centrando la atención sobre todo en los años de la conversión de Francisco y en los orígenes de la primera fraternidad, es entre las biografías la más detallada sobre estos acontecimientos) encontramos el episodio de San Damián relatado casi idénticamente a como lo hace Clara, con el mismo espíritu, e incluso con las mismas palabras:

«Continuando con otros trabajadores la obra a que nos hemos referido lleno de gozo espiritual y con voz bien puesta, clamaba dirigiéndose a los que vivían y pasaban cerca de la iglesia, y les decía en francés: "Venid y prestadme ayuda en la obra de la iglesia de San Damián, que ha de ser monasterio de señoras, con cuya fama y vida será glorificado en la Iglesia universal nuestro Padre que está en el cielo". ¡Es de admirar cómo, lleno de espíritu profético, predijo verdaderamente el futuro! Porque éste es el lugar sagrado donde la gloriosa Religión y preclarísima Orden de las señoras pobres y vírgenes santas tuvo su feliz comienzo por mediación del bienaventurado Francisco, a los seis años apenas de su conversión» (TC 24).

Aunque de forma más concisa, también Celano relata el mismo hecho en la Vita II (2 Cel 13). ¿Qué relación guardan entre sí estos textos? Con otras palabras: ¿es Clara la que depende de Celano, de la Leyenda de los Tres Compañeros, o de otras fuentes comunes, o son ellos los que dependen de Clara? La discusión está todavía abierta. Una hipótesis interesante, que me parece convincente, es la que sostiene que el grupo de los Compañeros (y las fuentes cercanas) es «deudor» de Clara y de su comunidad. Según esta hipótesis, San Damián, después de la muerte de san Francisco, se habría convertido en un punto de referencia importante para sus compañeros, y más concretamente para aquel grupo tal vez más crítico con la dirección que estaba tomando la Orden.

Refuerza esta hipótesis el testimonio de Ubertino da Casale quien, aunque sea cerca de 70 años después, habla de algunos «rótulos» de fray León -sus testimonios escritos- conservados en San Damián, por tanto confiados a Clara y a sus hermanas. Para no añadir más, a la muerte de Clara, junto a su cabecera se encuentran fray León y fray Ángel, además de fray Junípero que ya estaba presente (LCl 45): son signos e indicios de una comunicación y de un contacto frecuente con Clara por parte de los primeros compañeros de Francisco, que son aquellos a los que se referirán, en el conjunto de las Fuentes, la tradición llamada de «los espirituales» y las biografías de Francisco consideradas «no oficiales» (es decir: la Leyenda de Perusa, el Espejo de Perfección, el Anónimo de Perusa, la Leyenda de los Tres Compañeros).

Este grupo, que constituye la «rama» más crítica dentro de la Orden en las confrontaciones con la evolución institucional entonces en curso, habría pues encontrado su apoyo nada menos que en Clara, la cual, encerrada en la «fortaleza de la pobreza» de San Damián, custodiaba con fidelidad y coraje -aunque de forma discreta y consciente de no sobrepasar los propios límites- el carisma de Francisco. En este contexto, también la lucha de Clara por la pobreza asume un significado que no es sólo «suyo», para ella y para San Damián, sino que resurge con todo su valor dentro de toda la familia franciscana.

«Inundado de gran gozo e iluminado por el Espíritu Santo, profetizó acerca de nosotras lo que luego cumplió el Señor» (TestCl 11).

«Iluminado por el Espíritu Santo»: nuestro texto comenzaba hablando del Padre, a continuación centraba la atención en el Hijo hecho camino para nosotros, y ahora -al final de esta ascensión trinitaria- evoca la iluminación del Espíritu. Francisco, además de ser aquel que indica y enseña el camino, es también el profeta que lleva y anuncia las palabras del Espíritu Santo.

«Encaramándose sobre el muro de dicha iglesia, decía en francés y en alta voz a algunos pobres que vivían en las proximidades...» (TestCl 12).

¡Francisco cuando está lleno de alegría -de aquella alegría que es fruto del Espíritu- habla en francés! Es un rasgo simpatiquísimo, típico y original de Francisco, que conocemos también por otras fuentes (cf. 1 Cel 16; TC 10; EP 93) y que aquí es referido por la misma Clara. Pequeñas alusiones como esta a menudo vienen a confirmar la verdad de un testimonio, porque sería imposible inventarlas.

«Venid y ayudadme en la obra del monasterio de San Damián, pues con el tiempo morarán en él unas señoras, con cuya famosa y santa vida religiosa será glorificado nuestro Padre celestial en toda su santa iglesia» (TestCl 13-14).

Dice el Evangelio: «Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que, al ver vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Aquí el dar gloria al Padre celestial se dice de esta «buena obra» que será la vida de Clara y de las hermanas.

Recordando este episodio, Clara vuelve a contemplar la grandeza de la bondad del Padre:

«Podemos ver aquí la copiosa benignidad de Dios en nosotras: por su abundante misericordia y caridad tuvo a bien decir estas cosas por medio de su Santo sobre nuestra vocación y elección. Y nuestro beatísimo padre Francisco profetizó de este modo no sólo acerca de nosotras, sino también de aquellas otras que habrían de seguir la santa vocación, a la que nos llamó el Señor» (TestCl 15-17).

Dios inspiró a su Santo aquellas palabras. Clara expresa la convicción de que las palabras con las que Francisco profetizaba su vocación y la de las hermanas eran en verdad palabras del Espíritu Santo. Vuelve aquí el tema de la vocación, en torno al cual, como hemos visto, gira todo el discurso de la primera parte del Testamento.

Advirtamos una vez más la apertura del pensamiento de Clara a las «otras» hermanas, es decir, a aquellas que «habrían de seguir la santa vocación»: según Clara, las palabras proféticas de Francisco incluían ya a todas aquellas que el Señor iría llamando a lo largo de los siglos. También vuestra llamada hoy ahonda sus raíces, no después sino junto a la de Clara, en las palabras inspiradas de Francisco.

«¡Con cuánta solicitud, pues, y con cuánto empeño de alma y de cuerpo no debemos guardar los mandamientos de Dios y de nuestro padre [Francisco] para que, con la ayuda del Señor, le devolvamos multiplicado el talento recibido!» (TestCl 18).

«Devolver el talento» es la respuesta que, siguiendo el discurso de Clara, nace de haber considerado nuestra vocación. Clara, refiriéndose a la parábola del Evangelio (Mt 25,14-30), se expresa con la imagen de los talentos recibidos que hay que devolver, una imagen que había impresionado también a Francisco: «Dichoso el siervo que restituye todos los bienes al Señor Dios, porque quien se reserva algo para sí, esconde en sí mismo el dinero de su Señor Dios, y lo que creía tener se le quitará» (Adm 18,2). Restituir, para Francisco, presupone ante todo el darse cuenta de que cuanto poseemos lo hemos recibido: es la alegría de este descubrimiento lo que le empuja a devolver, a restituir cuanto se recibe.

La parábola de los talentos expresa bien esta necesidad de restitución, tan viva en el alma de Francisco. Él la cita también en la Carta a todos los Fieles, en la pequeña escena del moribundo impenitente, diciendo; «Y todos los talentos, y el poder, y la ciencia, que creía tener, le serán arrebatados» (2CtaF 83-84). Aquí los talentos recibidos son arrebatados violentamente a aquel que ha rechazado restituirlos, el cual acaba siendo maldecido también por sus familiares, que le reprochan no haber acumulado todo lo que hubiera podido en favor de ellos. Además del daño, se da también la mofa para quien ha retenido para sí los talentos recibidos.

Precisamente en este contexto de restitución a Dios de los talentos recibidos se sitúa la exhortación de Clara que concluye la primera parte del Testamento:

«Porque el mismo Señor nos ha puesto como modelo [forma] que sirva de ejemplo y espejo no sólo a los otros, sino también a nuestras hermanas, a las que llamará el Señor a nuestra vocación, para que también ellas sirvan de espejo y ejemplo a los que viven en el mundo. Así pues, ya que el Señor nos ha llamado a cosas tan grandes, a que puedan mirarse en nosotras las que son para los otros ejemplo y espejo, estamos muy obligadas a bendecir y alabar a Dios, y a confortarnos más y más en el Señor para obrar el bien. Por lo cual, si vivimos según la sobredicha forma, dejaremos a los demás un noble ejemplo y con un brevísimo trabajo ganaremos el premio de la eterna bienaventuranza» (TestCl 19-23).

Aquí se evoca un luminoso juego de espejo y de reflejos: unas reflejan la luz a las otras, para iluminar a aquellos que viven en el mundo. Esta es la forma con que Clara invita a las hermanas a restituir a Dios los talentos recibidos: ser ejemplo para los otros. Que el ejemplo sea restitución es una verdad también para Francisco, que habla de un pacto de restitución entre el mundo y sus hermanos (cf. 2 Cel 70): el mundo mantiene a sus hermanos con la limosna y los hermanos deben dar a cambio buen ejemplo (y si el ejemplo viniese a menos, Francisco advertía a sus hermanos que disminuiría también la limosna por parte del mundo). La restitución de los talentos por medio de la ejemplaridad parece emerger sin embargo en el Testamento precisamente como tarea específica de Clara y de sus hermanas, unas en relación a las otras, y posteriormente todas juntas en relación al mundo.

En el v. 19 Clara usa la palabra latina forma, que es traducida como «modelo», pero que tiene un significado más rico, difícil de traducir a nuestra lengua. Clara habla de forma sólo en referencia a sí, no en referencia a todas las demás hermanas, para las que usa sólo la expresión «espejo y ejemplo». Es una diferencia interesante y muy significativa: todas las hermanas serán ejemplo y espejo, pero forma es sólo Clara, de modo que la «forma de vida» es encarnada, identificada en la persona de Clara. El carisma es suyo propio: ella es, como dirá la antífona, forma sororum, forma de las hermanas.

El tema del espejo aparece más veces en los escritos de santa Clara. En el Testamento aplica esta imagen a sí misma y a las hermanas; en las Cartas, en cambio, el espejo es Cristo. En la Carta IV Clara describe un espejo que hay que contemplar en tres niveles; en lo alto está la pobreza del pesebre, en el centro está la vida pública de Jesús, hecha humildad, pobreza, innumerables trabajos y penalidades, y bajo se contempla la infinita caridad de la pasión; pero es un espejo al que hay que escuchar, porque «el mismo espejo, colocado en el árbol de la cruz, se dirigía a los transeúntes para que se pararan a meditar: ¡Oh vosotros todos, que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor!» (4CtaCl 24-25).

El espejo era una imagen bastante habitual en el lenguaje espiritual de la época: piénsese en el título de una de las biografías de Francisco, el Espejo de Perfección, o en toda la literatura llamada de los specula, es decir, de los espejos, que presentaba los modelos de perfección. En las aplicaciones diversas que Clara hace de esta imagen (unas veces es Jesús, otras ella misma y las hermanas) se pueden notar algunas características interesantes. El espejo del que ella habla no es simplemente una superficie reflectante, donde puedo mirar mi imagen; el espejo de Clara refleja al Señor en los misterios de su vida, y si yo «me espejo» no es la imagen del espejo la que se conforma a mí, como sucede normalmente, sino que es mi imagen la que se conforma con la del Señor. ¡Es, sin duda, un espejo singular! Allí veo no mi rostro, sino el de Cristo, pero no es un cuadro o un icono: es un espejo y, por tanto, me refleja también a mí; dentro está Él, pero también yo. Este espejo expresa, pues, la referencia a Cristo, pero también cierta referencia a nosotros; y está claro que ser espejo para los demás significará reflejarles el rostro del Señor. Se entiende entonces que también Clara con sus hermanas pueda ser espejo, pero siempre espejo de Cristo, porque es esta la imagen que ellas reflejan a quien sabe entender su ejemplo de vida.



SECCIÓN SEGUNDA:
LA MEMORIA DE LOS ORÍGENES (vv. 24-36)

Del v. 24 al v. 36 podemos identificar una segunda sección: el discurso de Clara regresa al principio y vuelve de nuevo a los «orígenes», pero relatando ahora su propia vocación personal.

«Una vez que el Altísimo Padre celestial... se dignó, por su misericordia y gracia, iluminar mi corazón para que... hiciese yo penitencia...» (TestCl 24).

Espontáneamente nos viene el hacer un paralelo con el comienzo del Testamento de Francisco: «El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia...». Advirtamos, en los dos textos, cómo su comienzo hace referencia a una tercera persona: ¿quién es el sujeto? Si yo escribiera mi testamento, supongo que el comienzo sería: «Yo he comenzado así...», y la primera palabra sería «yo». La primera palabra de Francisco y de Clara, por el contrario, es «el Señor» o «el Altísimo Padre celestial». Este comienzo es suficiente para cambiarlo todo, para verlo todo en una perspectiva nueva: relato mi historia, pero mi historia es historia de Dios: ¡el sujeto es Él! Y lo que Él obra en nuestra vida es gracia y misericordia.

Incluso la expresión «hacer penitencia», usada por Clara, nos remite al Testamento de Francisco. Es una expresión sintética que Francisco -y también Clara- usa para resumir toda su vida de conversión. No tiene el sentido de hacer «penitencias» o ayunos (¡que sin duda se darán!), sino que indica una realidad más importante y global que abarca toda la existencia. «Hacer penitencia» es la vida cristiana convertida, que significa -como afirma acertadamente K. Esser- «la conversión del hombre de la vida referida a su propio yo a una vida completamente sometida a la voluntad y al reinado de Dios» (La Orden franciscana. Orígenes e ideales, Aránzazu 1976, 272). El mismo significado se encuentra en la primera Carta a todos los Fieles, con dos pequeños capítulos que tratan respectivamente de la vida cristiana y de la vida no cristiana, y que llevan como título: «Los que hacen penitencia» y «Los que no hacen penitencia».

«... después de la conversión de nuestro beatísimo padre Francisco..., para que, a ejemplo y según su doctrina...» (TestCl 24).

Ya en el v. 18 apareció por primera vez el acercamiento «Dios-Francisco» a propósito de «los mandamientos de Dios y de nuestro padre». Ahora se atreve, por añadidura, a usar la misma palabra, «padre», para Uno y para otro: «el altísimo Padre celestial» y «nuestro beatísimo padre Francisco». ¿Quién es padre? Clara, en este continuo acercamiento, muestra una desenvoltura que sorprende: Padre es el Uno y padre es también el otro. Se puede suponer que a Francisco no le habría gustado mucho sentirse llamado padre de esta forma: él mismo, citando el Evangelio, había afirmado (1 R 22,34) que entre sus hermanos ninguno debía hacerse llamar padre. Me parece que Clara era de otra opinión. Para ella, la paternidad divina se había manifestado a través de la mediación humana de Francisco, y por esto lo podía llamar «padre», reconociéndolo como signo concreto («sacramento», casi podríamos decir) del único Padre celestial.

«Poco después de la conversión de nuestro beatísimo padre Francisco..., voluntariamente le prometí obediencia, juntamente con las pocas hermanas que el Señor me había dado a raíz de mi conversión, según la luz de la gracia que el Señor nos había dado por medio de su vida maravillosa y de su doctrina» (TestCl 25-26).

Francisco, en la Regla no bulada, que es la que más de cerca nos remite a la primera fraternidad, dice: «Y ninguna mujer en absoluto sea recibida a la obediencia por algún hermano, sino que, una vez aconsejada espiritualmente, haga penitencia donde quiera» (1 R 12,4). La norma es clara y no abre puertas a ninguna duda: «ninguna mujer en absoluto». Si se entiende que «ser recibido a la obediencia» significaba entrar a formar parte de la fraternidad a todos los efectos, comprendemos que esta prohibición de Francisco fue dictada, bien calculado todo, por el sentido común.

Pero aquí Clara afirma: «voluntariamente le prometí obediencia». Existe un contraste innegable entre la norma de la Regla y lo que sucedió. Ningún hermano podía recibir una promesa de este género, pero Francisco hizo una evidente excepción con Clara. Desde el principio y más aún después de la muerte de Francisco, es evidente que las hermanas tenían una autonomía completa; a pesar de esto, nada niega la afirmación fuerte y precisa de Clara, según la cual ella fue acogida dentro de la Orden, y no ella sola, sino que junto con ella también las primeras hermanas que el Señor le había dado.

Notemos también la belleza de la expresión: «libremente le prometí obediencia», donde se dan juntas la libertad y la obediencia, expresando bien un rasgo típico del voto de obediencia.

«Y el bienaventurado Francisco gozó mucho en el Señor al ver que, aun siendo nosotras débiles y frágiles corporalmente, no rehusamos indigencia alguna, ni pobreza, ni trabajo, ni tribulación, ni ignominia, ni desprecio del mundo, sino que más bien considerábamos todas estas cosas como grandes delicias, según lo había comprobado frecuentemente examinándonos a la luz de los ejemplos de los Santos y de sus propios hermanos» (TestCl 27-28).

Es un fragmento interesante: Francisco parece no fiarse rápidamente de estas jóvenes «principiantes», y siente la exigencia de imponerles una especie de período de verificación, concluido el cual no puede menos que «constatar» su solidez, como recuerda Clara, con un rasgo de santo orgullo.

Estamos en los comienzos de la aventura de Clara, en el tiempo inmediatamente después de su fuga de casa; en esta situación Clara recuerda una intervención de Francisco:

«Y movido a piedad para con nosotras, se comprometió a tener, por sí mismo y por su religión, un cuidado diligente y una solicitud especial en favor nuestro, como si de sus hermanos se tratara» (TestCl 29).

Aquí el texto retoma casi literalmente lo que llamamos la Forma vitae, dada por Francisco a Clara y reproducida por ésta en el capítulo VI de su Regla: «Ya que, por divina inspiración, os habéis hecho hijas y siervas del altísimo sumo Rey Padre celestial y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio, quiero y prometo dispensaros siempre, por mí mismo y por medio de mis hermanos, y como a ellos, un amoroso cuidado y una especial solicitud» (RCl 6,3-4). A estas palabras Clara misma le da el título de «forma de vida», pero hemos de admitir que se trata de un texto muy singular. De hecho, a continuación de la primera parte, muy importante, estructurada de forma trinitaria (ser hijas y siervas del Padre, esposas del Espíritu Santo, seguir el santo Evangelio, que es Jesús), el sentido de la «forma de vida» se puede resumir sencillamente en que Francisco les dice: «me ocuparé de vosotras». Para explicar esta aparente extrañeza, creo que es plausible plantear la hipótesis de que la forma de vida completa fuera un texto más amplio, del que Clara, en la Regla y aquí en el Testamento, recuerda sólo una parte, porque en aquel momento deseaba vivamente en su corazón reafirmar, de modo particular, el vínculo con la Orden de los hermanos.

«Y así, por voluntad del Señor y de nuestro beatísimo padre Francisco, fuimos a morar junto a la iglesia de San Damián; y en este lugar el Señor, por su misericordia y gracia, nos hizo crecer en número en breve espacio de tiempo, para que así se cumpliera lo que el Señor había predicho por su Santo» (TestCl 30-31).

Evidentemente es la profecía que está en función de la realidad; pero es muy hermoso observar cómo Clara habla de su vocación y de la vocación de sus hermanas casi como si estuvieran en función de la profecía de Francisco: ¡para dar cumplimiento a la profecía de Francisco, Dios multiplica las hermanas! En Clara emerge con fuerza la conciencia de que toda esta historia es obra de Dios.

«Pues antes habíamos permanecido en otro lugar, aunque por poco tiempo» (TestCl 32).

Destacamos esta anotación importante sobre la permanencia «en otro lugar», que sabemos que fue primero San Pablo de las Abadesas y después Santo Ángel de Panzo. Evidentemente, aunque desde los comienzos se diera la indicación profética de San Damián («aquí vendrán a habitar mujeres»), no todo fue tan rápido, y antes de llegar a establecerse en aquel lugar, hubo un camino que recorrer. ¿Qué significado hay que dar a estos «pasos»?

Un primer motivo pudo ser la seguridad inmediata, disfrutando de la protección y del derecho de asilo garantizados por el monasterio: recordemos, en efecto, el episodio de los caballeros parientes de Clara que se llegaron pronto a San Pablo de las Abadesas intentando llevársela, y que fueron disuadidos por la firme resolución de ella, pero probablemente también porque se encontraban en un lugar sagrado y en un monasterio poderoso.

Pero se puede señalar otro significado más profundo: estos «pasos» constituyen para Clara una especie de confrontación con las formas tradicionales de vida monástica y con las nuevas formas de vida religiosa femenina de la época: no por casualidad las etapas en cuestión son, primero, un monasterio benedictino (San Pablo) y, después, un «reclusorio» -o algo similar- de mujeres penitentes (Santo Ángel), es decir, respectivamente el planteamiento más tradicional y el más reciente de la vida religiosa femenina. Clara, pues, antes de comenzar una experiencia completamente nueva en el seno de la Iglesia, se confronta con la realidad eclesial contemporánea a ella y con las propuestas de vida religiosa en acto.

Finalmente, este momento tiene también el sentido de un «período de verificación» por parte de Francisco y de sus hermanos, como ya habíamos intuido en las palabras de Clara: se trata de una verificación que confirme la vocación de Clara y las hermanas, las cuales son luego recibidas a la obediencia.

Hay que señalar aquí la reciprocidad de esta promesa: la promesa de obediencia de Clara con relación a Francisco, encuentra su respuesta en el compromiso de Francisco de tener por las hermanas «cuidado y especial

«Luego nos escribió la forma de vida, [insistiendo] sobre todo en que perseverásemos siempre en la santa pobreza. Y no se contentó con exhortarnos durante su vida por medio de muchas pláticas y ejemplos al amor y a la observancia de la santísima pobreza, sino que nos consignó algunos escritos, para que de ninguna manera nos apartáramos de ella después de su muerte, como nunca quiso el Hijo de Dios separarse de la misma santa pobreza mientras vivió en este mundo» (TestCl 33-35).

Clara habla de «algunos escritos» de Francisco: nosotros sentimos una cierta pena pues no nos han llegado; muchos alimentan aún la esperanza de que puedan hallarse algún día. ¿Quién sabe dónde han ido a parar? A este respecto, existe una hipótesis muy interesante: estas enseñanzas de Francisco las poseemos ya, sin que lo sepamos, pues están «escondidas» en la Regla de Clara. Según esta hipótesis, Clara no perdió ninguna de las «muchas enseñanzas escritas»: de otra forma ¿cómo hubiese podido decir el Papa, en la Bula de aprobación de la Regla: «la forma de vida que os legó el bienaventurado Francisco y que vosotras aceptasteis de buen grado», y el cardenal Rainaldo concretó con estas palabras: «la forma de vida... que tanto de palabra como por escrito os enseñó a observar el bienaventurado padre san Francisco» (RCl Pról. 5.16)?

Pongamos un ejemplo sobre dónde pueden estar escondidos estos textos: cuando Clara habla de cómo debe ser la madre abadesa (cf. RCl 4,9-13; 10,4-5), nos parece oír la voz de Francisco cuando describe la figura del ministro general (cf. 2 Cel 184-186). Se puede suponer entonces que Francisco trasmitió su pensamiento a Clara, bajo la forma de «enseñanza escrita». Y como éste, muchos otros, que sería interesante sacar a la luz.

Clara indica con mucha precisión el fin de las enseñanzas escritas de Francisco: actuar de tal forma que, después de su muerte, ella y las hermanas no se alejen nunca de la santa pobreza. Para Clara, observar la Regla significa permanecer en el amor y la observancia de la pobreza: la «forma de vida» es la pobreza, la pobreza del Hijo de Dios, puesto que «nunca quiso el Hijo de Dios separarse de la misma santa pobreza mientras vivió en este mundo».

En perfecta sintonía con estas palabras de Clara y casi como síntesis de las enseñanzas de Francisco, está su Última voluntad, inserta también en el capítulo VI de la Regla: «Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza. Y estad muy alerta para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de quien sea». Estas palabras y el ejemplo de Francisco están esculpidos en la memoria de Clara, que puede decir con seguridad:

«Y tampoco nuestro beatísimo padre Francisco, imitando las huellas del Hijo de Dios, su santa pobreza, la que escogió para sí y sus hermanos, se desvió de ella en modo alguno ni con el ejemplo ni en la doctrina, durante su vida terrena» (TestCl 36).

Con estas palabras termina la segunda sección del Testamento, que podemos titular: «la memoria de los orígenes». Cuando hablamos de «hacer memoria», en el sentido que nos enseña la Biblia, entendemos algo más que el simple recordar: es volver a las cosas del pasado para encontrar allí una fuerza y una presencia que lo sean también para hoy. Se trata de una actitud importante, que manifiesta la fe característica del cristiano: si Dios se ha hecho hombre y ha mezclado su historia con la del hombre, cuando quiero buscar a Dios y reconocer sus signos, no debo mirar al cielo, sino a la tierra, a mi historia, y allí reconocer la acción del Señor. Éste es el significado de «hacer memoria», y esto es lo que hace Clara: relata sus comienzos, su historia, para reconocer en ella los inmensos beneficios de Dios.



SECCIÓN TERCERA:
LA SANTA POBREZA (vv. 37-55)

Distingamos ahora una tercera sección (vv. 37-55), en la que se describe con claridad la que parece ser la intención de fondo del mismo Testamento y su argumento principal. Los últimos fragmentos de la sección precedente, con el reclamo a la «forma de vida», ya habían centrado la atención sobre la pobreza, pero ahora entra Clara en escena con decisión:

«Así pues, yo, Clara, sierva, aunque indigna, de Cristo y de las hermanas pobres del monasterio de San Damián, y plantita del santo padre, considerando con mis otras hermanas nuestra profesión tan altísima y el mandato de tan gran padre, y también la fragilidad de las otras, fragilidad que nos temíamos en nosotras mismas después de la muerte de nuestro padre san Francisco, que era nuestra columna y nuestro único consuelo después de Dios, y nuestro apoyo...» (TestCl 37-38).

Lo primero que queremos advertir es cómo Clara se define a sí misma: no girando en torno a sí, sino con relación a otros. Ella es sierva de Cristo, sierva de las hermanas, plantita del padre santo. Cristo, las hermanas y Francisco son los tres términos en relación con los cuales Clara se define, los horizontes dentro de los que ella se comprende. Cristo se encuentra ciertamente en el primer lugar, y después vienen las hermanas. Es interesante, sobre este particular, seguir una vez más la mirada de Clara que nos empuja hacia delante, porque sabe que vendrán otras después de ellas (es muy fuerte su conciencia de «fundadora», como sobresale en el Testamento) y, sintiéndose ahora próxima a la muerte, piensa en todas, con urgencia materna, pues se siente sierva de todas: teme la fragilidad de ellas (cuyas primeras señales no faltaban en la comunidad de San Damián), y se preocupa de cómo apoyarlas, para que a ninguna le falte la fuerza de perseverar en el camino de la pobreza.

La tercera referencia es Francisco, de quien Clara se define como «plantita», imagen de profunda eficacia y poesía. Francisco es para ella el jardinero, que la ayuda a crecer en la vida del Espíritu. Es preciso advertir, sin embargo, que el papel de Francisco no es definido sólo con relación a Clara, sino en función de toda la pequeña comunidad de San Damián: para todas ellas es el «santo padre», es «nuestra columna y nuestro único consuelo después de Dios, y nuestro apoyo». San Pablo, en la primera carta a Timoteo, define la Iglesia como «columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3,15): Clara, aplicando estas palabras a Francisco, nos da el sentido de esta presencia singularmente importante junto a Dios (ya hemos destacado el acercamiento entre Dios Padre y el padre Francisco), más aún, remite a un Francisco que es en cierto modo, para Clara y las hermanas, aquel que hace presente y concreta la paternidad de Dios en sus vidas.

«Voluntariamente nos comprometimos una y otra vez con nuestra señora la santísima pobreza, a fin de que ni las hermanas actuales ni las futuras puedan en manera alguna separarse de ella después de mi muerte» (TestCl 39).

«Voluntariamente nos comprometimos...»: ¿libres u obligadas? Vuelve aquí, incluso de una manera más fuerte, el mismo contraste aparente del v. 25: «voluntariamente le prometí obediencia». El compromiso que Clara toma es sentido como algo profundamente libre y, a la vez, como una obligación: estos dos aspectos son inseparables. En efecto, el compromiso del voto de obediencia es tal que, si por una parte expresa el vincularse de mi libertad, y por tanto se configura como una obligación, al mismo tiempo es el fruto mayor de esta libertad mía, que elige empeñarse total y definitivamente.

«Con nuestra señora la santísima pobreza»: he aquí la pobreza de la que habla Clara: es la domina nostra, «nuestra señora», y a ella se obliga. La idea que está en la base de esta definición pertenece profundamente a la cultura medieval: es la de la relación del vasallo con el señor, relación que se caracteriza por basarse en una relación de estrecha confianza. De hecho, toda la trama de la sociedad feudal del Medioevo, a diferencia de la nuestra, se construye sobre relaciones personales de este tipo: no conoce un «derecho», conoce en cambio el «privilegio». Es decir, el particular no posee ningún derecho por sí mismo; sino que en el momento en que se confía a un señor, éste le concede privilegios. Mientras que a nosotros la palabra «privilegio» no nos gusta mucho, porque nos parece que define una injusticia, es importante tener presente que en el mundo en el que vivieron Clara y Francisco el privilegio es expresión de la relación personal entre el vasallo y el señor, al que se confía y «se obliga», y que se convierte en «su» señor; el acto del vasallaje era normalmente sellado con un juramento.

El actual gesto de profesión en la forma llamada professio in manibus, que consiste en arrodillarse ante el superior o la abadesa, y colocar las propias manos juntas entre las suyas, tiene aquí su origen: era el gesto del vasallo ante de su señor, gesto que expresa la libre entrega de sí en manos de otro. Este rito de origen feudal fue utilizado por las órdenes mendicantes en lugar de los ritos de profesión que habían estado y todavía estaban en uso entre los monjes: expresaba bien el hecho de confiarse la persona a una comunidad, «obligándose» con este tipo de relación personal.

Las palabras de Clara evocan, pues, este tipo de lazo: la señora hacia la cual ella siente que ha tomado un compromiso, y un compromiso de este género, es la santísima pobreza. Y Clara desea que, como ella, también las hermanas que le sucedan tengan siempre delante de los ojos la imagen de esta señora a la que se han «obligado», para permanecer siempre fieles a ella, hasta el final.

«Y así como yo fui siempre diligente y solícita en observar la santa pobreza que prometimos al Señor y a nuestro padre Francisco, y en hacer que las demás la observaran, del mismo modo las que me han de suceder en el oficio quedan obligadas a observarla y a hacerla observar a las otras» (TestCl 40-41).

Y prosigue:

«Más aún, para mayor cautela, me preocupé de que el señor papa Inocencio, en cuyo pontificado comenzó nuestro género de vida, y otros sucesores suyos reforzaran con sus privilegios nuestra profesión de santísima pobreza, que prometimos al Señor y a nuestro bienaventurado padre, para que nunca y en modo alguno nos apartáramos de ella» (TestCl 42-43).

Clara se refiere aquí al Privilegio de la pobreza, que para ella, durante toda su vida, fue algo realmente importante, como única garantía de la aprobación por parte de la Iglesia romana de su «forma de vida». Para comprender su importancia, debemos recordar que desde 1218 se observaban en San Damián las Constituciones de Hugolino: éstas insisten sobre todo en la reglamentación de la vida de clausura, y son mucho más neutras en cuanto al tema de la pobreza. Clara había aceptado estas Constituciones porque poseía ya, junto a ellas, para su comunidad, el Privilegio de la pobreza, que le permitía vivir su «forma de vida». Con razón, pues, Clara conserva este documento tan importante: en él no sólo se expresa, sino que se defiende y garantiza la «forma de vida».

El texto del Privilegio reproducido en Fonti Francescane (3279) es el de Gregorio IX, que se conserva como una reliquia en el Protomonasterio de Asís, con la bula original del 17 de septiembre de 1228. En el Testamento, por el contrario, se hace referencia al Privilegio concedido por el Papa Inocencio III, que podemos situar en 1215 o, como mucho, en 1216, año de su muerte. No conservamos el original del Privilegio de Inocencio, y a propósito del texto que nos ha sido transmitido se han planteado objeciones sensatas, de las que ya hemos hablado. Nuestras observaciones, pues, deben limitarse al texto del Privilegio de 1228, que es indiscutible porque poseemos el original.

Una hermana clarisa ha observado agudamente que el Papa concedía los privilegios basándose en las solicitudes que le eran hechas, por lo que el documento pontificio que declaraba un privilegio generalmente usaba el mismo texto de la solicitud, con el añadido de una introducción y de una conclusión. En tal caso, pues, la bula del Privilegio de la pobreza, en su parte central, contendría ni más ni menos que las palabras de la solicitud que Clara con sus hermanas dirigió al Papa. Este texto es muy bello y rico, digno de ser tenido en gran consideración cuando se intenta profundizar en la espiritualidad de Clara:

«Es cosa ya patente que, anhelando vivir consagradas para sólo el Señor, abdicasteis de todo deseo de bienes temporales; por esta razón, habiéndolo vendido todo y distribuido a los pobres, os aprestáis a no tener posesión alguna en absoluto, siguiendo en todo las huellas de aquel que por nosotros se hizo pobre, camino, verdad y vida».

¡Cuántas veces debió Clara leer y releer estas palabras, y cuán grabadas debía tenerlas en su interior!

«De esta resolución no os arredráis ni ante la penuria, y es que el Esposo celestial ha reclinado vuestra cabeza en su brazo izquierdo para esforzar vuestro cuerpo desfallecido, que, con reglada caridad, habéis sometido a la ley del espíritu. En fin, en cuanto al sustento y lo mismo en cuanto al vestido, aquel que da de comer a las aves del cielo y viste los lirios del campo no os ha da faltar, hasta el día que, en la eternidad, él mismo se os dé, pasando de una a otra, esto es, cuando para mayor fruición os ceñirá estrechándoos con su brazo derecho en la visión plena de él».

Según una común interpretación alegórica del Cantar de los Cantares (2,6), la izquierda del esposo bajo la cabeza de la esposa significa la providencia del Señor que nutre en este mundo, mientras que su derecha que abraza significa el abrazo final en la eternidad. Es interesante encontrar esta imagen, que Clara tenía bien esculpida en su alma (4CtaCl 32), en el Privilegio de la pobreza, junto a otras referencias bíblicas muy queridas por ella (por ejemplo: Mt 19,21; 1 Pe 2,21; 2 Cor 8,9; cf. RCl 2,8; 8,3; 2CtaCl 7; 1CtaCl 19-20).

De esta forma se llega al núcleo central del Privilegio:

«En consecuencia, y tal como lo habéis solicitado, corroboramos con nuestra protección apostólica vuestra decisión de altísima pobreza, y con la autoridad de las presentes condescendemos a que ninguno pueda constreñiros a admitir posesiones».

¡Singularísimo privilegio, que ha plasmado toda la vida de Clara! ¡Privilegio que le concede el permiso de vivir, en el seno de la Iglesia, la altísima pobreza del Hijo de Dios! Todo lo demás, para Clara, es relativo. Aceptará también la Regla de Benito, o las Constituciones de Hugolino, ¡con tal que junto a ellas se salve el Privilegio!

Sin embargo, cuando en 1247 Inocencio IV quiso unificar los diversos monasterios de damas pobres bajo una única regla, y esta regla preveía explícitamente la posesión de bienes, ¿cómo se habría podido observar en San Damián, manteniendo válido el Privilegio? Fue entonces cuando la Santa decidió escribir una Regla, con la esperanza de verla al fin definitivamente aprobada por el sumo Pontífice.

Es verdad que la Regla de Inocencio IV tuvo el mérito de reconocer y sancionar el lazo de unión de la Orden de las Hermanas pobres con la primera Orden (¡y sabemos cuánto lo deseaba Clara!); pero ni siquiera esto convenció a Clara para aceptarla, pues le era negado lo más importante: vivir la altísima pobreza del Hijo de Dios. Para Clara la unión con la Orden, y también con la Iglesia, conduce a la observancia de la pobreza: no puede ser -aquí se toca un punto importante- un lazo que desvíe de la observancia de la pobreza. Y, puesto que el riesgo existía, sea con la Orden de los hermanos sea con la Iglesia, Clara prosigue diciendo:

«Por lo cual, de rodillas y postrada en cuerpo y alma, recomiendo todas mis hermanas, las que están y las que han de venir, a la santa madre Iglesia Romana, al sumo Pontífice y, de manera especial, al señor cardenal que fuere designado para la Religión de los Hermanos Menores y para nosotras, a fin de que, por amor de aquel Dios que pobre fue acostado en un pesebre, pobre vivió en el siglo y desnudo permaneció en el patíbulo, haga que siempre su pequeña grey, que el Señor Padre engendró en su santa Iglesia por medio de la palabra y el ejemplo de nuestro bienaventurado padre san Francisco para seguir la pobreza y humildad de su amado Hijo y de la gloriosa Virgen su Madre, guarde la santa pobreza que hemos prometido a Dios y a nuestro bienaventurado padre san Francisco, y se digne animarlas y conservarlas siempre en ella» (TestCl 44-47).

Cada santo, y diría que cada uno de los cristianos, tiene «su» Jesús, en el sentido de que cada uno capta, ama y hace suyo un aspecto particular del infinito misterio de Cristo. He aquí ahora el rostro del Jesús de Clara: es «aquel Dios que pobre fue acostado en un pesebre, pobre vivió en el siglo y desnudo permaneció en el patíbulo». Las Hermanas Pobres proponen de nuevo en la Iglesia, viviéndolo en sí mismas, el rostro pobre y humilde del Hijo de Dios. Del Hijo de Dios y, al mismo tiempo, «de la gloriosa Virgen su Madre». También en los escritos de Francisco dirigidos a Clara encontramos siempre la referencia, explícita o implícita, a María, como modelo específico para ellas. Y que Clara tuviese muy presente este modelo lo demuestra también el hecho de que en los capítulos de la Regla que citan textualmente la Regla bulada de Francisco, ella añade para sí y para las hermanas el reclamo de María (RCl 8,6; 12,12). Hoy más que nunca es precioso e insustituible este rasgo típicamente femenino y mariano que las Hermanas están llamadas a vivir en el seno de la Iglesia y de la Orden.

A partir de las palabras de Clara podemos entender que la pobreza de la que ella habla siempre no se puede identificar sólo con una virtud -aunque sea la más noble- o con el empeño ascético por conseguirla: debe ser algo más. Esta pobreza tan amada por Clara es Jesús mismo. Vivirla permite encontrarle, vivir en comunión profunda con Él, entrar en su misterio, que es misterio de abajamiento, de kenosis, o sea, de «vaciamiento» de sí, como dice el apóstol Pablo en la Carta a los Filipenses: «Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo» (Flp 2,6-7). Donde nuestra versión dice «despojó», «humilló», se debería traducir más exactamente como «vació» de sí mismo. Este aspecto del misterio de Jesús es el que Clara capta especialmente como la propia «forma de vida». Clara lo expresa en el Testamento: no quiere que nadie se equivoque sobre aquella que es su intención.

Después de haber confiado las Hermanas a la Iglesia, Clara prosigue confiándolas a la Orden:

«Y así como el Señor nos dio a nuestro bienaventurado padre Francisco como fundador, plantador y ayuda nuestra en el servicio de Cristo y en las cosas que hemos prometido al Señor y a nuestro bienaventurado padre, quien también, mientras vivió, se preocupó siempre de cultivarnos y animarnos con la palabra y el ejemplo a nosotras, su plantita, así recomiendo y confío mis hermanas, las que están y las que han de venir, al sucesor de nuestro bienaventurado padre Francisco y a toda la Religión, a fin de que nos ayuden a progresar siempre hacia lo mejor para servir a Dios y, de manera especial, para guardar mejor la santísima pobreza» (TestCl 48-51).

Así como el confiarse a la Iglesia es para que «vele siempre para que esta pequeña grey... observe la santa pobreza», de igual forma el confiarse a los sucesores de Francisco y a la Orden de los hermanos es para que «nos ayuden a progresar de continuo en el servicio de Dios, y especialmente en una mejor observancia de la santísima pobreza». Este vínculo tan fuerte con la Orden de los hermanos está -lo queremos destacar una vez más- muy elaborado y precisado, en la perspectiva de Clara. Su razón de ser no es «porque es hermoso». Es importante, pues, que nos preguntemos si la unión con la Orden y con la Iglesia es siempre para las Hermanas Pobres una ayuda para observar la pobreza: este debe ser un motivo de reflexión, para vosotras clarisas, pero también para nosotros hermanos menores.

De hecho, cada vez que la relación entre la Orden de los hermanos y las Hermanas Pobres, o entre la Iglesia y las Hermanas Pobres, se proyecta de un modo diverso de éste, se corre el riesgo de caminar por otros caminos, que pueden ser incluso interesantes, serios, buenos, útiles, pero que no nos llevan a poner todo el empeño en lo que para Clara es el elemento fundamental. Este tema complejo y delicado, que emerge a menudo en toda la historia de la Orden, merecería nuestro estudio y atención: se trata de la integridad del mismo carisma, tanto para los hermanos como para las hermanas, hoy como entonces. ¡Clara confió a la Orden también las hermanas «que vendrán».

«Pero si algún día ocurriere que las dichas hermanas abandonan el mencionado lugar y se trasladan a otro, estén obligadas, también después de mi muerte y dondequiera que se encuentren, a observar la antedicha forma de pobreza que prometimos a Dios y a nuestro beatísimo padre Francisco. Y sean muy solícitas y cuidadosas, tanto la que me sucediere en el oficio como las otras hermanas, en no adquirir o recibir en torno al dicho lugar más terreno del estrictamente necesario para un huerto en que se cultiven las hortalizas. Y si alguna vez se precisara más terreno fuera del cerco de la huerta, para el decoro del monasterio y su aislamiento, no se permita adquirir sino lo que una extrema necesidad exigiere. Y en modo algún labren ni siembren esta tierra, sino déjenla siempre virgen y sin cultivar» (TestCl 52-55).

Por medio de estas exhortaciones podemos intuir que, tal vez, la comunidad de San Damián no siempre estuvo en sintonía con la perspectiva de Clara, puesto que ella, sabiamente, prevé que después de su muerte las cosas cambiarán. Por esto, sin hacerse falsas ilusiones, continúa apuntando hacia lo esencial, que, como hemos visto extensamente, es la santa pobreza.

Es interesante advertir también el hecho de que Clara, que ha gastado toda su vida en la defensa de su ideal de pobreza, admite tranquilamente que el monasterio tenga posesiones: indicio éste de una concepción de la pobreza más realista, tal vez por ser más femenina, que la de Francisco. Ciertamente, ella está muy vigilante para que de la propiedad del monasterio donde viven no se pase a las propiedades inmobiliarias o a otras posesiones; y si Clara pone en guardia explícitamente a las hermanas es porque este riesgo era real.

Acaba aquí esta sección dedicada a la ratificación de la pobreza, caracterizada como lo especifico de la «forma de vida» de la «pequeña grey» de las Hermanas Pobres.



SECCIÓN CUARTA:
EL AMOR ENTRE LAS HERMANAS (vv. 56-79)

En la última sección se introduce otro elemento que, junto con la pobreza, parece ser lo que Clara siente más profundamente: se trata del amor fraterno, con todo lo que se refiere a las relaciones dentro de la comunidad. Pobreza y vida fraterna son los dos puntos clave que Clara quiere reafirmar, puntualizar, transmitir sin ambigüedad a las hermanas, para que «conozcan bien su vocación».

«Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a todas mis hermanas, tanto presentes como futuras, que se esfuercen siempre en imitar el camino de la santa sencillez, humildad y pobreza, como también el decoro de su santa vida religiosa, según fuimos instruidas, desde el inicio de nuestra conversión, por Cristo y por nuestro bienaventurado padre Francisco» (TestCl 56-57).

Al inicio de esta última parte del texto, Clara hace referencia aún al tema de la pobreza, definida de forma genérica como «camino de la santa sencillez, humildad y pobreza»: tres aspectos íntimamente unidos en el misterio del abajamiento de Cristo. A estos Clara añade «el decoro de su santa vida religiosa» enseñada por Francisco desde los comienzos: expresión sintética para indicar lo específico de la «forma de vida» de las hermanas.

Esta especificidad es defendida con mucha atención, para no caer en el riesgo de una vida religiosa genérica (la «hermana medio-standard»). El Derecho Canónico, cuya misión es organizar la vida consagrada en su conjunto, tiende inevitablemente a trazar una dirección válida para todos; por tanto, si por una parte es necesario que nos adecuemos a lo que la Iglesia nos pide por medio del Derecho Canónico (el cual, por lo demás, remite continuamente al derecho propio de cada congregación u orden religiosa), por otra no debemos pensar que basta eso para vivir y realizar nuestra vocación. El Derecho Canónico nos ofrece coordenadas válidas, comunes a todas las formas de vida consagrada; aun moviéndonos dentro de ellas, nos queda todo lo que constituye lo específico que hemos de vivir, y también de defender, si fuera necesario. No por el prurito de ser originales, ni mucho menos para despreciar a los demás, sino porque nuestro carisma es, usando la expresión de Clara, un talento que nos ha sido dado por el Señor para el servicio de toda la Iglesia. Empeñarse en conocer y vivir nuestra vocación con toda su especificidad es, por tanto, una cuestión de fidelidad a Aquel que nos ha llamado.

En comparación con las grandes tradiciones monásticas contemplativas, podéis reconocer en vosotras mismas, hermanas clarisas, lo que es común a todas y, al mismo tiempo, redescubrir vuestra especificidad, vuestro «corte», que será distinto del benedictino, carmelitano, etc. Es importante entonces recuperar este «camino de la santa sencillez, humildad y pobreza» como la característica específica vuestra: conscientes de que éste es el don que se os ha dado, es necesario que lo convirtáis en vuestro «hábito», en la vida concreta, porque sólo si es verdaderamente vivido este don será enriquecimiento para toda la Iglesia.

«Y de este modo, no por méritos nuestros, sino por sólo la misericordia y gracia de su generosidad, el Padre de las misericordias difundió la fragancia de la buena fama tanto para las que están lejos como para las que moran cerca» (TestCl 58).

El comportamiento al que son exhortadas las hermanas tiene, para Clara, una función ejemplar: ella usa la expresión «buena fama». En la vida y en la mentalidad de una ciudad pequeña medieval, como Asís -bastante pequeña como para que se supiese todo de todos-, la «fama pública» era un elemento muy importante. Partiendo de la mentalidad común, esta «fama» se convierte, para Clara, en perfume que se difunde. Clara señala lo que hoy consideramos una de las tareas eclesiales de la vida consagrada: en el capítulo VI de la Lumen Gentium, se habla de la vida consagrada como de un «signo» para la Iglesia y para el mundo. Clara se halla en sintonía profunda con este sentir moderno de la Iglesia, cuando exhorta a las hermanas a ser signo, a difundir el perfume de su buena fama a todos, lejanos y cercanos.

Y esto sucede «no por méritos nuestros, sino por sólo la misericordia y gracia de su generosidad, el Padre de las misericordias». En estas palabras hay como un vuelco de perspectiva: en la mentalidad común la «buena fama» se deriva de lo que uno es capaz de hacer, mientras que Clara es muy precisa al afirmar que se difunde no por nuestros méritos, sino sólo por la gracia y la misericordia de Dios. Es la actitud típicamente cristiana de aquellos que se comprometen hasta el fondo sin medida, y al final dicen: «somos siervos inútiles», muy conscientes de que todo viene de Él.

Éste es el equilibrio, nunca logrado para siempre, entre gracia y libertad, entre la acción de Dios en nosotros y nuestro empeño libre: dos elementos que la tradición católica sigue subrayando como igualmente fundamentales. No es verdad que sólo basta la gracia de Dios, porque somos libres, y no es verdad que cuente sólo nuestra libertad, porque todo procede de la gracia de Dios. Se toca aquí uno de los puntos de más difícil definición y comprensión de nuestra misma fe: el equilibrio entre gracia y libertad, en último término, es el equilibrio de la relación entre humanidad y divinidad, que con la Encarnación del Señor han sido para siempre indisolublemente unidas, pero nunca confundidas.

«Y amándoos mutuamente con la caridad de Cristo, mostrad exteriormente por las obras el amor que interiormente os alienta, a fin de que, estimuladas las hermanas con este ejemplo, crezcan siempre en el amor de Dios y en la caridad recíproca» (TestCl 59-60).

El amor recíproco: he aquí cuál es la «buena fama», el perfume que hay que difundir. Es el amor fraterno y el amor a Dios, que crecen juntos: si Jesús, cuando se le preguntó cuál es el mandamiento más importante, respondió que son dos, es porque los dos son, en verdad, uno solo. Esto brota también de nuestra experiencia; en la medida en que profundizamos nuestra relación con Dios, crece también nuestro amor por el hermano; y cuando intentamos hacer más auténtico el encuentro con los otros, encontramos una relación más verdadera, antes que nada, con Dios. Las palabras de Clara evocan precisamente esta circularidad del amor a Dios y el amor a los hermanos. No en vano ella habla de un amor que se tiene en el corazón y que se demuestra fuera con las obras: en la base existe siempre una dimensión interior, ya sea en la dirección del amor a Dios, ya sea en la del amor fraterno.

Precisamente en el contexto de este coloquio sobre el amor que debe reinar en las relaciones fraternas, Clara introduce el tema de la relación particular entre la abadesa y las demás hermanas. Es importante destacar este paso, porque nos presenta de forma correcta el servicio de la abadesa hacia las hermanas: es un servicio de la caridad, una de las formas que mejor traduce el amor a Cristo que se tiene en el corazón, o, mejor aún, uno de los instrumentos para hacer crecer en todas este amor. La relación de obediencia entre la abadesa y las hermanas está al servicio de la unión fraterna, del amor mutuo.

Clara se dirige en primer lugar a la abadesa y después a las hermanas, y esto también hay que señalarlo. Cuando Clara y Francisco hablan de obediencia, encontramos siempre esta doble dirección: hacia aquella o aquel que tiene la autoridad, y hacia aquellos que deben obedecer. Es muy hermoso e importante: el modo de obedecer y, por otra parte, el modo de ejercer el servicio de la autoridad son dos aspectos complementarios e indisolubles de una relación que implica deberes tanto de una parte como de otra.

«Ruego también a la que me sucediere en el gobierno de las hermanas, que se esmere en ser la primera más por las virtudes y santas costumbres que por el oficio; de modo que las hermanas, movidas por su ejemplo, la obedezcan, no sólo en razón del oficio, sino más bien por amor» (TestCl 61-62).

Una primera llamada fuerte a aquella que gobierna a las hermanas: la llamada a suscitar con el propio comportamiento la respuesta de la obediencia, para que sea una respuesta de amor. Una tal respuesta de amor nacerá únicamente ante una propuesta de amor.

«Y sea también próvida y discreta para con sus hermanas como una madre con sus hijas» (TestCl 63).

Esta imagen materna se halla también en los escritos de Francisco para indicar las relaciones entre los hermanos: el modelo al que él se refiere es en realidad el materno más que el paterno: «Si la madre nutre y quiere a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno querer y nutrir a su hermano espiritual?» (2 R 6,8). No dice «el padre», sino «la madre».

Este modelo materno ha sido investigado y estudiado de muchas formas. En el caso de Clara se presenta evidentemente de forma más sencilla e inmediata porque Clara es una mujer. En Francisco, al contrario, impacta más, porque no parece ser un modelo muy masculino: sin embargo es el modelo que Francisco adopta para su fraternidad. Alguno ha hablado del rechazo del «código de la paternidad» por parte de Francisco, rechazo unido a su experiencia: pensemos en la difícil relación que había tenido con el padre, y, por el contrario, en la relación más delicada y profunda que lo unía a la madre. Pero pienso que es sobre todo su opción de minoridad lo que le hace tomar un código materno más que un código paterno; sin caer en estereotipos, podemos decir que en una familia quien tiene el oficio de la minoridad es la madre, más que el padre.

Volvamos a Clara. Ella habla de la abadesa como de aquella que con sus hermanas debe ser como una madre con sus hijas: llamada a tener un corazón de madre, continúa siendo hermana entre las hermanas.

«... y sobre todo procure atenderlas con las limosnas que Dios les diere, según la necesidad de cada una» (TestCl 64).

Se escucha aquí el eco de la exhortación de Francisco Audite poverelle: «que administréis con discreción las limosnas que os dé el Señor» (ExhCl 4). El cuidado materno se traduce, inmediata y concretamente, en la atención a las necesidades de las hermanas, usando para ellas los bienes que nos han sido dados como limosna; esto es lo que Clara recomienda a cada abadesa, y parece además sugerir que no se contente con decir sí a las hermanas que van a pedirle algo, sino que advierta ella la primera las necesidades de cada una.

«Sea además tan benigna y tan de todas, que tranquilamente puedan éstas manifestarle sus necesidades y recurrir a ella en todo momento, con confianza, como les pareciere conveniente, tanto en favor suyo como de sus hermanas» (TestCl 65-66).

Emerge ahora un clima de atención recíproca muy fuerte, y no por casualidad precisamente aquí, en la alocución dirigida a aquella que preside: la atención a las necesidades de las demás, la apertura en sus encuentros, la disponibilidad a recibirlas en todo momento, son tres elementos que parecen fundamentales para una abadesa con el fin de crear en la comunidad un clima verdaderamente fraterno y facilitar la atención recíproca entre las hermanas.

«Y, por su parte, las hermanas súbditas recuerden que por Dios renunciaron a sus propios quereres» (TesCl 67).

Queremos destacar esta definición tan precisa que Clara da de la obediencia: es la renuncia a la propia voluntad por amor al Señor. La obediencia no es sólo una cuestión de organización de la vida comunitaria, sino algo más grande, que se refiere directamente al Señor. Escuchemos la enseñanza de Francisco sobre la obediencia:

«Dice el Señor en el Evangelio: "Quien no renuncie a todo lo que posee, no puede ser discípulo mío"; y: "Quien quiera poner a salvo su vida, la perderá". Abandona todo lo que posee y pierde su cuerpo aquel que se entrega a sí mismo totalmente a la obediencia en manos de su prelado» (Adm 3,1-3).

Para Francisco, pues, la obediencia realiza dos palabras concretas del Evangelio: renunciar a cuanto se posee (cf. Lc 14,33) y perder la propia vida (cf. Lc 9,24).

«Y todo cuanto hace y dice, si sabe que no está contra la voluntad del prelado y mientras sea bueno lo que hace, constituye verdadera obediencia. Y si alguna vez el súbdito ve algo que es mejor y de más provecho para su alma que lo que le manda el prelado, sacrifique lo suyo voluntariamente a Dios...» (Adm 3,4-5).

La hipótesis no es teórica, sino real. No siempre todo lo que te dicen los superiores es absolutamente lo mejor: también tú puedes ver cosas mejores. Pero precisamente aquí emerge el pensamiento de Francisco: ¡la obediencia es un sacrificio ofrecido a Dios!

«... y procure, en cambio, poner por obra lo que manda el prelado» (Adm 3,5).

Esto significa que puedes continuar pensando con tu cabeza, hasta incluso ver cosas mejores; lo que se te pide es renunciar a tu voluntad, no a tu inteligencia, y a cumplir con los hechos lo que se te pide.

«Pues ésta es la obediencia caritativa, porque cumple con Dios y con el prójimo. Pero, si el prelado le manda algo que está contra su alma, aunque no le obedezca, no por eso lo abandone. Y si por ello ha de soportar persecución por parte de algunos, ámelos más por Dios. Porque quien prefiere padecer la persecución antes que separarse de sus hermanos, se mantiene verdaderamente en la obediencia perfecta, ya que entrega su alma por sus hermanos» (Adm 3,6-9).

¿Y si se le piden cosas contra el alma? Entonces no debe obedecer; no obstante, no debe abandonar al superior (y a la comunidad). La obediencia perfecta -aunque pueda parecer extraño- es precisamente la de quien, aun no pudiendo obedecer, no se separa de sus hermanos; y en este caso la persecución es algo a tener muy en cuenta. Precisamente aquí Francisco cita el Evangelio de Juan (15,13), pues de hecho quien obedece de este modo actúa como Jesús: da su vida por sus amigos. Es el amor más grande.

Esta perspectiva de Francisco respecto a la obediencia es la que se encuentra en la base de la breve frase de Clara: «recuerden que por Dios renunciaron a sus propios quereres». Todo esto nos ayuda a entender profundamente el significado del voto de obediencia: cada vez que obedecemos hacemos la voluntad de Dios, porque la voluntad de Dios es que, obedeciendo, renunciemos a nuestra voluntad, y nos hagamos semejantes a Cristo, que fue el primero en expropiarse de su voluntad, haciéndose obediente hasta la muerte. Los contenidos concretos de la obediencia que se nos pide no serán siempre identificables ipso facto con la voluntad de Dios (¡ningún superior de buen juicio podría afirmarlo!), pero esto no tiene importancia. Y también es un dato de hecho el que frecuentemente, cumpliendo la obediencia, se termina descubriendo la obra de Dios incluso a nivel del contenido concreto de dicha obediencia, mucho más de cuanto se pudiese pensar al principio.

Por tanto, no sólo frente a las grandes obediencias, sino también y sobre todo en las pequeñas cosas que se nos piden cada día, podemos vivir, y estamos llamados a hacerlo, el contenido profundo de la obediencia, aquel que me hace ser como Cristo, obediente; y es el que nos recuerda Clara.

«Por eso quiero que obedezcan a su madre, según espontáneamente y voluntariamente prometieron al Señor, a fin de que la madre, viendo la caridad, humildad y unidad que mutuamente se profesan, más fácilmente soporte la carga que por su oficio lleva, y por la santa vida religiosa de ellas lo molesto y amargo se le convierta en dulzura» (TestCl 68-70).

Es bellísimo este trozo final: mandar es molesto y amargo para Clara, pero puede convertirse en dulzura, como decía Francisco que le sucedió al besar al leproso. Ejercer la autoridad, lo más «repugnante» para Clara, se convierte en dulzura si existe una determinada respuesta por parte de las hermanas: la respuesta de la caridad, humildad y unión que reina entre ellas.

LA PERSEVERANCIA

A modo de conclusión, Clara expresa la conciencia de lo difícil que es el seguimiento:

«Y porque son estrechos el camino y la senda, y es angosta la puerta por la que se va y se entra en la vida, son pocos los que caminan y entran por ella; y si hay algunos que durante un cierto tiempo caminan por la misma, son poquísimos los que perseveran en ella. ¡Bienaventurados de veras aquellos a quienes les es dado caminar por ella y perseverar hasta el fin!» (TestCl 71-73).

Si Clara destaca tan fuertemente la dificultad del camino emprendido, en parte es por realismo, pero también lo es para hacer constar la bienaventuranza del resultado, pues cuando una cosa es en verdad costosa, el resultado es más apreciado. La imagen de Clara es dinámica: es la de un seguir, un caminar, la de itinerantes y peregrinos. Dificultad del camino no es únicamente el cansancio (que es cierto), sino también el riesgo de fallar: por mediocridad, por ejemplo, por no estar a la altura de la elección realizada. Clara parece considerar ambas perspectivas: no he de tener presentes sólo mis exigencias, mi cansancio, sino también las exigencias de esta forma de vida, es decir, del Señor, y tener en cuenta el riesgo de no llegar a lo que he sido llamado.

De la consideración de las dificultades nace la exhortación a la perseverancia:

«Así, pues, si hemos entrado por el camino del Señor, cuidémonos de no apartarnos jamás de él en modo alguno por nuestra culpa, negligencia e ignorancia» (TestCl 74).

«Culpa, negligencia e ignorancia»: los tres términos están muy bien pensados. La «culpa» indica que consciente y voluntariamente se comete algo equivocado; la «negligencia», en cambio, va por el camino de la pereza, la superficialidad, el descuido; la «ignorancia» remite a otro discurso, pues si bien es verdad que cuando hay ignorancia no hay culpa (éste es un principio de la moral católica), también lo es que hay una ignorancia, como la ignorancia de lo que es necesario en mi opción de vida, que no es aceptable, y es una culpa mucho más grave. Culpa, negligencia e ignorancia son las formas en que, según Clara, se puede abandonar este camino.

«No sea que hagamos injuria a tan gran Señor y a su Madre la Virgen, y a nuestro bienaventurado padre Francisco, y a la Iglesia triunfante y militante» (TestCl 75).

La falta de perseverancia, es decir, el abandono del camino del Señor, es concebida como una injuria que ofende a Dios y también a la Iglesia: notemos cómo se afirma la conciencia de la dimensión eclesial del pecado. Esta es una de las verdades más bellas de la fe cristiana, como consecuencia del dogma de la comunión de los santos, según el cual entre los creyentes existe una real, aunque invisible, comunicación, en el bien y en el mal: por esto, mi pecado -dice Clara- es una injuria a todo el Cuerpo de la Iglesia; y por ello, desde el lado positivo, mi oración y mi perseverancia es eficaz para la salvación de todo el Cuerpo de Cristo.

La realidad de la comunión de los santos está fundada sobre la afirmación fundamental de nuestra fe: Cristo ha muerto y ha resucitado «por nosotros los hombres y por nuestra salvación», lo que significa que se instaura una comunión fundamental de cada uno de los creyentes con Cristo y que, en consecuencia, existe una comunión entre todos los hermanos, por medio de Él. Esta realidad, que fundamenta entre otras cosas uno de los significados de la vida de clausura, es decir el ser el corazón orante de la Iglesia, está muy presente en la conciencia de Clara: tanto en positivo -«con el fin de que ellas a su vez sean espejo y ejemplo para los que viven en el mundo» (TestCl 20); y también: «te considero cooperadora del mismo Dios y sostenedora de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable» (3CtaCl 8)- como en negativo -«no sea que hagamos injuria a tan gran Señor... y a la Iglesia triunfante y militante» (TestCl 75)-. Esta fuerte conciencia eclesial nos hace conscientes de la responsabilidad de cada uno con relación a todos, y de todos frente a cada uno. El cristiano no puede repetir la frase de Caín cuando Dios le pide cuentas de Abel: «¿Soy acaso el guardián de mi hermano?» (cf. Gen 4,9).

«Pues escrito está: Malditos los que se apartan de tus mandamientos» (TestCl 76).

En línea con buena parte de la tradición cristiana, Clara no tiene miedo de situarse ante estas palabras duras de la Biblia. Es la Palabra de Dios, y por tanto verdadera, y Clara no quiere ignorarla.

La invitación a la perseverancia cristiana recuerda la última Voluntad de Francisco, que él escribió para Clara y las hermanas:

«Yo el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza. Y estad muy alerta para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de quien sea» (RCl 6,7-9).

También Francisco, por tanto, preveía que el consejo de alguno (incluso el mismo Papa) podía de alguna forma alejar a las hermanas de esta vida y pobreza; de ahí la invitación a vivir y a perseverar en ella. Cuando los ardores de los comienzos se debiliten, y lo extraordinario sea llamado a convertirse en lo ordinario de nuestra vida, entonces la perseverancia entra como un elemento en verdad importante.

Cuenta Celano que Francisco, sintiéndose cercano a la muerte,

«habló largo sobre la paciencia y la guarda de la pobreza, recomendando el santo Evangelio por encima de las demás disposiciones. Luego... extendió la mano derecha y, comenzando por su vicario, la puso en la cabeza de cada uno, y dijo: "Conservaos, hijos todos, en el temor de Señor y permaneced siempre en Él. Y pues se acercan la prueba y la tribulación, dichosos los que perseveran en la obra emprendida"... Y bendijo -en los hermanos presentes- también a todos los que vivían en cualquier parte del mundo y a los que habían de venir después de ellos hasta el fin de los siglos» (2 Cel 216).

Igualmente Clara, próxima ya a la muerte, siente el deber de exhortar a sus hermanas a la perseverancia; y no sólo exhortarles, sino también encomendarlas a Dios y bendecirlas. Por una parte, pues, está la exhortación dirigida a todas; por otra, la oración y la bendición para confiarlas a la protección de Dios. Ésta es de hecho la conclusión del Testamento, y, no por casualidad, a menudo los códices, después del Testamento, reproducen el texto de la Bendición de Clara.

«Por eso, doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo y me acojo a los méritos de la gloriosa Virgen santa María, su Madre, y de nuestro beatísimo padre Francisco y de todos los santos, para que el mismo Señor que nos concedió un buen comienzo, conceda asimismo el incremento y también la perseverancia final. Amén» (TestCl 77-78).

Al final del Testamento, como para hacer la última síntesis, la mirada de Clara nos lleva una vez más a los comienzos, cuya memoria acaba de recordar a las hermanas («el mismo Señor que nos concedió un buen comienzo»), para proyectarse confiadamente hacia el futuro (nos «conceda así mismo el incremento y también la perseverancia final»).

«Comenzar bien, crecer, perseverar». La oración de Clara revela su conciencia de que no sólo la vocación, sino también el crecimiento y la perseverancia final son una gracia. Podemos hacer cuantas exhortaciones queramos a nuestra buena voluntad, y es necesario hacerlo, pero hemos de saber que todo es gracia, algo que no se puede «comprar», y menos aún con nuestros méritos, porque es don gratuito de Dios, y como tal es algo que se pide.

«Para que mejor pueda ser observado este escrito, os lo confío, mis carísimas y amadísimas hermanas, presentes y futuras, en prenda de la bendición del Señor y de la de nuestro beatísimo padre Francisco y de mi propia bendición, vuestra madre y servidora» (TestCl 79).

EN LA IGLESIA, EN POBREZA Y UNIDAD FRATERNA

A modo de conclusión, puede ser útil comparar nuestro texto con el Pequeño Testamento que Francisco, sintiendo cercano el fin de sus días después de una hemorragia, dictó en Siena, el año 1226, algún mes antes de su muerte:

«Escribe cómo bendigo a todos mis hermanos, a los que están en la Religión y a los que han de venir hasta la consumación del siglo. Como, a causa de la debilidad y el dolor de la enfermedad, no me encuentro con fuerzas para hablar, declaro brevemente a mis hermanos mi voluntad en estas tres palabras: Que, en señal del recuerdo de mi bendición y de mi testamento, se amen siempre mutuamente, que amen siempre a nuestra señora la santa pobreza y la guarden, y que vivan siempre fieles y sumisos a los prelados y a todos los clérigos de la santa madre Iglesia» (TestS).

¡Qué sintonía más evidente entre la voluntad de Francisco y la de Clara! En la Iglesia, seguir al Señor en pobreza y en unidad fraterna. En el Testamento de Clara, la pertenencia a la Iglesia emerge como una atmósfera casi natural; la afirmación fuerte se hace respeto de la pobreza y la unidad entre las hermanas. Estas dos cosas son las que, cerca del final de su camino, ella siente como las más importantes, y al mismo tiempo más amenazadas. Y en efecto, no son los aspectos marginales de una vida, de una «forma de vida», los que están más expuestos y puestos en peligro, sino aquellos que son los fundamentales. Precisamente en estos dos elementos que definen la identidad misma de las hermanas pobres -la santa unidad y la altísima pobreza (cf. RCl, Bula del Papa Inocencio IV, 16)- Clara intuye que se corre el peligro de desmayar, y por eso los recomienda con decisión y fuerza. Quizá no erremos si afirmamos que precisamente por esto quiso dejarnos su Testamento.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXXI, n. 92 (2002) pp. 225-257]
8:46:00 p.m.

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