VIDEO y FOTOGRAFÍAS: Tránsito de San Francisco de Asís en Celaya, Guanajuato. México. 3 de octubre de 2016



Lo que hizo y dijo en su preciosa muerte, narrado por Tomás de Celano, su biógrafo.

Habían transcurrido ya veinte años desde su conversión -de San Francisco-. Quedaba así cumplido lo que por voluntad de Dios le había sido manifestado. En efecto, el bienaventurado Padre y el hermano Elías moraban en cierta ocasión en Foligno; una noche, mientras dormían, se apareció al hermano Elías un sacerdote vestido de blanco, de edad avanzada y de aspecto venerable, y le dijo: «Levántate, hermano, y di al hermano Francisco que se han cumplido dieciocho años desde que renunció al mundo y se unió a Cristo; que a partir de hoy le quedan todavía dos años en esta vida, y que, pasados éstos, le llamará el Señor a sí y entrará por el camino de todo mortal». Y sucedió que, terminado el plazo que mucho antes había sido fijado, se cumplió la palabra del Señor.

Había descansado ya unos pocos días en aquel lugar, para él tan querido; conociendo que la muerte estaba muy cercana, llamó a dos hermanos e hijos suyos preferidos y les mandó que, espiritualmente gozosos, cantaran en alta voz las alabanzas del Señor por la muerte que se avecinaba, o más bien, por la vida que era tan inminente. Y él entonó con la fuerza que pudo aquel salmo de David: Con mi voz clamé al Señor, con mi voz imploré piedad del Señor (Sal 141). Entre los presentes había un hermano a quien el Santo amaba con un afecto muy distinguido ; era él muy solícito de todos los hermanos; viendo este hecho y sabedor del próximo desenlace de la vida del Santo, le dijo: «¡Padre bondadoso, mira que los hijos quedan ya sin padre y se ven privados de la verdadera luz de sus ojos! Acuérdate de los huérfanos que abandonas y, perdonadas todas sus culpas, alegra con tu santa bendición tanto a los presentes cuanto a los ausentes».

«Hijo mío -respondió el Santo-, Dios me llama. A mis hermanos, tanto a los ausentes como a los presentes, les perdono todas las ofensas y culpas y, en cuanto yo puedo, los absuelvo; cuando les comuniques estas cosas, bendícelos a todos en mi nombre».

Mandó luego que le trajesen el códice de los evangelios y pidió que se le leyera el evangelio de San Juan desde aquellas palabras: Seis días antes de la Pascua, sabiendo Jesús que le era llegada la hora de pasar de este mundo al Padre... (Jn 12,1 y 13,1). Era el mismo texto evangélico que el ministro había preparado para leérselo antes de haber recibido mandato alguno; fue también el que salió al abrir por primera vez el libro, siendo así que dicho volumen, del que tenía que leer el evangelio, contenía la Biblia íntegra. Ordenó luego que le pusieran un cilicio y que esparcieran ceniza sobre él, ya que dentro de poco sería tierra y ceniza.

Estando reunidos muchos hermanos, de los que él era padre y guía, y aguardando todos reverentes el feliz desenlace y la consumación dichosa de la vida del Santo, se desprendió de la carne aquella alma santísima, y, sumergida en un abismo de luz, el cuerpo se durmió en el Señor. Uno de sus hermanos y discípulos -bien conocido por su fama y cuyo nombre opino se ha de callar, pues, viviendo aún entre nosotros, no quiere gloriarse de tan singular gracia- vio cómo el alma del santísimo Padre subía entre muchas aguas derecha al cielo. Era como una estrella, parecida en tamaño a la luna, fúlgida como el sol, llevada en una blanca nubecilla.
Justamente por todo esto, podemos exclamar: ¡Oh cuán glorioso es este Santo, cuya alma vio un discípulo subir al cielo! ¡Bella como la luna, resplandeciente como el sol, que fulguraba de gloria mientras ascendía en una blanca nube! ¡Luz del mundo que en la Iglesia de Cristo iluminas más que el sol! ¡Nos has substraído los rayos de tu luz y has pasado a aquella patria esplendente donde, en lugar de nuestra pobre compañía, tienes la de los ángeles y los santos! ¡Oh sustento glorioso digno de toda alabanza, no te desentiendas del cuidado de tus hijos aunque te veas ya despojado de su carne! Tú sabes, y bien que lo sabes, en qué peligros has dejado a los que sola tu dichosa presencia aliviaba siempre misericordiosamente en sus innumerables fatigas y frecuentes angustias. ¡Oh Padre santísimo, lleno de compasión, siempre pronto a la misericordia y a perdonar los extravíos de tus hijos! A ti, Padre dignísimo, te bendecimos; a ti, a quien bendijo el Altísimo, que es siempre Dios bendito sobre todas las cosas. Amen.

Llanto y gozo de los hermanos al contemplar en él las señales de la cruz. Las alas del serafín

Conocido esto, se congregó una gran muchedumbre, que bendecía a Dios, diciendo: «¡Loado y bendito seas tú, Señor Dios nuestro, que nos has confiado a nosotros, indignos, tan precioso depósito!. ¡Gloria y alabanza a ti, Trinidad inefable!» La ciudad de Asís fue llegando por grupos, y los habitantes de toda la región corrieron a contemplar las maravillas divinas que el Dios de la majestad había obrado en su santo siervo. Cada cual cantaba su canto de júbilo según se lo inspiraba el gozo de su corazón y todos bendecían la omnipotencia del Salvador por haber dado cumplimiento a su deseo. Mas los hijos se lamentaban de la pérdida de tan gran padre, y con lágrimas y suspiros expresaban el íntimo afecto de su corazón.

No obstante, Un gozo inexplicable templaba esta tristeza, y lo singular del milagro los había llenado de estupor. El luto se convirtió en cántico, y el llanto en júbilo. No habían oído ni jamás habían leído en las Escrituras lo que ahora estaba patente a los ojos de todos; y difícilmente se hubiera podido persuadir de ello a nadie de no tener pruebas tan evidentes. Podía, en efecto, apreciarse en él una reproducción de la cruz y pasión del Cordero inmaculado que lavó los crímenes del mundo; cual si todavía recientemente hubiera sido bajado de la cruz, ostentaba las manos y pies traspasados por los clavos, y el costado derecho como atravesado por una lanza.

Además contemplaban su carne, antes morena, ahora resplandeciente de blancura; su hermosura venía a ser garantía del premio de la feliz resurrección. Su rostro era como rostro de ángel, como de quien vive y no de quien está muerto; los demás miembros quedaron blandos y frescos como los de un niño inocente. No se contrajeron los nervios, como sucede con los cadáveres, ni se endureció la piel; no quedaron rígidos los miembros, sino que, flexibles, permitían cualquier movimiento.

A la vista de todos resplandecía tan maravillosa belleza; su carne se había vuelto más blanca; pero era sorprendente contemplar, en el centro de manos y pies, no vestigios de clavos, sino los clavos mismos, que, hechos de su propia carne, presentaban el color oscuro del hierro, y el costado derecho tinto en sangre. Estas señales de martirio no causaban espanto a quienes las veían; es más, prestaban a su carne mucha gracia y hermosura, como las piedrecillas negras en pavimento blanco. Llegábanse presurosos los hermanos e hijos, y, derramando lágrimas, besaban las manos y los pies del piadoso Padre que los había dejado, y el costado derecho, cuya herida recordaba la de Aquel que, derramando sangre y agua, reconcilió el mundo con el Padre. Muy honrada se sentía la gente; no sólo aquellos a quienes era dado el besar, sino también los que no podían más que ver las sagradas llagas de Jesucristo que san Francisco llevaba en su cuerpo.

¿Quién, ante semejante espectáculo, había de darse al llanto y no más bien al gozo? Y si llorase, ¿no serían sus lágrimas de alegría más que de dolor? ¿Quién podría tener un pecho tan de hierro que no rompiera en gemidos? ¿O quién podría tener un corazón tan de piedra que no se abriese a la compunción, que no ardiese en divino amor y que no se llenase de buena voluntad? ¿Quién sería tan rudo, tan insensible, que no llegara a comprender con toda claridad que un santo que había sido honrado con don tan singular en la tierra iba a ser ensalzado con inefable gloria en los cielos?

¡Oh don singular, señal del privilegio del amor, que el caballero venga adornado de las mismas armas de gloria que por su excelsa dignidad corresponden únicamente al Rey! ¡Oh milagro digno de eterna memoria y sacramento que continuamente ha de ser recordado con admirable reverencia! De modo visible representa el misterio de la sangre del Cordero que, manando copiosamente de las cinco aberturas, lavó los crímenes del mundo. ¡Oh sublime belleza de la cruz vivificante, que a los muertos da vida; tan suavemente oprime y con tanta dulzura punza, que en ella adquiere vida la carne ya muerta y el espíritu se fortalece! ¡Mucho te amó quien por ti fue con tanta gloria hermoseado!

¡Gloria y bendición al solo Dios sabio, que renueva los antiguos prodigios y repite los portentos para consolar con nuevas revelaciones las mentes de los débiles y para que por obra de las maravillas visibles sean sus corazones arrebatados al amor de las invisibles!. ¡Oh maravillosa y amable disposición de Dios, que, para evitar toda sorpresa sobre la novedad del milagro, mostró misericordiosamente, en primer lugar en quien venía del cielo, lo que más tarde había de obrarse milagrosamente en quien vivía en la tierra! Y, ciertamente, el verdadero Padre de las misericordias quiso indicarnos cuán gran premio merecerá el que se empeñe en amarle de todo corazón para verse colocado en el orden superior de los espíritus celestiales y más próximo al propio Dios.

Sin duda alguna, lo podremos conseguir si, a semejanza del serafín (35), extendemos dos alas sobre la cabeza y, a ejemplo del bienaventurado Francisco, buscamos en toda obra buena una intención pura y un comportamiento recto, y, orientado todo a Dios, tratamos infatigablemente de agradarle en todas las cosas. Estas dos alas se unen necesariamente al cubrir la cabeza, significando que el Padre de las luces no puede aceptar en modo alguno la rectitud en el obrar sin la pureza de intención; ni viceversa, pues Él mismo nos lo asegura: Si tu ojo fuese sencillo, todo tu cuerpo será lúcido; si, en cambio, fuese malo, todo el cuerpo será tenebroso (Mt 6,22-23). El ojo sencillo no es el que no ve lo que ha de ver, incapaz de descubrir la verdad, o el que ve lo que no ha de ver, careciendo de pureza de intención. En el primer caso tenemos no simplicidad, sino ceguera, y en el segundo, maldad. Las plumas de estas alas son: el amor del Padre, que misericordiosamente salva, y el temor del Señor, que juzga terriblemente; ellas han de mantener las almas de los elegidos suspendidas sobre las cosas terrenas reprimiendo las malas tendencias y ordenando los castos afectos.

El segundo par de ellas es para volar, esto es, para consagrarnos a un doble deber de caridad para con el prójimo, alimentando su alma con la palabra de Dios y sustentando el cuerpo con los bienes de la tierra. Estas dos alas muy raramente se juntan, porque difícilmente puede dar uno cumplimiento a entrambas cosas. Las plumas de estas dos alas son la diversidad de obras que se deben realizar para aconsejar y ayudar al prójimo.

Finalmente, con las otras dos alas se debe cubrir el cuerpo desnudo de méritos; esto se cumple debidamente cuando, al desnudarlo por el pecado, lo revestimos con la inocencia de la confesión y la contrición. Las plumas de estas dos alas son los varios afectos engendrados por la detestación del pecado y por el hambre de justicia.

Todo esto lo observó a perfección el beatísimo padre Francisco, quien tuvo imagen y forma de serafín, y, perseverando en la cruz, mereció volar a la altura de los espíritus más sublimes. Siempre permaneció en la cruz, no esquivando trabajo ni dolor alguno con tal de que se realizara en sí la voluntad del Señor.

Bien lo saben cuantos hermanos convivieron con él: qué a diario, qué de continuo traía en sus labios la conversación sobre Jesús; qué dulce y suave era su diálogo; qué coloquio más tierno y amoroso mantenía. De la abundancia del corazón hablaba su boca, y la fuente de amor iluminado que llenaba todas sus entrañas, bullendo saltaba fuera. ¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros. ¡Oh, cuántas veces, estando a la mesa, olvidaba la comida corporal al oír el nombre de Jesús, al mencionarlo o al pensar en él! Y como se lee de un santo: «Viendo, no veía; oyendo, no oía». Es más: si, estando de viaje, cantaba a Jesús o meditaba en Él, muchas veces olvidaba que estaba de camino y se ponía a invitar a todas las criaturas a loar a Jesús. Porque con ardoroso amor llevaba y conservaba siempre en su corazón a Jesucristo, y éste crucificado, fue señalado gloriosísimamente sobre todos con el sello de Cristo; con mirada extática le contemplaba sentado, en gloria indecible e incomprensible, a la derecha del Padre, con el cual, Él, coaltísimo Hijo del Altísimo, en la unidad del Espíritu Santo, vive y reina, vence e impera, Dios eternamente glorioso por todos los siglos de los siglos. Amén.

Capítulo X

Llanto de las señoras de San Damián y cómo fue sepultado con honor y gloria

Los hermanos e hijos, que habían acudido con multitud de gente de las ciudades vecinas -dichosa de poder asistir a tales solemnidades-, pasaron aquella noche del tránsito del santo Padre en divinas alabanzas; en tal forma que, por la dulzura de los cánticos y el resplandor de las luces, más parecía una vigilia de ángeles. Llegada la mañana, se reunió una muchedumbre de la ciudad de Asís con todo el clero; y, levantando el sagrado cuerpo del lugar en que había muerto, entre himnos y cánticos, al son de trompetas, lo trasladaron con todo honor a la ciudad. Para acompañar con toda solemnidad los sagrados restos, cada uno portaba ramos de olivo y de otros árboles, y, en medio de infinitas antorchas, entonaban a plena voz cánticos de alabanza. Los hijos llevaban a su padre y la grey seguía al pastor que se había apresurado tras el pastor de todos; cuando llegaron al lugar donde por primera vez había establecido la Religión y Orden de las vírgenes y señoras pobres, lo colocaron en la iglesia de San Damián, morada de las mencionadas hijas, que él había conquistado para el Señor; abrieron la pequeña ventana a través de la cual determinados días suelen las siervas de Cristo recibir el sacramento del cuerpo del Señor. Descubrieron el arca que encerraba aquel tesoro de celestiales virtudes; el arca en que era llevado, entre pocos, quien arrastraba multitudes. La señora Clara, en verdad clara por la santidad de sus méritos, primera madre de todas las otras -fue la primera planta de esta santa Orden-, se acercó con las demás hijas a contemplar al Padre, que ya no les hablaba y que, habiendo emprendido otras rutas, no retornaría a ellas.

Al contemplarlo, rompieron en continuos suspiros, en profundos gemidos del corazón y copiosas lágrimas, y con voz entrecortada comenzaron a exclamar: «Padre, Padre, ¿qué vamos a hacer? ¿Por qué nos dejas a nosotras, pobrecitas? ¿A quién nos confías en tanta desolación? ¿Por qué no hiciste que, gozosas, nos adelantáramos al lugar a donde vas las que quedamos ahora desconsoladas? ¿Qué quieres que hagamos encerradas en esta cárcel, las que nunca volveremos a recibir las visitas que solías hacernos? Contigo ha desaparecido todo nuestro consuelo, y para nosotras, sepultadas al mundo, ya no queda solaz que se le pueda equiparar. ¿Quién nos ayudará en tanta pobreza de méritos, no menos que de bienes materiales? ¡Oh padre de los pobres, enamorado de la pobreza! Tú habías experimentado innumerables tentaciones y tenías un tacto fino para discernirlas; ¿quién nos socorrerá ahora en la tentación? Tú nos ayudaste en las muchas tribulaciones que nos visitaron; ¿quién será el que, desconsoladas en ellas, nos consuele? ¡Oh amarguísima separación! ¡Oh ausencia dolorosa! ¡Oh muerte sin entrañas, que matas a miles de hijos e hijas arrebatándoles tal padre, cuando alejas de modo inexorable a quien dio a nuestros esfuerzos, si los hubo, máximo esplendor!»

Mas el pudor virginal se imponía sobre tan copioso llanto; muy inoportuno resultaba llorar por aquel a cuyo tránsito habían asistido ejércitos de ángeles y por quien se habían alegrado los ciudadanos de los santos y los familiares de Dios. Dominadas por sentimientos de tristeza y alegría, besaban aquellas coruscantes manos, adornadas de preciosísimas gemas y rutilantes margaritas; retirado el cuerpo, se cerró para ellas aquella puerta que no volvería a abrirse para dolor semejante. ¡Cuanta era la pena de todos ante los afligidos y piadosos lamentos de estas vírgenes! ¡Cuántos, sobre todo, los lamentos de sus desconsolados hijos! El dolor de cada uno era compartido por todos. Y era casi imposible que pudiera cesar el llanto cuando aquellos ángeles de paz tan amargamente lloraban.

Llegados, por fin, a la ciudad, con gran alegría y júbilo depositaron el santísimo cuerpo en lugar sagrado, y desde entonces más sagrado. A gloria del sumo y omnipotente Dios, ilumina desde allí el mundo con multitud de milagros, de la misma manera que hasta ahora lo ha ilustrado maravillosamente con la doctrina de la santa predicación. ¡Gracias a Dios! Amén.

Santísimo y bendito Padre: he aquí que he tratado de honrarte con justos y merecidos elogios, bien que insuficientes, y he narrado, como he podido, tus gestas. Concédeme por ello a mí, miserable, te siga en la presente vida con tal fidelidad, que, por la misericordia divina, merezca alcanzarte en la futura. Acuérdate, ¡oh piadoso!, de tus pobres hijos, a quienes después de ti, su único y singular consuelo, apenas si les queda alguno. Pues, aunque tú, la mejor parte de su herencia y la primera, te encuentres unido al coro de los ángeles y seas contado entre los apóstoles en el trono de la gloria, ellos, no obstante, yacen en el fango y están encerrados en cárcel oscura, desde donde claman a ti entre llantos: «Muestra, padre, a Jesucristo, Hijo del sumo Padre, sus sagradas llagas y presenta las señales de la cruz que tienes en tu costado, en tus pies y en tus manos, para que Él se digne, misericordioso, mostrar sus propias heridas al Padre, quien ciertamente por esto ha de mostrarse siempre propicio con nosotros, pobres pecadores. Amén. Así sea. Así sea».

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