Los milagros de San Francisco de Asís: Milagros de las sagradas llagas


San Buenaventura, en su Leyenda Mayor de San Francisco de Asís, narra algunos de los principales milagros realizados por Dios a través de su pobrecillo siervo, tras el tránsito de este. He aquí algunos de ellos:

1. Al disponerme a narrar, para honor de Dios omnipotente y gloria del bienaventurado padre Francisco después de su glorificación en los cielos, algunos de los milagros aprobados (1), he pensado que es obligado dar comienzo por aquel en que de modo particular se pone de relieve el poder de la cruz de Jesús y se renueva su gloria.

Porque este hombre nuevo Francisco resplandeció con un nuevo y estupendo milagro, apareció distinguido con un privilegio singular no concedido en tiempos pasados, es decir, fue condecorado con las sagradas llagas y su cuerpo -cuerpo de muerte- fue configurado al cuerpo del Crucificado (Flp 3,10.21). Todo lo que sobre esto se diga quedará siempre por bajo de la alabanza que se merece.

Ciertamente, todo el interés del varón de Dios, lo mismo pública que privadamente, se centró en la cruz del Señor. Y para que el cuerpo quedara marcado exteriormente con el signo de la cruz, impreso ya en su corazón desde el principio de su conversión, envolviéndose en la misma cruz, adoptó un hábito de penitencia con forma de cruz, y así quiso que, como su alma se había revestido interiormente de Cristo crucificado, su Señor, del mismo modo su cuerpo quedara revestido de la armadura de la cruz, y que al igual que Dios había abatido a los poderes infernales con este signo, con él militara su ejército para el Señor.

Desde los primeros tiempos en que comenzó a militar en servicio del Crucificado resplandecieron en torno a su persona diversos misterios de la cruz, como más claramente se pone de manifiesto al que considera el desarrollo de su vida: cómo, en efecto, a través de siete manifestaciones de la cruz del Señor, fue totalmente transformado, mediante la virtud de su amor extático, tanto en sus pensamientos como en sus afectos y acciones, en la efigie del Crucificado.

Justamente, pues, la clemencia del sumo Rey, condescendiendo generosamente en favor de sus amantes en medida que supera todo lo que el hombre puede pensar, imprimiéndola en su cuerpo, lo hizo portador de la insignia de la cruz, para que aquel que había sido previamente distinguido con un prodigioso amor a la cruz, fuera también glorificado con el prodigioso honor de la misma (2).

2. A corroborar la firmeza indestructible de este estupendo milagro de las llagas y a alejar de la mente toda sombra de duda, no sólo contribuyen los testimonios, dignos de toda fe, de aquellos que las vieron y palparon, sino también las maravillosas apariciones y milagros que resplandecieron después de su muerte.

El señor papa Gregorio IX, de feliz memoria, a quien el varón santo había anunciado proféticamente que sería sublimado a la dignidad apostólica, antes de inscribir al portaestandarte de la cruz en el catálogo de los santos, llevaba en su corazón alguna duda respecto de la llaga del costado.

Pero una noche, según lo refería con lágrimas en los ojos el mismo feliz pontífice, se le apareció en sueños el bienaventurado Francisco con una cierta severidad en el rostro, y, reprendiéndole por las perplejidades de su corazón, levantó el brazo derecho, le descubrió la llaga del costado y le pidió una copa para recoger en ella la sangre que abundante manaba de su costado. Ofrecióle el sumo pontífice en sueños la copa que le pedía, y parecía llenarse hasta el borde de la sangre que brotaba del costado.

Desde entonces sintióse atraído por este sagrado milagro con tanta devoción y con un celo tan ardiente, que no podía tolerar que nadie con altiva presunción tratase de impugnar y oscurecer la espléndida verdad de aquellas señales sin que fuese objeto de su severa corrección (3).

3. Había un hermano, menor por su orden, predicador de oficio, distinguido por su virtud y fama, firmemente persuadido de las llagas del Santo. Como quisiera penetrar humanamente las razones de este milagro, comenzó a ser agitado por las molestias de una cierta duda. Durante largos días sufrió él la lucha interior, a la par que la curiosidad natural iba tomando cuerpo; cierta noche, mientras dormía, se le apareció Francisco con los pies enlodados; presentaba un rostro humildemente severo y pacientemente airado; y le dijo: «¿Qué clase de dudas y conflictos y qué sucias perplejidades traes dentro de ti? Mira mis manos y mis pies». Observa el hermano las manos traspasadas, pero no ve las llagas en los pies enlodados. «Aparta -le dijo el Santo- el lodo de mis pies y reconoce el lugar de los clavos».

Habiendo tomado devotamente los pies entre sus manos, le parecía que limpiaba el lodo en que estaban envueltos y que con sus manos tocaba el lugar de los clavos. Al despertar se deshace en lágrimas, y con un copioso llanto y una confesión pública limpia aquellos sentimientos anteriores, en cierto modo manchados con el lodo de las dudas.

4. Había en la ciudad de Roma una matrona, noble por la pureza de sus costumbres y por el glorioso linaje de sus padres, que había escogido a San Francisco por abogado suyo. En la alcoba en que en lo escondido oraba al Padre, tenía ella una imagen pintada del Santo.

Un día, mientras estaba entregada a la oración, se dio cuenta de que en la imagen faltaban las sagradas señales de las llagas, y comenzó a afligirse no poco y a admirarse. Pero nada extraño que en la pintura no hubiera lo que el pintor había omitido. Durante muchos días estuvo dando vueltas en su cabeza al asunto y preguntándose cuál podía ser la causa de aquella falta en la imagen; y, de repente, un día aparecieron en la pintura las maravillosas señales, tal como suelen estar representadas en otras pinturas del mismo Santo.

Estremecida por la novedad, llamó inmediatamente a una hija suya, también ella consagrada a Dios, y le preguntó si la imagen había estado hasta entonces sin las llagas. La hija afirma y jura que la imagen no tenía antes las llagas y que ahora ciertamente las lleva. Pero como frecuentemente la mente humana va por sí misma al precipicio y pone en duda la verdad, penetra de nuevo en el corazón de aquella matrona la duda perniciosa de si la imagen no habría estado desde el principio en la forma en que ahora aparecía.

Entonces, el poder de Dios añade al primero un segundo milagro: al punto se borraron las señales de las llagas y la imagen quedó despojada del privilegio de las mismas para que por este segundo prodigio quedara confirmado el primero.

5. En la ciudad de Lérida (cf. 3 Cel 11-13), en Cataluña, tuvo lugar también el siguiente hecho. Un hombre llamado Juan, devoto de San Francisco, atravesaba de noche un camino donde acechaban para dar muerte a un hombre que ciertamente no era él, que no tenía enemigos. Pero el hombre a quien querían matar le era muy parecido y en aquella sazón formaba parte de su acompañamiento.

Saliendo un hombre de la emboscada preparada y pensando que el dicho Juan era su enemigo, le hirió tan de muerte con repetidos golpes de espada, que no había esperanza alguna de que recobrase la salud. En el primer golpe le cercenó casi por completo el hombro con el brazo; en un segundo golpe le hizo debajo de la tetilla una herida tan profunda y grande, que el aire que de ella salía podría ser bastante para apagar unas seis velas que ardieran juntas. A juicio de los médicos, la curación era imposible porque, habiéndose gangrenado las heridas, despedían un hedor tan intolerable, que hasta a su propia mujer le repugnaba fuertemente; en lo humano no les quedaba remedio alguno.

En este trance se volvió con toda la devoción que pudo al bienaventurado padre Francisco para impetrar su patrocinio; ya antes, en el momento de ser golpeado, le había invocado con inmensa confianza, como había invocado también a la Santísima Virgen.

Y he aquí que, mientras aquel desgraciado estaba postrado en el lecho solitario de la calamidad y, velando y gimiendo, invocaba frecuentemente el nombre de Francisco, de pronto se le hace presente uno, vestido con el hábito de hermano menor, que, al parecer, había entrado por la ventana. Llamándole éste por su nombre, le dijo: «Mira, Dios te librará, porque has tenido confianza en mí». Preguntóle el enfermo quién era, y el visitante le contestó que él era Francisco. Al punto se le acercó, le quitó las vendas de las heridas y, según parecía, ungió con un ungüento todas las llagas.

Tan pronto como sintió el suave contacto de aquellas manos sagradas, que en virtud de las llagas del Salvador tenían poder para sanar, desaparecida la gangrena, restablecida la carne y cicatrizadas las heridas, recobró íntegramente su primitiva salud. Tras esto desapareció el bienaventurado Padre.

Sintiéndose sano y prorrumpiendo alegremente en alabanzas de Dios y de San Francisco, llamó a su mujer. Ella acude velozmente a la llamada, y al ver de pie a quien creía iba a ser sepultado al día siguiente, impresionada enormemente por el estupor, llena de clamores todo el vecindario. Presentándose los suyos, se esforzaban en encamarlo como si se tratase de un frenético. Pero, él, resistiéndose, aseguraba que estaba curado, y así se mostraba.

El estupor los dejó tan atónitos, que, como si hubieran sido privados de la mente, creían que lo que estaban viendo era algo fantástico. Porque aquel a quien poco antes habían visto desgarrado por atrocísimas heridas y ya todo putrefacto, lo veían alegre y totalmente incólume. Dirigiéndose a ellos el que había recuperado la salud, les dijo: «No temáis y no creáis que es falso lo que veis, porque San Francisco acaba de salir de este lugar y con el contacto de sus sagradas manos me ha curado totalmente de mis heridas».

A medida que crece la fama del milagro, va acudiendo presuroso el pueblo entero que, comprobando en un prodigio tan evidente el poder de las llagas de San Francisco, se llena de admiración y gozo a un tiempo y glorifica con grandes alabanzas al portador de las señales de Cristo.

Justo era, en verdad, que el bienaventurado Padre, muerto ya a la carne y viviendo con Cristo, diera la salud a aquel hombre mortalmente herido con la admirable manifestación de su presencia y con el suave contacto de sus manos sagradas, ya que llevaba en su cuerpo las llagas de Aquel que, muriendo por misericordia y resucitando maravillosamente, sanó, por el poder de sus llagas, al género humano, que estaba herido, y medio muerto yacía abandonado.

6. En Potenza, ciudad de la Pulla, vivía un clérigo, Rogero de nombre, varón honorable y canónigo de la iglesia mayor.

Atormentado por la enfermedad, entró para orar en una iglesia; había en ella un cuadro de San Francisco, representado con las llagas gloriosas. Al verlas comenzó a dudar de aquel sublime milagro, como cosa del todo insólita e imposible.

De repente, mientras su mente, herida por la duda, divagaba en pensamientos insensatos, se sintió fuertemente golpeado en la palma de la mano izquierda, cubierta con un guante, al tiempo que oyó el silbido como de flecha que es despedida por una ballesta. Al punto, lacerado por la herida y estupefacto por el sonido, se quita el guante de la mano para ver con sus propios ojos lo que había percibido por el tacto y el oído. Sin que antes hubiera en la palma lesión alguna, observó que en medio de la mano tenía una herida que parecía producida por una flecha; de ella salía un ardor tan violento, que creía desfallecer.

¡Cosa maravillosa! En el guante no había ninguna señal, para que se viera que el castigo de la herida infligida misteriosamente correspondía a la herida oculta del corazón.

Estimulado por agudísimo dolor, clama y ruge durante dos días y descubre a todos el velo de su incrédulo corazón. Confiesa y jura creer que ciertamente en el Santo existieron las sagradas llagas y asegura que en su mente han desaparecido todas las sombras de dudas. Suplicante, se dirige al santo de Dios para rogarle que le ayude por sus sagradas llagas, bañando las insistentes plegarias del corazón con un río de lágrimas en los ojos.

¡Prodigioso! Desechada la incredulidad, a la salud del alma sigue la del cuerpo. Se calma del todo el dolor, se apaga el ardor, no queda vestigio alguno de lesión. La divina Providencia quiso en su misericordia curar la oculta enfermedad del espíritu por medio del cauterio exterior de la carne. Curada el alma, quedó también sanada la carne.

El hombre aprende a ser humilde, se convierte en devoto de Dios y queda vinculado al Santo y a la Orden de los hermanos por una perpetua familiaridad.

Este ruidoso milagro fue confirmado con juramento y ratificado con documento sellado por el obispo, y así ha llegado su noticia hasta nosotros.

A nadie, pues, le sea dado dudar de la autenticidad de las sagradas llagas. Nadie, porque Dios es bueno, mire este hecho con ojos maliciosos, como si la dádiva de este don cuadrara mal con la sempiterna bondad de Dios. Porque, si fueron muchos los miembros que con el mismo amor seráfico se unieron a Cristo cabeza para que fuesen hallados dignos de ser revestidos en la batalla con una armadura semejante y dignos de ser elevados en el reino a una gloria semejante, nadie de sano juicio dejaría de afirmar que esto pertenece a la gloria de Cristo.
8:47:00 p.m.

Publicar un comentario

[facebook][blogger]

Hermanos Franciscanos

Formulario de contacto

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *

Con tecnología de Blogger.
Javascript DisablePlease Enable Javascript To See All Widget