Primera Carta a los Corintios. Comentarios.



1,1-9 Saludo y acción de gracias. La introducción a la carta consta, como de costumbre, de saludo y de acción de gracias. Lo primero que llama la atención en esta breve introducción es la mención del nombre de Jesucristo, nueve veces en nueve versos. Es, pues, esta referencia constante a Jesús la que califica al que escribe la carta, a los destinatarios, y al contenido de la misma. Pablo necesita, ya de entrada, presentar sus credenciales como «llamado por voluntad de Dios a ser apóstol de Cristo Jesús» (1). Su autoridad había sido cuestionada entre los corintios y el Apóstol tendrá que acreditarla.
El Apóstol se dirige después a los destinatarios como a la «Iglesia de Dios de Corinto» (2). La intención es clara: los corintios no están solos, son miembros de la gran asamblea convocada por Dios a la que pertenecen todos los hombres y mujeres de cualquier raza o nación que han sido «consagrados a Cristo Jesús con una vocación santa» (2) y que, por tanto, invocan el nombre de Jesús sea donde sea.
Es interesante resaltar el altísimo concepto que Pablo tiene de los cristianos. Naturalmente, el Apóstol no los canoniza, como después se verá cuando ponga el dedo en la llaga y denuncie los problemas concretos de aquella comunidad de Corinto. Pablo se refiere a la acción salvadora de Dios por medio de Jesús que se derramó gratuitamente sobre aquellos hombres y mujeres, como también sobre nosotros, elevándolos a la dignidad de hijos e hijas de Dios. Este don gratuito de Dios, sin embargo, no es estático, sino dinámico. Pablo lo llama «vocación santa» (2). En nuestro lenguaje de hoy diríamos que se trata de la «misión» de todo cristiano y cristiana, recibida en el bautismo, de transformar el mundo en que vivimos haciéndolo más justo y equitativo, menos pobre y corrupto, más ecológico y pacífico. Es decir, la misión de construir, ya ahora, el reino de Dios. Ser hijos e hijas de Dios es lo mismo que ser misioneros y misioneras de su reino. Para realizar esta labor no estamos con las manos vacías. Dios nos regala dones, aptitudes y carismas. Pablo reconoce esta realidad en la comunidad de Corinto. Se congratula por ello y les anima a seguir fieles dando testimonio y confiando en la fidelidad de Dios que completará lo comenzado.
Entre los dones que la comunidad ha recibido, Pablo menciona la elocuencia y la sabiduría, cualidades muy estimadas en el mundo griego; al valorarlas positivamente, el Apóstol se gana la benevolencia de sus lectores. Estos carismas tienen una función en el presente, pero están orientados a la manifestación última de Jesucristo, cuando llegue «su día». Al escribir la carta, Pablo estaba convencido de que la segunda y definitiva venida del Señor era inminente.

1,10-17 Discordias en Corinto. Después de esta introducción densa y programática, Pablo va enseguida al grano, es decir, al problema fundamental de la comunidad de Corinto: las divisiones y las rivalidades, pecados constantes de la Iglesia de Dios de todos los tiempos. La exhortación a la unidad es solemne y enérgica, hecha en nombre de Jesús y apelando a sus títulos de Cristo y Señor. Pablo no entra ahora en detalles sobre las divisiones y rivalidades pero, por el tenor de toda la carta, la alusión es clara: la discriminación y las diferencias entre cristianos ricos –algunos– y pobres –la mayoría–; esclavos y libres; mujeres y hombres; cultos –algunos– y sin estudios –la mayoría–; carismáticos y conservadores; judíos y griegos; pecadores públicos y personas honestas.
De todo esto había en aquella comunidad cristiana tan compleja, conflictiva, cosmopolita y pluralista de Corinto, reflejo casi exacto de muchas de nuestras comunidades de hoy. Es posible que cada grupo se identificara con un personaje de la Iglesia como Pablo, Cefas o Apolo sin que estos personajes fueran en realidad los jefes de fila de los diversos bandos. Ante situación tan compleja, el Apóstol lanza, de momento, una poderosa llamada de atención a la conciencia de todos en favor de la concordia, que termina con preguntas tan incisivas como éstas: «¿Está dividido Cristo? ¿Ha sido crucificado Pablo por ustedes?» (13). Cristo y la Iglesia se identifican de tal modo (cfr. 12,27) que las divisiones en la Iglesia son tan absurdas como si Cristo estuviese dividido.
1,18-31 El mensaje de la cruz. Entramos en la sección más importante de la carta donde Pablo, quien antes nos ha dicho que su misión principal es evangelizar, nos va a comunicar en qué consiste su evangelio, el mensaje que anuncia como embajador de Cristo. No es exagerado afirmar que estamos ante uno de los textos claves de todo el Nuevo Testamento, que ya en adelante va a legitimar o desacreditar todo lo que pensemos, escribamos, hablemos o practiquemos en nombre de Dios a lo largo de la historia. Su mensaje es la cruz de Jesús.
A través de una serie de contrastes audaces y contundentes, Pablo nos acerca al misterio de Cristo crucificado: es un «escándalo», dice, para los judíos que esperan a un Cristo triunfador. Es una «locura», añade, para los griegos que buscan y se apoyan en la razón y la sabiduría. El misterio de la cruz sólo puede expresarse ante los ojos de la sabiduría y razón humanas como «locura y debilidad de Dios», y precisamente por eso, es «fuerza y sabiduría de Dios» (24) para los creyentes. Pablo ciertamente no es un fanático anti-intelectual que desprecia la razón, la ciencia o el progreso. A lo que el Apóstol se opone decididamente es a todo proyecto humano de la índole que sea –incluso religiosa– que, dejando de lado al Dios que se revela en la cruz de Jesús, termina siempre por construir una sociedad basada en la injusticia, la discriminación, la opresión y la violencia.
Esta paradoja, la fuerza de la debilidad de Dios, se prolonga y manifiesta en la comunidad de Corinto, compuesta de gente socialmente sin importancia (cfr. Sant 2,5; Mt 11,25). No abundan los intelectuales, los ricos, los poderosos, la nobleza. Como en otro tiempo a unos esclavos en Egipto (cfr. Dt 7,7s; Is 49,7), así ahora elige a gente sin estudios, sin influjos y sin títulos. Es interesante resaltar la insistencia de Pablo en poner de relieve en estos versículos (26-29), por una parte, la iniciativa de la elección de Dios, repitiendo cuatro veces el termino «elegir» o «llamar», y por otra, la condición social de los destinatarios de su elección: los locos del mundo, los débiles, los plebeyos, los despreciados, los que nada son. Ellos serán, sigue afirmado Pablo, los que humillarán –lo dice dos veces– a los sabios y poderosos y anularán a los que se creen que son algo.
Esta iniciativa de salvación de Dios, absolutamente sorprendente, se hace realidad en Jesús que comunica a los suyos, los débiles de este mundo, la sabiduría, la justicia, la consagración y el rescate. Estas expresiones densas de teología paulina, podrían resumirse en una palabra: «liberación», comenzando ya aquí y ahora. En definitiva, Pablo no hace sino presentar a los corintios –y a nosotros– el proyecto que Jesús anunció en la sinagoga de Nazaret (cfr. Lc 4,14-21). Pablo escribe con la pasión y la lúcida percepción de quien ha comprendido la esencia del Evangelio, es decir, la «memoria» de Jesús, que el Apóstol quiere dejar clara para la Iglesia de Corinto y para todos los que leemos hoy su carta.

2,1-9 Sabiduría superior. Pablo tiene una idea casi obsesiva: la elección gratuita de los corintios por parte de Dios. Vuelve pues, a la carga, insistiendo en cómo se presentó ante ellos sin prestigio ni sabiduría humana convincente y persuasiva, sino débil y temblando de miedo. Su saber y sus credenciales eran solamente Jesús, y éste crucificado. Pablo, por tanto, no fue el trasmisor de ningún conocimiento humano superior. Su fuerza persuasiva procede del Espíritu y es el Espíritu el que dio a los corintios la sabiduría misteriosa de Dios. Para acercarse a este misterio, el Apóstol recurre a Is 64,3: «ningún ojo vio, ni oído oyó, ni mente humana concibió…» completando las palabras del profeta con este final suyo: «lo que Dios preparó para quienes lo aman» (9). ¿Hay mejor manera de describir la experiencia de Dios que sigue fascinando a los hombres y mujeres de hoy, a quienes el Espíritu del Crucificado ha salido al encuentro?

2,10-16 Revelada por el Espíritu. Pablo continúa ahondando en el tema con una comparación. Viene a decir lo siguiente: nadie conoce en profundidad a otra persona si ésta no revela su propia intimidad. La intimidad secreta de una persona la conoce únicamente la persona misma (cfr. Prov 14,10; 20,27) y sólo ésta puede comunicarla. Para que se realice esta comunicación debe existir sintonía entre la persona que abre las puertas de su intimidad y la persona que es invitada a entrar en este misterio humano ofrecido. De modo semejante, dice Pablo, sólo el Espíritu conoce la intimidad de Dios y a Él toca revelarlo y hacerlo comprender.
A Pablo, como intermediario, le toca comunicar oportunamente a otros lo que él ha recibido por revelación. Por su parte, los corintios tienen que sintonizar con el Espíritu para que la comunicación se realice. Esta sintonía, para el Apóstol, es poseer «el pensamiento de Cristo» (16). Sin esta sintonía y horizonte cristiano, todo lo que provenga del Espíritu aparecerá como una incomprensible locura. ¿No es locura toda la vida de Jesús, su opción por los pobres y marginados, el perdón ofrecido a sus enemigos, su misma muerte en la cruz? ¿No han sido tachados de locos, utópicos e idealistas todos los hombres y mujeres que han intentado e intentan seguir a Jesús hasta sus más radicales consecuencias? Pablo insiste una y otra vez en el protagonismo del Espíritu de Cristo como revelador del misterio de Dios.

3,1-23 Inmadurez de los corintios. Después de dejar sentados los grandes principios cristianos sobre los que se debe construir toda comunidad de creyentes, Pablo ataca los problemas concretos de sus queridos corintios, motivo por el cual les dirigió esta carta desde Éfeso, a donde le habían llegado malas noticias de ellos. Dejando los demás asuntos para después, el Apóstol comienza por el problema principal: las envidias y las discordias que tenían dividida a aquella comunidad en bandos (4).
En primer lugar, el Apóstol trata de comprenderlos y en cierta manera de excusarlos. Dice que al principio sólo pudo hablarles como a niños en la vida cristiana y por tanto darles sólo leche y no el alimento sólido que no hubieran podido digerir. Esta inmadurez, sin embargo, ¿no duraba ya demasiado? A continuación Pablo se lanza a desmantelar los bandos basados en el culto a la personalidad: «¿Quién es Apolo?, ¿quién es Pablo?» (5). Para ello utiliza dos bellísimas imágenes sobre la comunidad cristiana, símbolo de toda la comunidad humana, sacadas de la tradición bíblica. La primera: «Ustedes son el campo de Dios, el edificio de Dios» (9). Los ministros y servidores de la fe no son dueños de la comunidad. Ellos plantan, riegan, construyen, edifican, es decir, «somos colaboradores de Dios» (9), pero sólo Dios hace crecer, y «nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, que es Jesucristo» (11), cfr. Ef 2,20-22. La segunda: «¿No saben que son santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?» (16). En el santuario de Jerusalén residía la Gloria de Dios. Era una institución venerada y respetada (cfr. Jr 7 y 26; Mt 21,12-16). El nuevo santuario de Dios no es un recinto, viene a decir Pablo. No está hecho de piedra sino de vida, y son todos los hombres y mujeres de este mundo, sin distinción de religión, raza o nación. Este santuario es sagrado. En él habita Dios. Nadie ha dicho algo tan sublime sobre la dignidad de la persona humana. Y nadie ha sido tan radical y contundente en condenar a todos aquellos o aquellas que destruyan, abusen, discriminen, menosprecien o se olviden de este santuario de Dios: «Dios los destruirá porque el santuario de Dios que son ustedes, es sagrado» (17).
Estas palabras revolucionarias de Pablo deben seguir inquietando y cuestionando a nuestras comunidades cristianas de hoy. El lugar «privilegiado» para dar culto a Dios no son ya iglesias, santuarios, centros de peregrinaciones o el lugar favorito de las devociones de cada uno, sino «las personas», especialmente aquellas que son los santuarios profanados de Dios: los pobres, los marginados, los hambrientos, los emigrantes, los niños de la calle y ese largo etcétera de la miseria humana. Si no descubrimos y damos culto al Dios que habita en ellos, no lo encontraremos en las iglesias o santuarios, pues los habremos llenado de ídolos y dioses falsos. Éste es el horizonte espiritual, «la mentalidad de Cristo» que abre Pablo tanto a los corintios como a nosotros y nosotras. Todo lo que se desvía de este horizonte cristiano es «sabiduría de este mundo», «locura para Dios».
Los ojos iluminados de Pablo nos ofrecen un grandioso final: «Todo es de ustedes, ustedes son de Cristo, Cristo es de Dios» (22s). El Apóstol remata esta parte de la carta volviendo al tema del principio: no pertenecen a Pablo o a Apolo o a Cefas, viene a decir. Al contrario, ellos les pertenecen a ustedes como ministros y colaboradores de Dios al servicio de la comunidad. O lo que es lo mismo, no son los cristianos los que están al servicio de la institución o de la jerarquía de la Iglesia por más alta que ésta sea o de cualquier movimiento eclesial de turno. Al revés. No podemos enajenar nuestra libertad de pensar y de actuar ni nuestra conciencia en una obediencia servil a nuestros líderes, ni éstos pueden imponernos el silencio, siempre que nos movamos dentro de la tradición apóstolica.
Pero, ¡atención!, añade Pablo, tampoco ustedes son el centro. Es decir, la comunidad cristiana no es una democracia independiente, libre y soberana, dueña de su propio destino. El centro de la comunidad es Cristo, de la misma manera que Cristo hizo del reino de Dios el centro de su vida y su misión.

4,1-21 Ministros de Cristo. Pablo entra ahora en el terreno personal. Responde a las críticas de los corintios con toda la riqueza de su carácter fuerte y pasional. He aquí a un Pablo duro y a la vez afectivo, irónico y mordaz, herido pero sin rencor y, sobre todo, sincero. ¿Era considerado por la pequeña élite sofisticada de los corintios como un judeo-cristiano muy por debajo del prestigio intelectual de Apolo? ¿Existían otros rumores o críticas? El Apóstol, se defiende, por supuesto. Conoce la mediocridad y la falta de inteligencia de sus adversarios, pero acepta que se burlen de él.
Comienza diciendo que lo importante es que la gente lo considere a él y a sus compañeros como «servidores de Cristo y administradores de los secretos de Dios» (1), y que lo principal para un administrador es que sea fiel (2). Ni más ni menos. Añade a continuación que le importan muy poco las críticas y que ni él se juzga a sí mismo. El juicio lo deja para Dios. Por otra parte, nada le reprocha la conciencia, aunque está dispuesto a admitir sus fallos.
Se lanza después a una larga y apasionada confesión de lo que ha significado y significa ser servidores de Dios y fieles a la misión encomendada: ser exhibidos como los últimos, como condenados a muerte, como espectáculo de burla, como locos; padecer hambre y sed; ir medio desnudos; ser despreciados; vagar a la aventura; recibir golpes; fatigas; trabajo físico; calumnias; insultos; persecuciones. El final es conmovedor: «somos la basura del mundo, el desecho de todos hasta ahora» (13). A todo esto, los misioneros del Evangelio responden con la actitud de Cristo: «bendecimos... resistimos... consolamos» (12s).
El contrapunto de esta letanía de sufrimientos lo pone la actitud autosuficiente de los corintios a la que alude Pablo con mordacidad e ironía: se creen prudentes, fuertes, estimados. Ya antes les había reprochado su complejo de superioridad, estar saciados de vanagloria como si fuera suyo lo recibido gratuitamente de Dios, como si estuvieran ya reinando y no caminando todavía bajo el signo de la cruz de Cristo.
Al final reaparece el Pablo afectuoso, el padre que amonesta a sus hijos queridos a los que ha engendrado para Cristo. Les promete una visita y esta vez se presentará a ellos, no temblando y lleno de miedo como en la primera vez, sino con el ejemplo de su vida que procede de la fuerza del Evangelio.

5,1-13 El incestuoso. En clara oposición a la conducta autosuficiente de los corintios, Pablo va a denunciar un caso de incesto, una vergüenza que precipita la fermentación del mal en la comunidad entera como la levadura en la masa. El Apóstol propone una reunión de la comunidad en el nombre del Señor Jesús, para decidir qué hacer con el incestuoso. Aunque ausente corporalmente, el Apóstol declara ya su voto: que «entreguen ese individuo a Satanás» (5). La expresión nos puede parecer excesivamente dura. Probablemente se trata de un modo de hablar de excomunión. De todas formas, el castigo es medicinal y caritativo: para que «se salve el día del Señor Jesús» (5). Otro caso de excomunión se encuentra en la correspondencia de Pablo con la misma comunidad de Corinto (cfr. 2 Cor 2,5-11). El castigo surte efecto y Pablo mismo recomienda que el hermano sea readmitido en la comunidad.
El Apóstol aprovecha el caso para recordarles lo que ya les había escrito en una carta anterior que no se ha conservado, donde puntualiza las normas de comportamiento y trato con los gentiles. El contexto socio-cultural de Corinto, una de las ciudades más corrompidas del imperio romano, planteaba a aquellos cristianos un serio problema de convivencia con los de fuera de la comunidad. Pablo hace una distinción. Con los inmorales, explotadores, avaros e idólatras «no cristianos», les dice que se comporten con normal convivencia. El cristianismo no es una secta. Sin embargo, con los corrompidos, explotadores y avaros «de dentro» –Pablo viene a decir que sólo son cristianos de nombre–, el Apóstol es taxativo y duro: «Con ellos, ¡ni coman!» (11). ¿Medida extrema de protección para una comunidad que vivía continuamente expuesta a la decadencia y corrupción ambiental?
Aunque expresado en forma negativa, Pablo está refiriéndose al sentido de identidad que debe tener una comunidad de creyentes, a los lazos de unión, de corrección fraterna, de mutua solidaridad y de radicalidad en el seguimiento de Jesús que, al mismo tiempo que protege a sus miembros, les capacita para ofrecer a los de afuera su testimonio cristiano.
Un cristiano o cristiana sin un sentido fuerte de pertenencia a la comunidad es casi imposible que se mantenga como tal en el tipo de sociedad en que vivimos. Esto es lo que viene a decir Pablo a los creyentes de hoy. La descristianización reciente de muchas zonas del mapa tradicional cristiano ha comenzado justamente con la pérdida de identidad comunitaria.

6,1-11 Pleitos entre cristianos. Es justamente la baja calidad de la vida comunitaria de los corintios lo que ataca Pablo en este caso. No existe el diálogo ni la caridad. A los «bandos» de que ha hablado antes se añade ahora la desgracia de los pleitos, con el agravante de que los asuntos de familia se exponen y someten ahora a los de fuera.
El Apóstol propone un mandato y un consejo. El mandato es resolver los pleitos dentro de la comunidad, sometiéndolos a árbitros cualificados, capaces de juzgar con sentido y justicia cristiana. Hay que lavar los trapos sucios dentro de casa, viene a decir. El consejo parece más fuerte aún que el mandato. Pablo pide a los demandantes cristianos ante los tribunales civiles ceder los propios derechos por el bien de la paz, que es el triunfo de la caridad sobre la legalidad. Este consejo actualiza el de Jesús en el sermón del monte (cfr. Mt 5,38-40). Es más, Pablo cuestiona el derecho que tienen a sentirse ofendidos por algún robo o delito contra la propiedad, que es lo que parece que estaba en litigio. Los demandantes son probablemente los ricos de la comunidad, los únicos con la capacidad económica y legal de pleitear ante los tribunales del Imperio. Al fin y al cabo, viene a decirles Pablo, ¿no son sus riquezas fruto del despojo a hermanos suyos? Termina este asunto de los pleitos con una llamada de atención a los ricos y poderosos para que se rijan por la justicia del Evangelio: «¿no saben que los injustos no heredarán el reino de Dios?» (9).
A continuación, Pablo completa la serie de conductas negativas que ya había iniciado en 5,11, aludiendo a los fornicadores, idólatras, adúlteros, etc. Ellos tampoco heredarán el reino de Dios. El motivo lo deja para el final, donde con tres términos de gran contenido teológico describe el milagro acontecido en los creyentes de Corinto. Si antes incurrieron en esos vicios, ahora, por el bautismo en el nombre de Jesús han sido «purificados, consagrados y absueltos por la invocación del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios» (11). Estos tres términos aluden a la trasformación existencial ocurrida en el bautismo que debe dar a luz a una persona nueva y santa.

6,12-20 Libertad cristiana y fornicación. El tema que toca Pablo en este apartado de su carta es de candente actualidad. Lo era entonces y lo sigue siendo hoy: la libertad sexual. En estilo de diatriba, el Apóstol repite y refuta los argumentos de los corintios.
El primer argumento es una burda interpretación de la libertad evangélica a la que Pablo alude con frases como «todo me está permitido» (12). Es probable que algunos miembros de la comunidad se hubieran dejado influir por corrientes del pensamiento gnóstico griego, muy en boga en aquellos días, según las cuales lo material –el cuerpo y sus funciones– está separado de la dimensión espiritual del hombre y de la mujer y por consiguiente no afecta ni poco ni mucho al área del espíritu. Así las cosas, lo sexual no estaría condicionado por la nueva realidad cristiana adquirida en el bautismo.
El segundo argumento en apariencia más convincente: la satisfacción o gratificación sexual es tan necesaria y éticamente neutra como el comer. Hoy día lo formularíamos así: el sexo es simplemente una función natural y si se practica entre adultos, sin coacción, libremente, con el mutuo consentimiento de los interesados y sin daño a terceras personas, pertenece al ámbito de lo privado donde nadie tiene el derecho a meterse y menos a moralizar.
Pablo refuta estos argumentos desde la visión de una verdadera antropología cristiana. Se opone frontalmente a una dicotomía de la persona humana entre cuerpo y espíritu y por consiguiente a todo falso espiritualismo que rebaje, desdeñe o menosprecie el cuerpo y por tanto a la sexualidad. La persona humana no «tiene» cuerpo sino que «es» cuerpo.
Ahora bien, el hombre y la mujer enteros, con sus cuerpos, pertenecen al ámbito de la salvación. Por ellos y ellas murió Jesús corporalmente y los cuerpos han de compartir también la gloria del resucitado. La sexualidad, como parte importante del cuerpo, asciende también al ámbito de la salvación. Somos miembros de Cristo, repite Pablo. El cuerpo del cristiano –no sólo la comunidad– es signo visible y templo del Espíritu. Nuestra vida moral se juega también en el uso de nuestro cuerpo.

7,1-16 Matrimonio y celibato. Aquí comienza Pablo a responder a las consultas de los corintios. Primero se refiere a los casados (2-7). En el extremo opuesto de los que declaran el «amor libre» se encuentran los que excluyen el matrimonio o las relaciones sexuales dentro de él, de acuerdo con filosofías sectarias de corte ascético. Había de todo en aquella comunidad tan pluralista.
Pablo respalda la pareja. Reconoce, ante todo, la normal inclinación sexual de todo ser humano, también de los creyentes de Corinto, y considera el matrimonio como el cauce concreto de vivir dicha inclinación. Posee como trasfondo el mandato bíblico de dejar la propia familia, vivir con la esposa o el esposo y multiplicarse en los hijos (cfr. Gn 1,28; 2,24). Es claro el reconocimiento por parte de Pablo de la igualdad de los cónyuges en cuanto a sus derechos sobre el otro. La mujer no es mera posesión del marido. En cuanto a la sexualidad compartida, es taxativo: «no se nieguen el uno del otro si no es de común acuerdo y por un tiempo, para dedicarse a la oración» (5). El Apóstol conoce bien la tradición bíblica que ha cantado y ensalzado con tanto realismo y poesía el goce de la entrega sexual mutua. Pablo acepta, no obstante, ciertos períodos de continencia sexual temporal para dedicarlos a la oración, pero a continuación viene a decir a los casados que no exageren, no sea que el remedio sea peor que la enfermedad. En resumidas cuentas, el matrimonio para Pablo es un don –carisma– de Dios que lleva consigo una misión fundamental dentro de la sociedad.
Al final de estas consideraciones dirigidas a los casados, el Apóstol deja caer una frase que ha sido manipulada y mal interpretada por muchos: «porque desearía que todos fueran como yo» (7), es decir: célibe, soltero y sin compromiso. ¿Qué intentaba decir Pablo a los corintios? ¿Está proponiendo el celibato como ideal supremo del los que siguen a Jesús? Ciertamente no. Pablo no concibe el celibato como proeza del esfuerzo y control humano sino que, al igual que el matrimonio, se trata de un carisma –su palabra favorita–, un don gratuito de Dios. Entre los diversos dones y carismas que Dios nos da, no hay categorías de inferior y superior. Dicho de otro modo, el religioso o la religiosa que vive su voto de castidad por el reino de Dios no ha sido llamado o llamada a ningún «estado de perfección» –expresión técnica que ha sido ya borrada de la teología de la Vida Consagrada– superior al «estado de casado».
Pablo, pues, se dirige a los solteros y las viudas de la comunidad y viene a decirles que permanezcan como están, es decir célibes, si ése es su carisma. Si no, «más vale casarse que vivir consumidos en malos deseos» (9). Volverá de nuevo sobre el tema del celibato y matrimonio. Ahora, el Apóstol se dirige otra vez a los casados recordándoles como ley del Señor Jesús (cfr. Mc 10,1-12) la indisolubilidad del matrimonio, al menos como ideal a conseguir. Esta ley del Señor no es absoluta sin más. De hecho, establece a continuación una excepción a la regla en el caso concreto de los matrimonios mixtos tan comunes, al parecer, en la comunidad de Corinto. Detalla los casos posibles con minuciosidad, refiriéndose al poder de santificación de que son portadores tanto el marido como la esposa cristiana capaz de trasformar al cónyuge no cristiano y a los hijos e hijas de ambos, realizando así un matrimonio indisoluble y feliz. Pero si la convivencia es imposible y el cónyuge no cristiano se separa, la parte cristiana queda libre y puede volver a casarse. Aquí radica el llamado «privilegio paulino», reconocido siempre en la Iglesia como caso particular en que puede disolverse el matrimonio.
Sea lo que sea, Pablo concluye que el «Señor nos ha llamado para vivir en paz» (15). He aquí el criterio último del Apóstol para decidir sobre situaciones matrimoniales insostenibles, caigan o no bajo el «privilegio paulino». En definitiva, la ley de la indisolubilidad matrimonial tendrá que someterse siempre a la ley suprema de la caridad.

7,17-24 No cambiar de condición. Estos versículos parecen ser una especie de resumen: como regla general, que los casados permanezcan como tales, las viudas como viudas y los solteros en su estado de soltería. Pero Pablo aplica ahora esta regla general a otras situaciones socio-religiosas: el estar circuncidado o no, el ser esclavo o libre. La llamada de Cristo, viene a decir, no está vinculada a ninguna clase o condición social. Las asume todas y al mismo tiempo las relativiza todas. En un plano superior, la distinción entre esclavo y libre queda invertida con ganancia para ambos; ser cristiano es una «emancipación» para el esclavo (cfr. Gál 5,1). Ser siervo de Cristo es un honor para el libre. Lo importante es pertenecer a Cristo que nos compró a un gran precio, el de su sangre. No obstante, dice Pablo, los esclavos que puedan obtener la libertad, que lo hagan.
¿Se muestra aquí el Apóstol indiferente ante la esclavitud o, en general, ante la situación social de los corintios? Sería injusto achacar esto a Pablo. El horizonte desde el que habla es el de los acontecimientos finales de la historia que ya están llamando a las puertas. Desde esta perspectiva, lo absolutamente necesario, que es pertenecer a Cristo, relativiza todo lo demás.

7,25-40 Matrimonio y virginidad. Estamos ante un pasaje que ha generado gran diversidad de interpretaciones. Además, algunas palabras de Pablo pueden ser traducidas de diferente manera. La pregunta a la que el Apóstol intenta dar una respuesta sería esta: ¿matrimonio o celibato, qué es lo mejor? La pregunta no se referiría al matrimonio en general, pues ya fue contestada anteriormente. Parece ser que los que proponían esta cuestión eran jóvenes solteros de ambos sexos –no muchos, seguramente– quienes ante el ejemplo del celibato de Pablo estaban ponderando adoptar esa posible opción de vida. ¿Se trataba de jóvenes que se habían comprometido más a fondo con la tarea de evangelización en Corinto y a los que Pablo consideraba como colaboradores suyos más directos? Es lo más probable.
El Apóstol parece sentirse como perplejo ante la respuesta que dar. Por eso comienza diciendo que no tiene mandato del Señor sobre el tema. Sólo puede ofrecer un consejo. Eso sí, basado en la experiencia de su misión apostólica y como hombre de fiar que es, por la misericordia de Dios. Más adelante dirá que también él tiene el Espíritu del Señor. Se trata pues de un consejo apostólico orientado a la misión. Supuesta la posible existencia de ese carisma del celibato misionero (7,7) en los jóvenes en cuestión, Pablo les dice que entre dos bienes a elegir, matrimonio y celibato, para ellos es mejor el celibato. Apoya este consejo, en primer lugar, en las tribulaciones que le estaba acarreando su dedicación total al Evangelio y que antes mencionó (4,11-13). ¿Sería compatible esto con la necesarias preocupaciones que exige la vida matrimonial?
Pablo no está negando en absoluto ni relativizando la vocación de los casados a trabajar por el evangelio. Nada más lejos de su intención. El Apóstol se refiere a un carisma nuevo que estaba surgiendo en las comunidades cristianas y, en concreto, también en la de Corinto: la opción por una vida célibe para preocuparse «de los asuntos del Señor para estar consagradas en cuerpo y espíritu» (34). A ese carisma del celibato por el reino de Dios, a imitación de Jesús y de él mismo, quiere darle el Apóstol carta de legitimidad en la Iglesia (cfr. Mt 19,21). Es más, lo cree necesario dentro de la comunidad cristiana, sin comparaciones de superioridad o inferioridad con respecto al matrimonio. El carisma o don vocacional que Dios da a cada persona es el mejor para él o para ella y cada cual tiene derecho a referir las ventajas del camino elegido. Esto es lo que hace el Apóstol aquí, ni más ni menos.
De todas formas, el horizonte en que se mueve el Apóstol es el futuro reino de Dios que ya ha irrumpido en nuestro presente cotidiano, relativizando y orientando toda situación humana hacia ese «después» que será el destino de todos y de todas. Es desde esta perspectiva desde la que juzga la conducta existencial cristiana en este teatro del mundo: «los que tengan mujer vivan como si no la tuvieran, los que lloran como si no lloraran», etc. (29-31). Nada de desprecio del mundo, sus afanes y sus conquistas, sino orientación de todo a lo único absolutamente necesario: la salvación definitiva. Es justamente ésta la función del carisma del celibato por el reino de Dios: ser parábola y símbolo ya ahora, para la Iglesia y para el mundo, de las realidades futuras.

8,1-13 Víctimas sacrificadas a los ídolos. Pablo se refiere a un caso muy concreto de aquella comunidad que vivía en ambiente pagano: comer o no comer carne que había sido sacrificadas a los ídolos. Este problema nos hará sonreír seguramente a los cristianos de hoy. Sin embargo, como nos tiene ya acostumbrados, Pablo se eleva por encima de lo circunstancial del caso concreto y ofrece a los corintios –y a los lectores y lectoras de hoy– una formidable lección de la dimensión de solidaridad que tiene que tener la libertad cristiana.
Se trataba de la carne que sobraba de banquetes cúlticos y que luego se vendía en el mercado. Naturalmente, el cristiano o la cristiana no participaban en el culto a los ídolos. ¿Podía, sin embargo, comprar la carne en el mercado y comerla? He aquí la cuestión.
Había en la comunidad cristianas y cristianos escrupulosos –el Apóstol los llama de «conciencia débil»– (7), probablemente recién convertidos del paganismo, que consideraban dicha carne como contaminada ya de idolatría y, por tanto, no la comían escandalizándose de que otros lo hicieran. Es a los otros, a los «liberados», a los que se dirige Pablo. Lo hace en dos planos. El del «conocimiento» o conciencia ilustrada y el de la «caridad».
Dice el conocimiento: sólo existe un solo Dios, por tanto las carnes sacrificadas a los ídolos son como otra carne cualquiera y nada hay de malo en comerla. Dice la caridad: no se puede escandalizar al hermano o a la hermana que tiene la conciencia menos formada o escrupulosa. Provocar la caída del hermano es hacer grave ofensa a Cristo (cfr. Rom 14,15-20).
No pretende el Apóstol que dejemos al de conciencia débil en su ignorancia. Todo lo contrario. Sin embargo, es el respeto al débil y al ignorante lo que da a nuestra libertad su calidad de libertad cristiana, es decir, una libertad presidida y regulada por la caridad. En definitiva ésta es la verdadera libertad que nos ha traído Jesús.

9,1-27 El ejemplo de Pablo. Es justamente la defensa de esta libertad que él ejerce lo que hace a Pablo lanzarse a este discurso polémico, apasionado y vehemente. En él se recogen algunas de las expresiones más memorables que hayan salido de la literatura paulina. Comienza diciendo que es libre y Apóstol como el que más, pues, «¿no he visto a Jesús Señor nuestro?» (1). Prueba de ello: «el sello de mi apostolado para el Señor son ustedes» (2). Enumera después los derechos de los que podría estar disfrutando en su calidad de apóstol y a los que ha renunciado libremente por el bien de la comunidad como comer y beber (4) a expensas de la misma comunidad o ser acompañado en sus correrías apostólicas por «una esposa cristiana como los demás apóstoles» (5), etc.
A Pablo le indigna, sobre todo, que le critiquen el derecho y la libertad de trabajar con sus manos para su propio sustento y no ser gravoso a nadie. Esto del trabajo manual de Pablo, humilde tejedor de tiendas y toldos, no iba muy de acuerdo con la cultura greco-romana que consideraba todo trabajo manual como quehacer de esclavos y por tanto, en este caso, indigno de un Apóstol y fundador de comunidades cristianas.
Pablo es reiterativo, repite una y otra vez con toda una serie de comparaciones y referencias bíblicas que el Apóstol como el soldado, el labrador o el pastor tiene derecho a gozar de los frutos de su trabajo, para terminar enfáticamente: «Pero yo no he usado ninguno de esos derechos» (15). ¿Está pidiendo Pablo el reconocimiento o la admiración de los Corintios? «¡Más me valdría morir!» (15), exclama con orgullo.
A partir de aquí, el Apóstol se remonta a describir el sentido de su misión de anunciar la Buena Noticia con una de las expresiones más fascinantes que han salido de su boca: «¡Ay de mí si no anuncio la Buena Noticia!» (16). Se siente como un profeta, forzado a predicar. Nos recuerda el ejemplo de Jeremías (Jr 15,17); arrollado por el fuego interior del mensaje, «hacía esfuerzos por contenerla y no podía» (Jr 20,9).
Sólo fuertes contrastes de palabras como éstos pueden expresar la nueva realidad existencial con que fue agraciado Pablo en su encuentro con el resucitado en el camino de Damasco, que hizo de él un hombre libre y gozosamente encadenado por Jesús (cfr. Hch 9). Esa fuerza que le encadena desde dentro es el amor, expresión suprema de la libertad.
La «memoria» de este Jesús, grabada en lo más profundo de su ser, le llevará a elegir e identificarse con los débiles y marginados en una vida de continuo riesgo evangélico. En Antioquía (cfr. Gál 2,11-15) se puso de parte de los pagano-cristianos, cuya causa vio amenazada. Ahora en Corinto sale en defensa de los «débiles» judeocristianos. Se siente judío con los judíos, sin ley con los sin ley, débil con los débiles. En una palabra: «Me hice todo a todos para salvar por lo menos a algunos» (22). ¿Qué paga espera Pablo? No otra que participar en la misma Buena Noticia que anuncia.
Termina con una imagen deportiva de carrera y pugilato, sugerida por los «juegos ítsmicos» que se celebraban en Corinto, para ilustrar el modo de ser libre que él ha escogido: entrenamiento, disciplina y renuncia para conseguir el premio. Si en el estadio uno solo consigue la medalla deportiva, en el terreno cristiano todos y todas conseguirán el premio con tal de que corran y se esfuercen con perseverancia y tesón.

10,1-13 Peligro de idolatría. Pablo ilustra la necesidad de perseverar hasta el final, haciendo desfilar ante los ojos de los corintios varios episodios escalonados de los israelitas en el desierto, comentándolos no como un predicador fundamentalista, sino con la libertad de interpretación de la tradición rabínica, para aplicarlos al momento presente de la comunidad. El tema del Éxodo era uno de los más explotados por dicha tradición en la que se había educado el judío Pablo. Los episodios ejemplares recogidos son: el paso del mar (cfr. Éx 14), el maná (cfr. Éx 16), el agua de la roca (cfr. Nm 20), la cobardía ante el peligro (cfr. Nm 14), el ternero de oro (cfr. Éx 32), la prostitución sagrada (cfr. Nm 25), las serpientes (cfr. Nm 21), la protesta (cfr. Nm 17).
Los israelitas fueron un pueblo favorecido y mimado por Dios, sin embargo muchos de ellos prevaricaron, se prostituyeron, se hicieron idólatras, fornicaron, protestaron, se rebelaron a la hora de la tentación en el desierto. El desierto es la etapa tradicional de «la prueba» (cfr. Éx 16,4; 20,20; Dt 8,2.16) que es parte integrante de la existencia humana y cristiana. En el Padrenuestro pedimos superarla, no eliminarla.
Pablo, simple y llanamente, hace un llamamiento a eliminar de nuestras vidas toda presunción y autosuficiencia. Humilde y a la vez preparado como un atleta, es como quiere ver el Apóstol al cristiano frente a la tentación que continuamente ronda nuestras vidas. No estamos, sin embargo, solos o solas ante el peligro: «Dios es fiel y no permitirá que sean probados por encima de sus fuerzas» (13).

10,14–11,1 Comidas idolátricas y libertad cristiana. Las tentaciones concretas y algunas de las caídas de los corintios ya han aparecido en la carta. Pablo va a juzgar ahora un caso particular: la participación en los banquetes cúlticos paganos. Ante la posible objeción de que los ídolos son nada y que por tanto esos banquetes son neutros (8,4), Pablo responde con dureza: «no quiero que entren en comunión con los demonios» (20). Esos «demonios», viene a decirles, son hoy los «rivales» de nuestro único Dios, que es un «Dios celoso» (cfr. Éx 20,5; 34,14; Dt 4,24; 5,9; 6,15).
Cometeríamos un error si atribuyéramos a las palabras de Pablo un sentido de condenación o menosprecio de las religiones paganas sin más. Lógicamente, el Apóstol no llama divinidades y demonios a aquellos ídolos de madera o mármol de las ceremonias cúlticas. No era tonto. Pero sabía muy bien que aquellos banquetes no eran inocentes reuniones cívicas o folclóricas a las que un cristiano convencido y «liberado» podía atender sin peligro de su fe. Los «verdaderos demonios» a los que allí se daba culto, simbolizados en las imágenes e ídolos que presidían los banquetes, eran la hegemonía y el poder de la clase dominante que estaban a la base de la ideología política del imperio con sus secuelas de discriminación y explotación.
Los demonios de la injusticia y de la explotación del pobre no conocen fronteras. Se anidan y camuflan en sistemas políticos o económicos, en consejos de administración, incluso en prácticas e ideologías religiosas. Estos «demonios» son los que hacen la competencia y desencadenan los celos de Dios. En resumidas cuentas, Pablo está diciendo a la élite rica y «liberada» de los cristianos de la comunidad que se abstengan de esos banquetes aun a riesgo de perder conexiones, amistades y oportunidades económicas. La razón profunda de este comportamiento cristiano nos la ofrece Pablo presentando la eucaristía, centro y eje de la comunidad de creyentes, como la expresión y afianzamiento de una especie de parentesco «carnal», de misteriosa «con-sanguinidad» con el Señor. Ahí se efectúa la comunión con Dios y con los hermanos y hermanas. El pan único que comemos lo simboliza y la comida en común lo realiza. «No pueden beber la copa del Señor y la copa de los demonios; no pueden compartir la mesa del Señor y la mesa de los demonios» (21), concluye Pablo. Sobre este tema volverá después.
Finalmente, retomando el asunto de la libertad (6,12), el Apóstol repite otra vez que la caridad impone un limite a la libertad y que el uso de ésta ha de ser «constructivo». Sólo lo será si damos preferencia al prójimo, especialmente al prójimo necesitado.

11,2-16 El velo de las mujeres. He aquí un problema que nos resulta culturalmente lejano. En la antigüedad, tanto entre los judíos como en el mundo griego, la mujer llevaba pañuelo en la cabeza como signo de pudor. Según Nm 5,18, se priva de dicho pañuelo a la mujer sospechosa de adulterio. ¿Por qué algunas mujeres cristianas de Corinto tomaron la iniciativa de quitarse el velo en las reuniones y asambleas religiosas? Con toda probabilidad fue la nueva libertad de que estaban gozando en las comunidades cristianas de entonces y que el mismo Pablo favorecía y animaba lo que llevó a aquellas mujeres a efectuar este gesto de desafío a las costumbres establecidas. De hecho, las mujeres de las comunidades de Pablo tenían mucha más libertad y protagonismo que nuestras mujeres en las asambleas cristianas de hoy. Dirigían la oración, predicaban, profetizaban y enseñaban. Eran líderes reconocidas y respetadas. Algo totalmente nuevo e inaudito para las costumbres de entonces, incluso para nuestros días. Las cartas del Apóstol están salpicadas de nombres de mujeres líderes y colaboradoras de primera línea en su apostolado.
¿Quisieron expresar, quitándose el velo, su igualdad con los hombres que dirigían la oración y profetizaban a cabeza descubierta? ¿Fueron, quizás, demasiado lejos provocando así la reacción de los elementos conservadores de la comunidad? Así pensaba Pablo y por tanto critica el gesto. Otra cosa son los argumentos de antropología (14) y de Escritura que invoca el Apóstol para reforzar su rechazo, apuntando a la dependencia de la mujer con respecto al hombre y por tanto a cierta inferioridad del sexo femenino. Aquí Pablo se muestra como lo que era: un hombre de su tiempo, influido por corrientes machistas de interpretación bíblica, muy en boga en ámbitos judíos de entonces y que hoy ciertamente están fuera de lugar. Lo curioso es que «el Pablo cristiano» no parece estar muy convencido de sus propios argumentos, por eso echa marcha atrás en mitad de su reflexión: «Si bien, para el Señor, no hay mujer sin varón ni varón sin mujer» (11) y que, al fin y al cabo, «si la mujer procede del varón, también el varón nace de la mujer y ambos proceden de Dios» (12). Queden, pues, estas opiniones del Apóstol con respecto a la mujer como testimonio de la tensión entre la cultura tradicional y la novedad evangélica en que se debatía la Iglesia primitiva, sin excluir al mismo Apóstol. Una tensión que sigue hoy día y que seguirá hasta que la completa igualdad de derechos y oportunidades del hombre y la mujer sea una realidad no sólo en la sociedad, sino también en la Iglesia.

11,17-34 Ágape y Eucaristía. Pablo se enfrenta ahora con un problema mucho más serio, el escándalo de las celebraciones eucarísticas de los corintios. La «cena del Señor» o eucaristía solía celebrarse al atardecer en las casas privadas –no había iglesias aún– de los más ricos de la comunidad, las únicas que tenían capacidad para acoger a 50 ó 60 personas. Antes de comenzar la «cena del Señor» propiamente dicha, se tenía una comida de hermandad a la cual los pudientes traían sus provisiones que supuestamente tenían que ser compartidas entre todos. Sin esperar a que llegaran los más necesitados y rezagados que solían ser los trabajadores y esclavos a causa de su larga jornada de trabajo, los ricos comían y bebían a sus anchas, de modo que cuando llegaban los pobres, a éstos les tocaba las sobras, si es que algo sobraba. Inmediatamente después, ricos y pobres, los unos satisfechos y hasta borrachos y los otros medio hambrientos, procedían a celebrar la eucaristía.
Al saberlo, Pablo estalla lleno de indignación. ¿Hasta ese extremo llegan las divisiones entre los ricos y pobres de la comunidad? ¿Qué clase de eucaristía celebran ustedes?, viene a decir el Apóstol a aquellos ricos. Para comer y emborracharse, coman y emborráchense en sus casas. Hacerlo donde lo hacen menosprecian la Asamblea de Dios y avergüenzan a los que nada poseen (22) y que son supuestamente hermanos y hermanas suyos.
Ante esta situación, Pablo expone a los corintios el relato de la Institución Eucarística, su sentido y consecuencias, en una bella catequesis que al mismo tiempo que enseña, denuncia y amonesta. Se trata del documento más antiguo del Nuevo Testamento sobre la Institución de la Eucaristía, dado que esta carta fue escrita hacia el año 55 ó 56, bastante tiempo antes que los evangelios. El Apóstol dice que les trasmite una tradición que él mismo ha recibido, probablemente en Antioquía, y que se remonta hasta el Señor. En tiempos de Pablo dicha tradición se había ya concretado en una celebración litúrgica donde se realizaban las dos acciones eucarísticas (23-25), una a continuación de la otra –exactamente como en nuestras eucaristías de hoy, donde a la bendición del pan sigue la bendición del cáliz–, y no espaciadas de acuerdo con el ritmo de la cena judía de la Pascua, tal como ocurrió en la «última cena del Señor». La comida de hermandad se tenía antes y estaba íntimamente ligada al sentido mismo de la eucaristía, es decir la unión y solidaridad.
Pablo sitúa la celebración eucarística entre dos horizontes, ambos referidos a Jesús. Uno histórico: «la noche que era entregado» (23). Otro, futuro: «hasta que vuelva» (26). Entre ambos horizontes trascurre el «aquí y ahora» de la vida y misión de la comunidad cristiana que tiene su corazón y su centro en la Eucaristía. El pan y el vino consagrados recuerdan, actualizan, hacen presente en el seno de la comunidad «la memoria de Jesús», es decir, toda su vida entregada a los pobres, los marginados y pecadores que culmina con la muerte en la cruz y la resurrección. Ahora bien, esta «memoria de Jesús», a través de la invocación y presencia del Espíritu Santo, libera, transforma y salva, pues «siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que vuelva» (26). Así, el «cuerpo eucarístico» de Jesús no es ya solamente su cuerpo muerto y resucitado, presente en el pan y en el vino, sino que abarca a toda la comunidad de creyentes que queda transformada en el «cuerpo de Cristo» según la metáfora favorita de Pablo para referirse a la comunidad cristiana.
El Apóstol saca las consecuencias. ¿Se puede participar en la eucaristía, oír la palabra de Dios, comulgar el cuerpo y la sangre del Señor y después ignorar al pobre y al oprimido? El Apóstol es durísimo: quien coma el pan y beba la copa del Señor indignamente comete pecado contra el cuerpo y la sangre del Señor, se come y bebe su propia condena porque desprecia el «cuerpo» de Cristo en sus miembros más débiles, oprimidos y marginados. El compromiso por la justicia y la liberación no es ya mera exigencia ética para Pablo, sino que surge de la misma entraña del ser cristiano, es decir, de pertenecer al «cuerpo» de Aquel que dio su vida por la liberación de todos en una clara opción por los más desprotegidos y marginados de la sociedad. Ésta es la misión de la Iglesia, cuerpo de Cristo, «hasta que Él venga» y haga definitiva y universal la salvación ya comenzada.

12,1-31 Dones espirituales. La imagen del «cuerpo de Cristo», la usa ahora Pablo para enfrentarse a otro problema que tenía la comunidad de Corinto: las rivalidades, celos y rencillas a causa de los diversos dones espirituales –carismas– que los cristianos habían recibido y que ejercitaban tanto en el seno de la comunidad como hacia afuera. Este problema de celos, competencias y discriminación no oculta sino que, al contrario, resalta lo verdaderamente positivo de aquella comunidad. Eran cristianos entusiastas, llenos del Espíritu, conscientes de su protagonismo y de la función mayor o menor que cada uno y cada una podía aportar dentro del grupo. Por eso, a pesar de todas sus debilidades humanas y abusos, la comunidad de Corinto sigue siendo un ejemplo para los creyentes de todos los tiempos. ¿Qué diría el Apóstol de muchas de nuestras comunidades cristinas de hoy, cuyo verdadero problema es la pasividad y el desinterés de sus miembros?
Pablo enumera una lista de estos dones o carismas tanto al principio (8-11) como al final de esta sección de su carta (27s). No se trata de listas exhaustivas sino ilustrativas de la variedad y pluralidad que caracterizaba a la comunidad donde había de todo: gente con el don de sabiduría, de discernimiento, de curación, de consejo, de predicación, de expresar experiencias espirituales y de interpretarlas –el Apóstol llama a estos dones el hablar en lenguas e interpretarlas–, de liderazgo –apóstoles, profetas, maestros–, de asistencia a los necesitados, etc. Es decir, una comunidad verdaderamente plural, viva y comprometida.
¿Cuál era, pues, el problema? El de siempre, es decir: las personas que ejercían funciones más humildes eran minusvaloradas, despreciadas y subordinadas. En cambio, algunos dirigentes y líderes se destacaban del grupo y terminaban dominando y reduciendo al silencio a los otros, seguramente los más pobres y menos influyentes. Pablo, pues, quiere frenar este abuso de discriminación y arrogancia por parte de algunos privilegiados, afirmando que los ministerios, carismas y actividades tienen como origen común al Señor, a su Espíritu y a Dios. Sin usar una terminología trinitaria evolucionada, es patente el pensamiento trinitario del Apóstol: Espíritu –Santo–, Señor –Jesús–, Dios –Padre–.
Los dones y carismas, pues, no son cualidades naturales ni fruto del esfuerzo humano ni méritos o privilegios, sino pura gracia y regalo de las tres personas divinas. Además, estos dones no son para uso y usufructo exclusivo de los que los han recibido, sino para el bien de toda la comunidad. A continuación, el Apóstol vuelve a tomar la imagen de la comunidad como «cuerpo de Cristo» y la relación que debe existir entre sus miembros.
Viene a decir, en primer lugar, que las categorías discriminatorias de esclavo o libre, judío o griego, hombre o mujer, ricos o pobres, ya no existen, pues han sido abolidas por el Señor. En segundo lugar, que todos y todas sin excepción son protagonistas en la construcción del reino de Dios, tarea de toda comunidad cristiana. La imagen de la sociedad como «cuerpo organizado» era bastante común en el pensamiento ético de la cultura griega. Se usaba, sin embargo, para reforzar el «status quo», es decir, la superioridad y el dominio de unos sobre otros. Al aplicar esa imagen a la comunidad cristiana, Pablo intenta justamente lo contrario: desmantelar cualquier estructura de dominio que margine a los miembros más débiles y vulnerables, o que les quite el protagonismo y los reduzca a «oír y callar» como ha sucedido durante tantos siglos con los sufridos «laicos», cuyo término ha llegado a ser sinónimo de «ignorante».
El Concilio Vaticano II ha dado finalmente un vuelco a la situación al afirmando que la «Iglesia docente, santificante y dirigente» no es ya exclusivamente la jerarquía eclesiástica, ni los «ministerios» son exclusivos de los obispos y sacerdotes, sino que los cristianos que constituyen la «masa silenciosa» del laicado, en virtud del bautismo recibido, tienen también el carisma del Espíritu de «enseñar, santificar y liderar» dentro de las relaciones de armonía con la jerarquía que constituyen este «misterio de comunión» que es la Iglesia. El sueño de Pablo de una Iglesia toda carismática y toda ministerial se va haciendo poco a poco realidad.

13,1-13 Himno al amor cristiano. Lo que en el cuerpo realiza y anima la funcionalidad orgánica, en la Iglesia lo realiza el super-carisma que es el amor. Al llegar aquí, la retórica de Pablo se vuelve lírica para cantar al amor. Puede compararse con la enseñanza del sermón de la cena –especialmente Jn 15,12-17– y la primera carta de Juan. A los términos griegos corrientes de «eros» o «philia» ha preferido Pablo uno menos frecuente, «ágape», pues canta al amor que el Espíritu de Dios, de Cristo, infunde en el cristiano y la cristiana (cfr. Rom 5,5). Aunque en alguna de sus manifestaciones coincida con las de otros amores humanos, el origen y finalidad del «ágape» trasciende y supera a todos.
El termino griego «ágape» se ha venido traduciendo por «caridad». Esta palabra hoy día está desprestigiada, ha perdido en nuestras lenguas actuales toda la fuerza que tenía en la experiencia y en la vida de Pablo. Hoy «caridad» o «hacer caridad» para mucha gente significa dar una limosna o ayuda esporádica al necesitado sin que necesariamente comprometa a la persona en lo más profundo de su ser. Para el Apóstol, por el contrario, la «caridad» lo es todo y sin «caridad» toda la vida cristiana se reduce a hipocresía.
¿Cómo explicar este amor? Dejando aparte toda definición, Pablo se lanza a una apasionada descalificación y relativización de todo don o cualidad humana, esfuerzo, renuncia y sacrificio que no esté inspirado por el amor-caridad (1-3). Después, baja al detalle y nos dice cómo se comporta una persona que ama (4-7), para terminar afirmando que, al final, cuando nos encontremos con Dios cara a cara, la fe y la esperanza habrán cumplido su cometido y ya solo el amor permanecerá para siempre. No debemos olvidar el contexto polémico de la carta donde Pablo inserta este magnífico canto al amor, es decir, el contexto del «cuerpo de Cristo», formado por todos los creyentes de la comunidad de Corinto donde se había insinuado la división y la discriminación. Sólo el amor a Cristo y a su cuerpo, inseparables ya, es capaz de crear la comunidad. Como decía san Juan de la Cruz: «en el último día seremos examinados de amor».

14,1-40 Profecía y lenguas arcanas. A juzgar por la extensión del capítulo, o Pablo pretendía dejar bien claras las cosas o los corintios eran duros de cabeza y reacios a entender. La conclusión (37) delata un tono ligeramente irritado. En aquellas asambleas comunitarias no sólo había marginación y división, sino también confusión y desorden, quizás lo uno provocado por lo otro. Por lo visto, un grupo de fervorosos carismáticos, tal vez un poco exaltados, traía de cabeza a todos con sus largas intervenciones de sonidos inarticulados e ininteligibles a las que Pablo se refiere como «lenguas arcanas».
Es sorprendente el espacio y la minuciosidad con que el Apóstol trata el tema. Se ve que no era un episodio marginal y esporádico. Es probable que este grupo tratara de monopolizar el desarrollo de las asambleas con su excesivo protagonismo por considerar ese don como superior a los otros. Pablo hace una llamada a la madurez y sentido común que debe reinar en las reuniones. No condena de entrada este «don de lenguas», sino que lo pone en su justa perspectiva. El objetivo de todo carisma o don del Espíritu es la «edificación de la Iglesia» (12). Éste es el criterio que debe presidir el orden de las asambleas y el protagonismo de los dones y carismas al servicio de la comunidad. Cada cosa a su tiempo. Como ejemplo, aduce que aunque él mismo posee ese don de hablar en lenguas arcanas, incluso «más que todos ustedes» (18), pero «para instruir a los demás, prefiero decir cinco palabras inteligibles a pronunciar diez mil desconocidas» (19). Además, hay que mirar el bien de los que no comparten aún nuestra fe. Si entra un no cristiano en la asamblea y se encuentra con que todos y todas están emitiendo al mismo tiempo sonidos inarticulados, «¿no dirá que están todos locos?» (23). Por el contrario, «si todos profetizan» (24), se sentirá interpelado y juzgado y terminará cayendo de rodillas y reconociendo que «realmente Dios está con ustedes» (25). Pero aun este carisma de la profecía o enseñanza hay que ejercerlo con orden y concierto.
De pronto, como un exabrupto, Pablo parece ordenar a las mujeres que se callen en las asambleas (34), en aparente contradicción con lo dicho anteriormente (11,5), donde reconoce el derecho de la mujer a profetizar y dirigir la oración en público. Estas palabras del Apóstol han levantado considerable polémica, hasta tal punto que muchos expertos piensan que han sido introducidas en el texto después de su muerte, cuando el anti-feminismo cobraba fuerza en las comunidades cristianas post-apostólicas (cfr. 1 Tim 2,12). Si son palabras del mismo Pablo, el contexto está pidiendo otra interpretación más matizada, es decir, el Apóstol no estaría dando una norma general sino corrigiendo el abuso concreto de ciertas mujeres que interrumpían continuamente con sus preguntas con el afán de aprender, poniendo a prueba la paciencia del grupo y contribuyendo al desorden de la asamblea. Ésta es la interpretación más lógica que pide el texto y el contexto.
Hayan salido o no dichas palabras de Pablo, el hecho es que están ahí como reflejo de los prejuicios anti-feministas de entonces. ¿Qué decir, pues? Sencillamente, que esas palabras no son palabras que tocan a la fe cristiana, sino a la organización de la Iglesia, respecto a la cual ni Pablo ni nadie puede fijar normas irrevocables, menos aún basadas en prejuicios machistas.

15,1-11 Resurrección de los muertos. Concluido el tema de los carismas y su uso, Pablo afronta un nuevo problema sobre el que le han llegado rumores: «¿Cómo algunos de ustedes dicen que no hay resurrección de muertos?» (12). Es posible que estos individuos estuvieran influidos por el pensamiento filosófico griego que separaba el alma y el cuerpo y que valoraba sólo aquella, reduciendo el cuerpo a materia despreciable y perecedera. Si en la muerte el «alma» se libera del «cuerpo», ¿qué sentido tiene recuperarlo, encerrarse o enterrarse de nuevo en él a través de una posible y futura resurrección corporal? Sería como si el alma regresara de nuevo a la tumba del cuerpo, haciendo juego con las palabras griegas: «soma», cuerpo; y «sema», tumba.
Aceptaban, eso sí, que Jesús resucitó y que esa resurrección ya la estaban gozando plenamente. ¿Prueba de ello? La euforia espiritual de esa supuesta libertad y conocimiento superior que les proporcionaban ciertos carismas malentendidos (cfr. 14,12-19). Las consecuencias no eran tan inocentes. Por ejemplo, la indiferencia moral hacia todo lo relativo al cuerpo, sexualidad incluida (cfr. 6,12s), o la falta de sensibilidad sobre la situación de los más pobres y marginados de la comunidad (cfr. 8,1-12; 10,23).
Pablo, pues, aborda el tema de la resurrección de Jesús ligándolo indisolublemente a la nuestra. Lo hace de manera sistemática y ordenada.
«Quiero recordarles la Buena Noticia que les anuncié» (1). La introducción es solemne porque da paso a lo fundamental del Evangelio que él predica y que los corintios acogieron con la fe «siempre que conserven el mensaje tal como yo se lo prediqué» (2). Esta Buena Noticia había quedado ya establecida en tiempos de Pablo en una especie de «confesión de fe» aceptada por todas las comunidades cristianas y articuladas con expresiones precisas y claras que se refieren a dos hechos correlativos: muerte-resurrección de Jesús. Una muerte que perdona los pecados porque desemboca en la resurrección. La mención a la sepultura rubrica la muerte. Las apariciones atestiguan la vida.
El motivo de Pablo en recordarles esta tradicional «confesión de fe» quizás sea que algunos de los corintios cuestionaban su autoridad como Apóstol. Una vez dejada clara la «confesión de fe», Pablo enumera a los «testigos» de la resurrección de Jesús comenzando por los más calificados, Pedro y los Doce, siguiendo por los otros «apóstoles» y un grupo impresionante de 500 hermanos y hermanas. Pablo se pone en pie de igualdad con los demás testigos, aunque se asigna el último puesto en la fila (cfr. Ef 3,8). El testimonio apostólico de estos hombres y mujeres que vieron, hablaron y comieron con Jesús resucitado es fundamental para nuestra fe. A ello nos referimos cuando, recitando el «credo» en la celebración eucarística, confesamos creer en una Iglesia santa, católica y «apostólica». Creemos no solamente lo que los apóstoles «vieron» con sus propios ojos, es decir, que Jesús estaba vivo, sino lo que ellos «creyeron»: que esta vida del resucitado nos es dada a todos y a todas como perdón de nuestros pecados y primicia y promesa de nuestra propia resurrección futura. La resurrección de Jesús, por tanto, es más que un «hecho real», es también una «realidad de fe». Por eso la Iglesia desde sus comienzos no fue un movimiento de contornos indefinidos, sino una comunidad convocada y reunida en torno a esta «realidad de fe» fundada en los «testigos de la resurrección», los apóstoles.
Así sigue siendo hoy día y seguirá hasta el final de los tiempos. La Iglesia toda y cada uno y cada una de sus miembros, según su ministerio: papa, obispos, sacerdotes, laicos y laicas, tenemos el deber primordial de mantener intacto y vivo el testimonio de los apóstoles.

15,12-34 También nosotros resucitamos. La resurrección de Jesús se ordena a la nuestra; si no se da la nuestra no se dio la de Jesús. Pablo argumenta reduciendo al absurdo la posición de los que niegan la resurrección. Si Jesús no resucitó, nuestra fe carece de objeto y fundamento, nuestra esperanza es ilusoria y trágica. El Apóstol llega a decir que los cristianos seríamos las personas «más dignas de compasión» al haber puesto nuestra esperanza en Cristo «sólo para esta vida» (19). Un desastre para los ya muertos y un gran vacío para los aún vivos. Una vaga inmortalidad del «alma» sin el cuerpo, como proponía la filosofía griega, repugna tanto al Pablo de tradición judía como al Pablo cristiano.
Estos versículos constituyen la gran afirmación de la esperanza cristiana. Pablo contempla a la humanidad como un gran acontecimiento solidario, tanto para la desgracia como para la salvación. La contraposición Adán-Cristo tiene para él simultáneamente un valor histórico, antropológico y salvífico. La humanidad bajo el pecado y la muerte –simbolizada en Adán– es substituida por la humanidad bajo la gracia y la vida que nos da Cristo. La primera fue causada por la desobediencia de uno, la segunda por la obediencia del otro (cfr. Rom 5,19). El dolor y la muerte son lo opuesto al plan de Dios; por medio de Cristo dicho plan, que es plan de vida, queda restablecido.
En este camino hacia la vida, Pablo establece las siguientes etapas: primera, la resurrección de Cristo que ya es una realidad. Segunda, la resurrección universal «cuando él vuelva» (23). Tercera, el sometimiento de todos los poderes hostiles a Dios, hasta terminar con el último de estos, la muerte. Véase Is 25,8: «aniquilará la muerte para siempre», o Ap 20,14: «Muerte y Hades fueron arrojados al foso del fuego». Ese día se implantará definitivamente el «reino de Dios» que Jesús empezó a proclamar en Galilea (Mt 1,15).
El Apóstol utiliza otros argumentos para dejar bien claro su mensaje. Uno, tomado de la práctica de algunos corintios que por lo visto recibían un segundo bautismo para aplicarlo a parientes y amigos no cristianos ya muertos. Aunque no está claro qué tipo de práctica era ésta –el Apóstol ni la autoriza ni la desautoriza–, sería más o menos semejante a los sufragios y oraciones que ofrecemos hoy por los difuntos y que están suponiendo la creencia en una vida futura. Por último y refiriéndose a sí mismo, Pablo les dice que estaría sufriendo por ellos en vano si no creyera en la resurrección. Si no hay resurrección, tendrían razón los que rigen su vida por el refrán popular que cita el Apóstol: «si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos» (32).

15,35-58 ¿Cómo resucitan los muertos? Pablo comienza llamando «necios» a los que se imaginaban a los cadáveres saliendo de las tumbas con sus carnes recompuestas. Es probable que se tratara de una imagen burlona de los que negaban la resurrección. ¿Cuál será, pues, la realidad de los cuerpos resucitados? El Apóstol, a través de comparaciones, nos lleva a la única respuesta posible: al ilimitado poder divino. Éste se manifiesta tanto en el mundo vegetal como en el animal.
Quizás nosotros, conocedores hoy de los códigos genéticos de plantas y animales, hayamos perdido la capacidad de asombro ante la trasformación que experimenta el más humilde «grano desnudo, de trigo o de lo que sea» (37) que muere para cobrar nueva vida. No era así para la cultura bíblica en la que se mueve Pablo.
Las comparaciones vegetales son corrientes en el Antiguo Testamento y sirven de ordinario para exaltar la vitalidad permanente, creciente y renovada (cfr. Sal 1; 92; Job 14,7-9). Los hebreos no tenían ideas claras sobre la vida vegetal y atribuían el cambio prodigioso de semilla escueta y madura a tallo robusto y espiga granada a la acción directa de Dios. Solicitado por el contexto, Pablo llama «a cada simiente su cuerpo» (38), a la planta madura que, en el cambio total de su forma material, está resaltando el principio vital que lo ha hecho posible y que no es otro que el poder de Dios.
Del asombro ante el cambio radical que se produce en las plantas, Pablo pasa ahora al asombro ante la variedad individual que se observa tanto en el mundo animal como en el de los «cuerpos celestes», de los que el Apóstol resalta su «esplendor», «doxa» en griego, como queriendo rastrear en ellos un reflejo de la «gloria», también «doxa», de Dios.
El Apóstol saca la conclusión. La metáfora «se siembra» recoge la comparación vegetal y mira de reojo al acto de enterrar al muerto como a una especie de siembra (cfr. Jn 12,24). Se siembra «corruptible, miserable, débil, como cuerpo natural, resucita incorruptible, glorioso, poderoso, como cuerpo espiritual» (43s). La resurrección, pues, no es el resultado de un proceso o evolución natural, sino obra del poder de Dios, un avance hacia a delante, un salto cualitativo hacia la esfera de lo divino que lleva consigo lo «corporal y lo terreno», tal como sucedió con el cuerpo resucitado de Jesús.
Es algo tan indescriptible que Pablo lo designa con una paradoja: «se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual» (44). Sigue desarrollando su mensaje con la comparación Adán-Cristo. No es un recurso mítico sino histórico. Adán simboliza al ser vivo, animal, procedente de la tierra. El segundo Adán –Cristo resucitado– es Espíritu de vida, procedente del cielo. El primero es la imagen de nuestra condición terrestre, la imagen que el padre trasmite al hijo (cfr. Gn 5,3); el segundo es la imagen de nuestra condición celeste. Ahora bien, «la carne y la sangre», el cuerpo humano corruptible, es incapaz de recibir la herencia del «reino» de la gloria y la inmortalidad, no tiene más derecho a él. Tiene que transformarse primero mediante el poder de Dios. Pablo se refiere a esta necesaria transformación con la mirada puesta en los acontecimientos de los últimos días (cfr. 1 Tes 4,15-17).
Ya sea que la segunda venida del Señor nos encuentre vivos o muertos, la trasformación será necesaria tanto para unos como para otros. Entonces será inaugurada la etapa definitiva de la humanidad. El Apóstol, que pensaba que la Parusía o la segunda venida del Señor era inminente, esperaba encontrarse entre los vivos cuando llegara aquel día. Este misterio de la resurrección ya en marcha, concluye Pablo, no debe llevarnos a una esperanza pasiva, sino todo lo contrario, es una invitación al progreso en la tarea asignada. La exhortación final a permanecer en la tarea y el esfuerzo, empalma con 15,30-32. La esperanza en la resurrección gloriosa final da sentido a la lucha y sufrimientos cotidianos.

16,1-24 Colecta para los fieles de Jerusalén y saludos finales. La colecta en favor de la Iglesia Madre de Jerusalén, ampliamente comentada en 2 Cor 8s y mencionada también en Rom 15,25-31 expresa la solidaridad de los cristianos procedentes del paganismo con los judeo-cristianos residentes en Palestina, zona periódicamente azotada por la carestía y el hambre. Pablo la entiende, sobre todo, como signo de comunión eclesial. La colecta se hacía en la reunión litúrgica dominical.
El compartir los bienes en la celebración eucarística subrayaba el compromiso fraterno que debe acompañar el culto a Dios. Es un signo de delicadeza por parte del Apóstol el aconsejar que las colectas no se hagan en su presencia. Por el momento no ve la necesidad de ir él en persona a entregar los donativos a la Iglesia Madre. Cuando las relaciones con Jerusalén empeoren lo verá imprescindible (cfr. Rom 15,25.31); pero no irá solo, sino acompañado de representantes de la comunidad (cfr. Hch 20,4).
Al final de la carta, el Apóstol vuelve al estilo familiar con el anuncio de una futura visita, saludos, recomendaciones y avisos. Es de notar su aprecio a Timoteo (cfr. Flp 2,19-22; 1 Tes 3,2), su colaborador más fiel, y la interesante recomendación que hace de él a los Corintios: «procuren que no se sienta incómodo entre ustedes» (10).
La mención de «las Iglesias» (en plural) de Asia, cuyos saludos les transmite, es reflejo de la organización de los cristianos de Pablo reunidos en pequeñas comunidades domésticas. Una de estas tiene su sede en la casa de Prisca y Áquila, el conocido matrimonio judeo-cristiano que se desplazó con Pablo de Corinto a Éfeso (cfr. Hch 18,2.18.26).
Aunque las cartas se dictaban a un escriba, el remitente firmaba de su puño y letra (cfr. Col 4,18; 2 Tes 3,17). Las últimas palabras de Pablo, la invitación a darse la paz y el saludo «Ven, Señor» o «Maranatha» parecen aludir a un contexto litúrgico de celebración eucarística, donde probablemente se leían las cartas del Apóstol que poco a poco se iban situando al nivel de las sagradas Escrituras de Israel (cfr. 2 Pe 3,16). La maldición o anatema suena como aviso a permanecer fiel al amor de Dios.
El saludo «Maranatha» refleja el sentido de tensión escatológica que tenía la eucaristía en aquellas comunidades, donde, al mismo tiempo que se experimentaba al Señor ya presente, se anunciaba y se pedía apasionadamente su venida gloriosa y definitiva. De hecho, el saludo «Maranatha» se convirtió en una de las maneras de saludarse entre cristianos (cfr. Ap 22,20) completando así al saludo tradicional judío de «shalom» (paz). La carta termina con lo más importante que Pablo quiere decirles: «los amo a todos en Cristo Jesús» (24).

11:44:00 a.m.

Publicar un comentario

[facebook][blogger]

Hermanos Franciscanos

Formulario de contacto

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *

Con tecnología de Blogger.
Javascript DisablePlease Enable Javascript To See All Widget