La dialéctica de su orden


Cuando San Francisco se resolvió a seguir el Evangelio estaba lejos de imaginar que un propósito tan sencillo y tan difícil y va a determinar una revolución en las conciencias. Aquel afluir de los hombres en torno suyo, como un milagro viviente, fue un hecho inesperado, tal vez presagiado en los sueños de grandeza de los primeros años, mas no previsto por su humildad de converso.

El aumento de los frailes pedía una Regla; pero San Francisco andaba vacilante: ¿no era por ventura el Evangelio? Quien tomase a la letra (sine glossa - sin glosa) los consejos evangélicos, podía ser, según él, un fraile menor. Cuando se decidió a extender la Regla se atuvo estrictamente a las palabras del Maestro, citándole a cada paso y escudándose tras él, como si no se atreviese a legislar por sí mismo.

En consecuencia, pocos preceptos, ningún formalismo, una disciplina interior de todo en todo, libertad de interpretación igual al respecto el Santo guardaba con la individualidad de cada uno.

Además, no se había propuesto, como otros fundadores de órdenes religiosas, un determinado campo de bien; su único blanco era vivir el Evangelio y predicarlo antes con el ejemplo que con la palabra. Entretanto, los frailes se multiplicaban y se extendía el radio del apostolado; San Francisco mismo, en virtud de que el dinamismo de amor que conceptuaba nulo lo ya hecho y sólo estimaba no por hacer, sentía ser forzado a ensancharlo cada día más, de Umbría a Italia, a Europa, al África pasando por Marruecos, al Asia a través de Palestina.

Conforme se iba ampliando este radio de acción mundial surgían nuevos deberes: el estudio, por ejemplo, y se presentaban nuevos problemas: la habitación estable y común; San Francisco no quiso resolverlos explícitamente. En 1221 ordenó la demolición de la casa de estudios de Bolonia, fundada por Pedro Staccia; pero en 1223, habiendo declarado el cardenal Hugolino que la casa pertenecía a la Santa Sede, permitió a San Antonio enseñar en ella Teología; prohibió a un novicio el breviario, a fray Reynaldo la muchedumbre de libros, pero acogió con deferencia a los doctos que venían a la orden, y recomendó la custodia y respeto de todos los escritos, porque directa o indirectamente el saber viene de Dios y lleva a Dios.

San Francisco no sentía el deseo de leer, porque él Crucifijo, la naturaleza y la vida eran sus libros; a la ciencia de estos prefería la ciencia de corazón; a las palabras, los hechos; a la suficiencia de los sabios, la humildad de los sencillos, persuadido de que tanto sabe el hombre cuanto obra, y de que las almas se conquistan antes con la oración y el ejemplo que con razonamientos.

No prescribió el estudio, porque no lo hallaba prescrito en el Evangelio; mas no lo prohibió, porque reconocía ser necesario. Para definir la cuestión habría tenido que declararse abiertamente contra su ideal de pobreza es riquísima o poner límite (excluyendo lo del campo intelectual) al impulso de apostolado conquistador, vehemente en él y engendrado por él mismo en la orden; sobre todo viera ser forzado a aprisionar su orden en una norma precisa de vida, cuando cabalmente veía la germinar, como árbol vigoroso, otros muchos ramos, actividad, instituciones diversas, nacidos todos al calor de un mismo ideal, y cada cual necesitaba desenvolver la primitiva idea inspiradora en una forma propia, para una vida propia.

Por eso, quizá heredó la Orden Franciscana todos los contrastes, más o menos manifiestos, inmanentes en el alma del Padre, los cuales ocasionaron las luchas que dentro de su seno se debatieron y dieron origen a muy diversas iniciativas; hallamos en la orden franciscana, como en San Francisco, espíritu severos de disciplina y ansia de autonomía, sed de soledad y ardor de apostolado entre los hombres, aspiraciones a la aniquilamiento y apremios de acción.

¿Era San Francisco sabedor de estos contrastes? considerando su genio, sus actos, sus escritos, debemos responder que sí. Al otorgar su bendición a fray Elías y a fray Bernardo admitía en su orden dos espíritus antitéticos; daba pruebas de una profunda intuición de la realidad, que es vida y de contrastes vive; dejaba en herencia a su orden, mejor dicho, a toda su vastísima descendencia espiritual dentro y fuera de las tres órdenes, la posibilidad de recibir hombres procedentes de lugares y clases sociales diversos; daba a sus hijos la posibilidad de atender a formas de apostolado diferentes; depositaba la semilla de obras discrepantes al parecer; pero, en realidad, todas esas energías se fundían, gracias a un solo espíritu animador.

La intuición que Francisco tenían de la vida nacía del amor y se resolvía en el amor; por eso amaba a fray Elías y amaba a fray Bernardo, amaba al hombre que vive entre los hombres y el hombre de la soledad, al realizador del contemplativo; a los dos bendijo y les repartió el pan simbólico de su última cena, como indicando que todas las divergencias futuras del Franciscanismo debían conciliarse en su nombre, en su paternidad acogedora y misericordiosa, imagen de la paternidad de Dios, que envía el sol sobre justos y pecadores, y da a los búfalos la fuerza y a los ruiseñores el canto.

Los escritos de San Francisco, amén de un substrato de amor divino y fraterno, revelan dos recomendaciones fincadas, igualmente vivaces, que, observadas con rigor, hubieran eliminado las luchas entre sus fieles, los cuales no se comprendieron cuando olvidado una de ellas. Éstas dos instancias son: la pobreza y la obediencia.

No es mayor la una que la otra; equipáranse. El contraste de las varias tendencias, enquiciadas en torno a la cuestión de la pobreza, se exacerba en aquellos hijos que heredan una de las dos virtudes del Santo y no su fuerza soberana, aquella fuerza mediante la cual concibió lo divino y lo humano, y en virtud de la cual fue universal: el amor; quiero decir el amor de Dios, que es amor de aquel que es nuestro Redentor y de los hombres que por él fueron salvos; de aquel que es nuestro primer hermano y de aquellos que son sus hermanos menores.

Esta necesidad de amar pasa de San Francisco a sus hijos de tal suerte de la Familia Franciscana, aunque dividida y en perenne contraste, retiene siempre en todos los siglos una fundamental humildad, gracias al amor de Dios y de las criaturas, cual existe en San Francisco.

Aquel movimiento de reforma y secesión que, puede decirse, se ha engendrado en todos los siglos en su seno, no ha sido, como juzgan los superficiales, síntomas de flaqueza, sino de vida, semejante al dinamismo interno de los tejidos: células que maduran, células que se dividen, células que mueren; algo muere y algo se diferencia, pero la muerte es aparente y la diferenciación momentánea; las células, renovándose, se recomponen en la humildad del organismo de que forman parte, en el cual nacen y por el cual viven.

Por esta unidad de amor para con Dios y sus criaturas va desplegándose a través de los siglos la fuerza del Franciscanismo en la piedad, en el pensamiento, en la acción.
11:41:00 p.m.

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