Beata Margarita María López de Maturana – 23 de julio

(ZENIT – Madrid).- «Permanecer en la misión, si lo exige el bien de nuestros hermanos, aún cuando hubiere riesgo de perder la vida», es el espíritu que anima el cuarto voto que la beata confirió a su fundación. Esta vasca, nacida el 25 de julio de 1884 en la popular calle de Tendería, sita en el casco viejo de Bilbao, España, inicialmente no se planteó la vida religiosa. Era una joven atractiva, casi adolescente, cuando un marino se apoderó de su corazón. Los padres querían otro futuro para ella, y esperando que se olvidara de ese amor precoz la matricularon como interna en el colegio de las Mercedarias, de Bérriz. ¡Quién iba a pensar que allí le aguardaba el verdadero «dueño» de su corazón! Pero así fue. Pilar, nombre de bautismo, veía el ejemplo de las religiosas: su alegría, su disponibilidad, la paz y felicidad que emanaba de sus rostros y quehacer; le atrajo tanto esta forma de vida que se propuso seguir a Cristo por esta vía, reforzada por los ejercicios impartidos por el jesuita, padre Olasagarre.

Su madre no se opuso; únicamente le rogó que demorase su decisión hasta los 19 años. No esperó ni un minuto más. En 1903, el mismo día en que cumplió esa edad, ingresó en el convento de clausura de la Vera Cruz. Con gran alegría vivió la elección de su hermana gemela Leonor, que también se consagró, aunque ambas tuvieron que separarse físicamente por haber elegido para ello dos instituciones distintas. En 1904 profesó y en 1906 comenzó a ejercer la docencia ganándose el cariño y confianza de las alumnas a las que sensibilizaba ante las numerosas carencias sociales del momento.

Era dichosa; tenía todo lo que soñó, el ambiente propicio para escalar la añorada unión con la Santísima Trinidad: «Aquí el silencio es algo que vive y que da vida, vida elevada, vida divina… Aquí se respira a Dios, a quien tiende el alma con todas sus fuerzas». Este gozo, del que se congratulaba su familia, se tiñó de dolor con la pérdida de dos de sus hermanos ese mismo año de 1906, hecho que ella acogió inmersa en la fe y en la esperanza. Por lo demás, fácilmente infundió en su alrededor el amor a Dios, ya que poseía un carácter excepcional que revertía en la labor apostólica. Cuando se vive un estado de oración continua los signos de esta amorosa entrega son notorios. Pilar era amable, llana, alegre, fuerte, audaz, tenía una gran fuerza de voluntad, todo lo cual se sintetiza recordando que había abierto las puertas a Cristo de par en par y la gracia manaba a raudales. En el colegio fue asumiendo distintas responsabilidades hasta llegar a convertirse en directora del mismo en 1923.

Entre tanto, espiritualmente había seguido escalando los peldaños de la vida mística. Su afán era «vivir ocupada únicamente en los intereses de Jesús, que son la gloria del Padre y la salvación de las almas». «Yo no deseo más que glorificarle en la tierra, como Él glorificó al Padre y darle a conocer a los que me ha encomendado que es el mundo entero». Conocía el valor restaurador del amor que resumía diciendo: «Todo se resuelve amando». Conmovida por la visión del Redentor que contemplaba en la cruz, brotó de su interior un ferviente e imparable anhelo de evangelizar incansablemente. Fue, como ella reconoció, la fuente de la que extrajo «el anhelo irresistible» de ser misionera junto a sus hermanas. La ocasión providente se presentó con la visita de dos misioneros, uno de ellos jesuita, que iba a China, y otro carmelita que partía a la India. Ellos enardecieron con sus palabras a las religiosas y a las alumnas contagiándolas con su entusiasmo, pidiéndoles sus oraciones. A partir de ahí, comenzaron a entrecruzarse cartas, a realizar acciones solidarias para recabar recursos destinados a las misiones, etc.

En 1924 las religiosas de clausura sopesaron su futuro como misioneras y unánimemente lo llevaron a la oración. Una mayoría estaba de acuerdo en introducir este cariz. Además, unos años antes Pilar, en el transcurso de una visida del padre general, le había confiado este sentir que les embargaba, y contaban con su aprobación. Se hicieron las gestiones pertinentes y en septiembre de 1926, una vez obtenida la dispensa de la clausura, un primer grupo de religiosas en el que iba Pilar comenzó su acción en China; luego llevaron el evangelio a Japón. Llenas de fe superaron los conflictos de la guerra y sortearon los riesgos de la persecución y de la cárcel. Si veían venirse abajo la obra que tanto les había costado poner en pie, volvían a impulsarla con el vigor del primer momento. Llegó un punto en el que se plantearon la profunda transformación que requería la vida que habían adoptado. Ello suponía emitir su juicio respecto al paso de la clausura a otra nueva forma: un Instituto Misionero. Y el 23 de mayo de 1930 en votación secreta todas las monjas dieron el veredicto afirmativo, con lo cual se cumplió el sueño de la beata.

El nuevo Instituto de las Mercedarias Misioneras de Bérriz sería aprobado por la Iglesia. Pilar viajó por las fundaciones confortando a las hermanas que se hallaban en ellas. En 1933 mantuvo una audiencia con Pío XI que alabó el espíritu apostólico de su obra. Poco después, el cáncer que padecía, y del que había sido intervenida en dos ocasiones, se la llevó de este mundo. Fue el 23 de julio de 1934, en San Sebastián. Antes aseguró a sus hermanas que las ayudaría desde el cielo. Estaba a punto de cumplir medio siglo de vida y apenas pudo ejercer como superiora general. Fue beatificada el 22 de octubre de 2006 en la catedral de Bilbao por el cardenal Saraiva en representación del papa Benedicto XVI. Su hermana Leonor, carmelita de la Caridad, murió en Buenos Aires en 1931. Tiene abierta causa de beatificación.

11:45:00 a.m.

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