Hechos de los Apóstoles: Comentarios


1,1s Prólogo. Con este breve prólogo, Lucas enlaza el presente libro al tercer evangelio, como si se tratara de la segunda parte de una gran obra. Así, la historia de la naciente Iglesia –los Hechos– queda firmemente enraizada en el ministerio de Jesús –el evangelio–. El libro lo dedica a Teófilo, el mismo «querido Teófilo» a quien está dedicado el evangelio (Lc 1,3). «Teófilo» significa en lengua griega «amigo de Dios». Todos somos, pues, «teófilos», y para todos nosotros escribió Lucas su relato.

1,3-5 Promesa del Espíritu Santo. Antes de comenzar a relatar la historia de la Iglesia, Lucas nos presenta dos etapas intermedias de preparación de los discípulos: una de 40 días en la que Jesús resucitado actúa en la comunidad; y otra, previa a la venida del Espíritu Santo, que los discípulos dedican a la oración. Entre ambas etapas relata la Ascensión de Jesús al cielo.
El tiempo de la primera etapa lo cifra en 40 días, pero más que el tiempo trascurrido, le interesa resaltar el simbolismo del número 40, de uso tan frecuente en la Biblia: los 40 días de Moisés en la montaña (cfr. Éx 24,18; 34,28), los 40 días de Elías peregrinando al monte de Dios (cfr. 1 Re 19,8) y los 40 días de las tentaciones de Jesús en el desierto (cfr. Lc 4,2). Tiempo, pues, de prueba, de duda, de discernimiento y de fe. Por esa situación pasaron también los discípulos, todavía desconcertados por el acontecimiento de la resurrección. A Lucas le interesa resaltar que Jesús es una persona viva, el mismo a quien acompañaron por los caminos de Palestina, y que fue ejecutado en una cruz; está ahora con ellos, resucitado. Jesús les deja un encargo y una promesa: el encargo de que no se alejen de Jerusalén y la promesa de que dentro de poco serán bautizados con el Espíritu Santo.

1,6-11 Ascensión de Jesús. Lucas es el único autor del Nuevo Testamento que escenifica la exaltación de Jesús con una imagen visual de subida al cielo (cfr. también Lc 24,51). ¿Qué nos quiere decir con esto? Durante los 40 días antes mencionados, quedó claro que Jesús estaba vivo y que era el mismo que ellos habían conocido y con quien habían compartido la experiencia inenarrable de su vida. Pero ésta era sólo una cara de la resurrección. La otra cara la explica Lucas con la ascensión: la presencia de Jesús entre nosotros sigue siendo «real», pero distinta. La nube que lo «oculta» mientras subía al cielo no nos está indicando su «ausencia», sino una forma distinta de su presencia. De aquí en adelante, Jesús estará presente entre nosotros a través de su Espíritu, cuya misión en la comunidad es ser memoria permanente y dinámica para que no olvidemos lo que dijo y lo que hizo Jesús. Los discípulos no comprenden y especulan sobre la restauración inmediata de la soberanía de Israel. Lucas termina su relato presentándonos a los discípulos, como pasmados, mirando al cielo y a unos personajes vestidos de blanco que les reprochan: «¿Qué hacen ahí mirando al cielo?» (11). Los discípulos, luego, regresan a Jerusalén. Allí les espera el duro trabajo de la evangelización inicial.

1,12-14 Primer informe sobre la comunidad de Jerusalén. Éste es el primero de los sumarios o resúmenes que Lucas presenta en los Hechos. Son como paradas narrativas entre los diversos episodios de su libro. Conectan con lo anteriormente narrado y nos dan las claves de interpretación de lo que a continuación nos va a contar. Lucas nos presenta aquí el núcleo original de la Iglesia constituida por tres grupos: los once, las mujeres y la familia de Jesús. Lo mismo que al inicio de su evangelio, sitúa en un lugar destacado a María. Dice escuetamente que estaba allí. Es fácil imaginarse, sin embargo, lo que debió suponer su presencia en medio de aquellos discípulos que todavía dudaban ante la misión encomendada por Jesús. Al finalizar el Concilio Vaticano II en 1965, el papa Pablo VI proclamó a María como «Madre de la Iglesia». Es así como nos la presenta Lucas. Ella no podía estar ausente cuando la Iglesia estaba a punto de nacer. En este núcleo original de la Iglesia estaban también las mujeres que siguieron a Jesús desde el principio de su vida pública. El libro de los Hechos nos va a demostrar que no había, en el primer grupo de discípulos, absolutamente ninguna discriminación entre hombres y mujeres ante las responsabilidades de llevar adelante la misión de Jesús. La discriminación, contra la que seguimos luchando en nuestros días, vino después y no tuvo nada que ver con el Evangelio.
Con este primer informe comienza la segunda etapa de preparación para la venida del Espíritu y va a estar dedicada a la oración. Durará nueve días. El lugar de reunión de aquel pequeño grupo era el piso superior de la casa donde estaban alojados. Allí perseveraban «íntimamente unidos» en la oración. La expresión «íntimamente unidos» es preferida por Lucas para destacar la unidad de la comunidad en la oración, en su manera de pensar y en su forma de actuar (cfr. 2,46; 4,24; 5,12; 8,6). Ya, desde aquí, nos señala algunas de las características fundamentales a las que toda comunidad cristiana debe aspirar.

1,15-26 Elección de Matías y primer discurso de los Hechos. He aquí el primer discurso de los muchos que contiene el libro de los Hechos. Pedro dirige la elección del sustituto de Judas, pero es la comunidad la que debe hacer la presentación del candidato. Era necesario que en el momento de la constitución de la Iglesia el número de los Doce –apóstoles–, símbolo de la universalidad de la nueva comunidad de los discípulos de Jesús, fuera completado después de la traición y muerte de Judas. Los símbolos jugaban un papel muy importante en la cultura religiosa de aquel tiempo. La comunidad es consultada y los candidatos presentados de acuerdo a las condiciones que señala Pedro: que hubiera acompañado a Jesús durante su vida pública y que hubiera sido testigo de su resurrección. Todo se hace en un ambiente de oración.

2,1-13 Pentecostés. En estos versículos, Lucas relata el acontecimiento más importante de los Hechos: Pentecostés o el nacimiento de la Iglesia. El lector de hoy que lee y medita este episodio puede preguntarse si efectivamente así sucedió todo… O quizás fue de otra manera. Para dar respuesta a esta interrogante, debemos tener en cuenta lo siguiente: Lucas quiere contarnos un hecho evidente en las comunidades cristianas de su tiempo: el Espíritu Santo, prometido por Jesús, estaba actuando en y por ellas. La gente que oía su testimonio se convertía. Las persecuciones confirmaban su fe y su decisión de seguir anunciando el Evangelio. Estaba surgiendo, pues, una nueva comunidad de hombres y mujeres que vivían como hermanos y hermanas, unánimes en la oración, solidarios en el día a día, pues lo compartían todo, y alegres por el Evangelio. Estaban convencidos de estar inaugurando los tiempos nuevos prometidos por Jesús. ¿Cómo describir esta venida transformadora del Espíritu Santo que dio origen a la Iglesia y seguía animando a las comunidades de aquel entonces? Los demás autores del Nuevo Testamento hablan de esta realidad, pero ninguno de ellos se atrevió a describirla. Lucas lo intenta; pero, ¿cómo lo hace? A Lucas no le interesa el cómo y el cuándo. Su narración va más allá de las circunstancias concretas en que aquellos hombres y mujeres se sintieron llenos del Espíritu. A Lucas le interesa transmitirnos el sentido, el alcance y las consecuencias de la venida para aquella comunidad de creyentes y para el mundo entero. Para eso construye este relato que conserva su frescura y actualidad dos mil años después de haber sido escrito. No sólo narra un hecho del pasado, es decir, la primera venida del Espíritu, sino que podría servir de modelo para contar e interpretar lo que el Espíritu sigue haciendo en las personas y en nuestras comunidades cristianas de hoy.
En primer lugar, Lucas propone para esta primera venida del Espíritu una fecha muy significativa para los judíos: el día en que terminaban las siete semanas de celebraciones después de la Pascua, es decir el día cincuenta, que en lengua griega se dice «pentecostés», un día asociado al recuerdo de la Alianza de Dios con el pueblo judío en el monte Sinaí. Éste es el primer mensaje de Lucas: la venida del Espíritu inaugura una nueva alianza de Dios con todos los hombres y mujeres de la tierra.
A continuación nos presenta el primer escenario de su narración: la casa donde la comunidad estaba reunida en oración desde hacía nueve días con María, la madre de Jesús. El Espíritu viene y se apodera de todos ellos. ¿Cómo contar un acontecimiento tan extraordinario? Lucas recurre a las imágenes clásicas usadas en el Antiguo Testamento para describir las intervenciones de Dios. Habla de un ruido, como de viento huracanado, que invadió toda la casa. La lengua griega usa el mismo término para designar «viento» y «Espíritu». Después aparecen como lenguas de fuego que se reparten y se posan sobre cada uno de los presentes quienes, llenos ya del Espíritu, comienzan a hablar en lenguas extranjeras. Hoy diríamos, en términos modernos, que Lucas nos presenta una composición audiovisual para comunicarnos cómo el Espíritu de Dios tomó posesión de aquellos hombres y mujeres.
Seguidamente cambia de escenario. Los discípulos parecen no estar en una casa, sino ante una multitud congregada, venida de muchas naciones que, asombrada, escucha a los apóstoles hablando en su propio idioma. La pluralidad de la multitud, que Lucas presenta con insistencia, nos revela la apertura del Evangelio a todas las naciones, a todas las culturas. Hoy hablamos de inculturación del Evangelio o evangelización de las culturas como de algo impuesto por los signos de los tiempos. ¿Es posible que hayamos tardado tanto tiempo en comprender lo que nos dice Lucas sobre la pluralidad de la Iglesia en el primer día de su nacimiento?
Lucas prosigue su narración con una nota de ironía. Algunos de los presentes afirmaban que aquellos hombres que les hablaban estaban borrachos.

2,14-41 Pedro, testigo de la resurrección. Entonces Pedro y los once se pusieron de pie. Hemos llegado a la parte más importante de la narración de Lucas, que interpreta a través de las palabras de Pedro todo lo que está sucediendo. ¿Se trata del mismo Pedro que conocimos en el evangelio? No. Audacia y atrevimiento serían las palabras para describir al nuevo Pedro que surge de la experiencia de Pentecostés. Habla con autoridad. Como los antiguos profetas, asume el papel de jefe del nuevo pueblo de Dios que acaba de nacer y sus palabras abren el tiempo del testimonio que ha de recorrer el mundo. Su mensaje es de denuncia y esperanza. Les dice que se está cumpliendo lo que los profetas anunciaron para el final de los tiempos: «derramaré mi Espíritu sobre todos: sus hijos e hijas profetizarán, sus jóvenes verán visiones y sus ancianos soñarán sueños» (17) y «todos los que invoquen el nombre del Señor se salvarán» (21). A continuación presenta al que ha abierto las puertas a la presencia y poder del Espíritu: Jesús de Nazaret a quien «ustedes lo crucificaron y le dieron muerte… pero Dios lo resucitó» (23s), y «exaltado a la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha comunicado como ustedes están viendo y oyendo» (33). «Dios lo ha nombrado Señor y Mesías» (36). He aquí, en boca de Pedro, la confesión esencial de la fe cristiana que no dejará ya de anunciarse hasta el final de los tiempos.
El efecto del testimonio de Pedro fue inmediato. «¿Qué debemos hacer, hermanos?» (37), exclamaron muchos de los allí presentes. Ésta es la pregunta que debemos hacernos todos los oyentes del Evangelio. A este interrogante universal responden las palabras de Pedro que recogen las exigencias del Evangelio válidas para todos los tiempos: «Arrepiéntanse y háganse bautizar invocando el nombre de Jesucristo, para que se les perdonen los pecados, y así recibirán el don del Espíritu Santo», es decir, una nueva vida, la de hijos e hijas de Dios.
Termina Lucas su relato diciendo que aquel día se convirtieron unas tres mil personas. Más que el número, Lucas quiere resaltar la fuerza irresistible del Evangelio y la presencia operante del Espíritu. La Iglesia, como nuevo pueblo de Dios, había comenzado aquel día de Pentecostés su andadura histórica. Los protagonistas del libro de los Hechos han sido presentados: El Espíritu Santo, la Palabra de Dios llevada por los testigos misioneros a todos los pueblos y la comunidad que nace de la Palabra y del Espíritu como el nuevo Pueblo de Dios.

2,42-47 Segundo informe: la primera comunidad cristiana. Lucas cierra este episodio de Pentecostés con su segundo sumario en que nos cuenta brevemente la vida interna de la primera comunidad de Jerusalén como efecto inmediato del don del Espíritu. Describe las actitudes y prácticas que expresan y mantienen esa vida: la escucha de las enseñanzas de los apóstoles, la oración continua y la «fracción del pan», término con que la Iglesia primitiva designaba a la eucaristía, que es el sacramento de la comunión con Cristo, palabra y pan de vida (Jn 6,34.51). Añade algo más: esta unión se manifiesta en la comunión de bienes. Los ricos vendían sus propiedades y las repartían entre los pobres. Se ha dicho que el evangelio de Lucas es el evangelio de los pobres. Esa preocupación por los desposeídos aparecerá de nuevo a lo largo de todo el libro de los Hechos. De momento, en una frase escueta nos indica que la comunidad practicaba algo tan revolucionario y tan nuevo entonces como ahora, es decir, que los ricos repartieran sus bienes entre los pobres. Finaliza esta sección describiendo el crecimiento rápido de la comunidad cristiana como signo de la presencia del Espíritu y también como fruto de su fidelidad a Jesús. El testimonio de vida de los cristianos ayer y hoy es el impacto mayor que acompaña todo proceso de evangelización.
3,1-11 Sanación de un paralítico. Esta sanación se realiza dentro de la vida cotidiana judía, donde el culto público –uno por la mañana y otro por la tarde– tiene una significación especial. Pedro y Juan acuden al templo a orar, pero la presencia abatida del paralítico a la entrada les hace cambiar radicalmente. El paralítico representa al pobre y al pueblo marginado por la Ley y el templo. El paralítico pide una limosna a Pedro. Éste no tiene oro ni plata pero posee un don de un valor incalculable: el poder de invocar el nombre de Jesús Nazareno. A la invocación acompaña el gesto humano, el tacto comunicativo. El efecto es inmediato. La sanación del paralítico simboliza el poder vivificador de Jesús. Otro efecto es el asombro de la gente, es decir, una extrañeza o perplejidad que desea y busca comprender. Esta actitud lleva a Pedro a dar testimonio y anunciar, de nuevo, la muerte y resurrección de Jesús.
3,12-26 Discurso de Pedro en el pórtico. He aquí el segundo discurso misionero de Pedro, que interpreta el milagro anterior en todo su sentido y significación. No lo hace con teorías ni sermones abstractos. Ante los ojos de todos estaba el mendigo lisiado, ya sanado y lleno de alegría. Un poder nuevo, que no es el del dinero, se ha manifestado en medio de todos. Pedro dice que ese poder no es suyo, sino del «nombre» de Jesús. En la cultura bíblica, hablar y actuar en «nombre» de alguien significaba hacerlo con la autoridad y el poder de dicha persona. A lo largo de su discurso Pedro nos dice lo que significa el «nombre» de Jesús: es el Servidor, es el Príncipe de la Vida, es el Mesías Salvador, es el Santo e Inocente. Dios lo ha resucitado y enviado para bendecir y convertir a cada uno de sus maldades.
Pedro destaca la importancia de la fe en Jesús, tanto de los que invocan su nombre –Juan y él– como del paralítico que pide la sanación. En este episodio Lucas nos presenta de un modo narrativo en qué debe consistir el testimonio de la Iglesia de todos los tiempos: liberación; anuncio del poder de Jesús resucitado y vivo en medio de su pueblo; denuncia; invitación a la conversión y a un cambio radical de vida; y creación de una nueva comunidad.
4,1-22 Pedro y Juan ante el Consejo. Aparece un elemento nuevo en la vida de la comunidad: la persecución, que ya no abandonará a los testigos/misioneros del Evangelio a lo largo de todo el libro de los Hechos. Se realiza lo que había anunciado Jesús: sus discípulos serán perseguidos, pero el Espíritu Santo hablará por ellos ante sus perseguidores (cfr. Lc 12,4-12; 21,12-19). La predicción de Jesús la escenifica magistralmente Lucas en este episodio. El escenario es impresionante: por una parte, la sala del Gran Consejo con todo el poder policial, político, económico y religioso de Israel; y por otra, los acusados Pedro y Juan, hombres sencillos y sin cultura. La acusación no podía ser más grave a los ojos de aquellos poderosos señores de Israel: anunciar el nombre de Jesús al pueblo en el templo, «su» templo. Normalmente, las personas humildes agachan la cabeza, piden perdón y esperan el castigo. Aquí ocurre lo inaudito; los acusados se convierten en acusadores. Pedro no pierde ocasión de dar testimonio de Jesús y esta ocasión es única. Como en sus anteriores discursos, anuncia de nuevo el mensaje de la muerte y resurrección de Jesús. Pero esta vez dice más: afirma enfáticamente que «no se ha dado a los hombres sobre la tierra a otro Nombre por el cual podamos ser salvados» (12). El paralítico sanado estaba presente como prueba. Los acusadores se sienten desarmados y vencidos. Por otra parte, puntualiza Lucas, el pueblo estaba con los acusados y daba gloria a Dios. Al final, para no sentirse del todo desautorizados, los poderosos les prohibieron hablar en nombre de Jesús, pero Pedro tiene la última palabra que repetirán ya en adelante todos los hombres y mujeres que, haciendo suyas las causas de los empobrecidos, se han de enfrentar a los poderes constituidos: «no podemos callar lo que hemos visto y oído» (20). La persecución en la comunidad cristiana será de ahora en adelante un signo de fidelidad al mensaje de Jesús.
4,23-31 Oración de la comunidad. El episodio del Gran Consejo lo cierra Lucas con la oración de la comunidad. Pedro y Juan vuelven a ella. Allí comparten, interpretan lo sucedido y rezan. Es una oración para tiempos de persecución. No se elaboran proyectos para escapar del peligro ni se piden castigos para los perseguidores, sino que piden, en primer lugar, la libertad de seguir anunciado el mensaje de Jesús, y en segundo lugar, que la liberación, por la fuerza de su Nombre, continúe en sanaciones, señales y prodigios.
4,32-37 Comunidad de bienes. Este nuevo sumario amplía la información sobre la comunidad, esta vez centrado en la comunicación de bienes. Las tres afirmaciones con que nos describe Lucas la comunidad de Jerusalén nos dejan sin saber qué pensar: «tenía una sola alma y un solo corazón. Nadie consideraba sus bienes como propios» (32) y «no había entre ellos ningún necesitado» (34). ¿Se puede ser más utópico e idealista? Sin embargo, Lucas era un hombre realista y con los pies en la tierra. Él mismo recoge en su evangelio las palabras de Jesús de que los pobres estarán siempre con nosotros. Cometeríamos, sin embargo, un gran error si no tomáramos en serio su testimonio sobre aquellos primeros cristianos. Lucas no pretende ofrecernos un sistema evangélico de reforma social; presenta una exigencia radical del mismo Evangelio que comenzó a hacerse ya realidad entre los primeros creyentes aunque fuera de un modo limitado, tímido, que no funcionaría por mucho tiempo y quizás no muy de acuerdo con las leyes de la economía. En la comunidad había un problema serio de pobreza y la comunidad respondió a las necesidades de los pobres de un modo heroico. Su ejemplo está ahí cuestionando y apelando a los creyentes de hoy para que construyamos otro tipo de sociedad más justa y equitativa. Es la fuerza de la utopía iluminando y empujando cada momento histórico. Hay que tomar las palabras de Lucas como lo que son: ejemplo, llamamiento, denuncia, aguijón y condena evangélica.
5,1-11 Ananías y Safira. Este episodio puede resultar sorprendente porque no corresponde a las sensibilidades de hoy. ¿No hay una desproporción entre la falta y el castigo? Lucas narra el acontecimiento muchos años después de que ocurriera y es probable que, para entonces, la imaginación popular hubiera agrandado y dramatizado los hechos. De todas formas, así los cuenta Lucas. A veces merece la pena contar una historia terrible para amonestar y poner en guardia a la comunidad. Es interesante observar el por qué de un castigo tan excepcional; fue un problema de dinero, mentira y corrupción. Verdaderamente, aquellos discípulos de Jesús se tomaban en serio su compromiso cristiano.
5,12-16 Tercer informe: milagros. Antes de narrar las nuevas persecuciones, Lucas intenta resaltar el éxito del Evangelio que comienza a abrirse camino a través de signos y de toda clase de sanaciones. El poder de sanación de Pedro recuerda el de Jesús. La comunidad es objeto de la admiración y del reconocimiento del pueblo.
5,17-42 Persecución. Este nuevo acto de persecución por parte del Gran Consejo se parece mucho al precedente (4,1-22): arresto, interrogatorio, respuesta del acusado, deliberación privada y prohibición. Las autoridades les habían impuesto una prohibición formal que ellos habían quebrantado. Son reos reincidentes y deben dar cuenta de su desprecio al tribunal. Esta vez sin embargo, hay un elemento nuevo: el Gran Consejo está dividido. En el partido de los fariseos había simpatizantes de los apóstoles, entre otras razones porque también creían en la resurrección. Lucas ve siempre en la creencia de la resurrección un punto de unión entre judíos y cristianos. Esta vez, es el partido de los saduceos, que negaba la resurrección, el promotor del arresto de los apóstoles. Dice Lucas que aquellos señores estaban llenos de celos. Los apóstoles son encarcelados. El narrador echa mano de una intervención celestial al estilo tradicional: un ángel los libera y les dice que vuelvan al templo a enseñar. Mensaje de Lucas: cuando Dios quiere que algo vaya adelante, toda oposición humana parece ridícula. Efectivamente, en toda la escena posterior así aparece. El Gran Consejo reunido espera la comparecencia de los reos. ¿Dónde están?, justamente en el dominio de los saduceos, en el templo enseñando al pueblo. De nuevo fueron apresados por la policía, esta vez sin violencia, precisa Lucas, y fueron llevados al Gran Consejo. El jefe de los saduceos les acusa de haber llenado Jerusalén de la doctrina de ese «nombre», que no quiere pronunciar y que toda la ciudad lo estaba pronunciando. La respuesta de Pedro es siempre la misma: denuncia la muerte de Jesús, anuncia su resurrección e invita al arrepentimiento. La reacción es violenta. Los quieren condenar a muerte. Entonces, se levanta el fariseo Gamaliel, toma la palabra y da un vuelco dramático a la situación. A Lucas le interesa mucho el testimonio de este hombre ponderado y respetado por todos. No es cristiano y, por tanto, puede representar un modo de relaciones pacíficas entre judaísmo y cristianismo. Gamaliel presenta dos hechos históricos de falsos mesías que terminaron en fracaso, y saca la conclusión: Si todo esto «fuera cosa de hombres, fracasará» (38); «si es cosa de Dios, no podrán destruirlos y estarán luchando contra Dios» (39). Nótese el exquisito uso que hace Lucas de los verbos: «fuera» –hipotético–, «es» –real–. Lucas termina el episodio con una experiencia nueva de los apóstoles. Se marchan contentos, no por haber sido liberados, sino por haber podido sufrir como Jesús. De ahora en adelante, la pasión de Jesús se irá repitiendo en la pasión de los protagonistas de los Hechos y de todos los que han sufrido y siguen sufriendo por la causa de Jesús a través de los tiempos. La pasión de Jesús continúa hoy viva en su pueblo.
6,1-7 Los siete diáconos. Con este capítulo comienza otra parte del libro de los Hechos en la que aparece un nuevo grupo en la Iglesia de Jerusalén: «los helenistas». La comunidad ha sido quizás idealizada por Lucas en los capítulos precedentes. En realidad, tenía problemas y no pequeños. No podía ser menos, porque se trataba de una comunidad muy compleja. La formaban dos grupos de diversa lengua, mentalidad, cultura y posición social. La división no podía tardar en llegar. Y llegó. Al narrar el episodio, Lucas, hombre conciliador, no hace más que insinuar el conflicto. Era demasiado conocido por todos y no merecía la pena insistir. El interés de Lucas está en presentar la solución pacífica a que se llegó sin que se rompiera la unidad de la comunidad y los frutos tan importantes que un grave conflicto eclesial bien resuelto puede producir. ¡Todo un ejemplo para nuestra Iglesia de hoy!
Ésta era la situación de aquella Iglesia de Jerusalén: por una parte, está el grupo cristiano de lengua aramea y cultura hebrea, grupo de la mayoría, del que forman parte los apóstoles. Sus costumbres y sus prácticas, algunas de ellas discriminatorias, son puramente judías. Un bagaje del que aún no habían sabido desprenderse, aun después de abrazar la fe, porque lo consideraban parte integrante del mensaje cristiano. En términos de hoy diríamos que formaban el ala tradicional y conservadora de aquella Iglesia. Por otra parte, está el grupo cristiano «helenista». El término «helenista», en general, designa a los judíos que habían nacido y vivido fuera de Palestina, en la «diáspora», en contacto sobre todo con la cultura griega, cuya lengua habían adoptado. Un buen número de ellos residía en Jerusalén donde tenían sus propias sinagogas, como grupo aparte. De talante más universal, formaban el ala avanzada, abierta y crítica del judaísmo. Un cierto número de estos judíos helenistas se hizo cristiano y, al convertirse, se afirmó más en ellos su crítica del judaísmo tradicional, sus costumbres, prácticas discriminatorias y prejuicios de los que aún no se había liberado el grupo conservador cristiano.
Son los recién convertidos «helenistas» los que provocan el conflicto dentro y fuera de la comunidad cristiana de Jerusalén. Hacia adentro, el problema aparentemente parece trivial y sin mayor importancia. Se quejan de la discriminación que sufren las viudas de su grupo a la hora del reparto de la comida. En realidad, el problema era mucho más de fondo como se verá después. Esta queja provoca una reunión general. Los doce apóstoles proponen una solución que es aceptada por todos: la elección de siete servidores o diáconos helenistas –todos tienen nombres griegos– para que atendieran a las necesidades materiales de las viudas, porque los apóstoles tenían un ministerio más importante que hacer, como predicar la Palabra de Dios.
Uno de los siete, de nombre Nicolás, era de origen pagano aunque simpatizante –prosélito– judío, natural de Antioquía. La situación de estos «simpatizantes» era muy incómoda. Querían ser judíos de pleno derecho pero no podían. Cuestión racial. Ahí estaba la Ley para impedírselo. Eran tolerados por una parte y discriminados por otra. No podían acudir al templo; no podían sentarse a comer con los judíos de raza, etc. Eran impuros, o sea, ciudadanos de segunda categoría. Cuando estos «simpatizantes» se hacían cristianos, la discriminación continuaba en el seno de la misma comunidad cristiana. ¿Se sentaban a la mesa, como iguales, junto a los cristianos de origen judío para celebrar la eucaristía?
Lucas habla como si la solución hubiera sido inmediata y fácil. Podemos imaginarnos lo que se calla, es decir, la discusión quizás acalorada, el diálogo, el discernimiento, el ceder de unos y de otros y, sobre todo, el clima de oración en que la polémica se resolvió. Con la imposición de las manos, los apóstoles transmiten a los siete elegidos el encargo y la gracia de Dios para cumplirlo. La imposición de las manos en la cultura bíblica venía a significar la comunicación del espíritu del que impone las manos sobre quien le son impuestas. Así se le confiere una misión y un ministerio. Había nacido lo que hoy llamaríamos una «Iglesia local» con su lengua, su cultura y sus líderes nativos.
Lucas nos transmite dos mensajes. Primero: que la unidad de la Iglesia que estaba naciendo no se rompió ante un grave conflicto, sino que como fruto de la unidad surgió la diversidad. Segundo: que el Espíritu Santo no es monopolio de ningún grupo cristiano ni de la jerarquía eclesiástica sin más, sino que actúa donde quiere. De hecho, comenzó a actuar de un modo sorprendente y maravilloso en aquella comunidad local de helenistas cristianos, empujando la Palabra más allá de las fronteras de la cultura y del pueblo judío. Esto se produjo por el problema «hacia fuera» que provocaron los jóvenes helenistas capitaneados por Esteban y del que se va a ocupar a continuación el narrador. De momento, el incidente queda resuelto y Lucas apostilla que la Palabra o el Mensaje (personificado) se difundía y que crecía mucho el número de los discípulos.
6,8-15 Esteban detenido. Hasta aquí, los apóstoles han acaparado la atención de Lucas como si sólo ellos actuaran en nombre de Jesús. El interés del narrador se centra ahora en los siete diáconos, especialmente en Esteban. El retrato que hace Lucas de este joven cristiano, el primer mártir de la Iglesia, no puede ser más atractivo: está poseído por el Espíritu, es entusiasta y valiente, muy activo en el anuncio del Evangelio, incisivo en la denuncia, grande en los milagros, la dialéctica, los discursos, las visiones. Todo un profeta. Lo que sus rivales, las autoridades judías, no consiguen razonando y discutiendo, lo intentan con una campaña de difamación para desacreditarlo ante el pueblo que se vuelve en su contra. Este dato nuevo cambia la situación. Lo acusan de blasfemia por hablar contra la Ley y el templo, símbolos de la identidad judía. Si ya los helenistas judíos relativizaban la Ley y el templo, este helenista cristiano lleva hasta sus consecuencias más radicales su fe en Jesús de Nazaret. En concreto, viene a decir que la Ley y el templo no han sido abolidos, sino substituidos por la persona de Jesús, cuya venida da cumplimiento justamente a la Ley y al templo. ¿Consecuencias? No más discriminación, sino invitación universal a todos los hombres y mujeres de cualquier raza o cultura a creer en Jesús y a formar parte de la nueva comunidad de sus seguidores.
7,1-53 Discurso de Esteban. Esteban es llevado al Gran Consejo. La acusación es gravísima: «Lo hemos oído afirmar que Jesús el Nazareno destruirá este lugar –el templo– y cambiará las costumbres que nos dio Moisés» (6,14). La respuesta de Esteban es de momento un rostro angélico y radiante, como el de Moisés después de hablar con Dios (cfr. Éx 34,29-35). Cuando el Sumo sacerdote lo interpela, Esteban responde con un discurso. Se trata del discurso más extenso y elaborado que encontramos en el libro de los Hechos. Esteban no responde directamente a los cargos en su contra, sino que se lanza a una interpretación crítica de la «Historia Sagrada de Israel». Comenzando por la Alianza de Dios con Abrahán, cuyo signo es la circuncisión, recorre la historia de los Patriarcas hasta llegar a la figura central de su exposición, Moisés, escogido y enviado por Dios como «liberador». Moisés da a los Israelitas leyes, «palabras de vida» que ellos no cumplen. Les anuncia también profetas, sucesores suyos, que ellos mataron. Moisés también les enseña el culto auténtico, ellos se fabrican un ídolo y lo adoran. Les da una tienda copiada del modelo divino, ellos la llenaron de divinidades extranjeras. Cielo y tierra son el trono de Dios, ellos se empeñan en confinarlo en un templo.
Recorriendo, pues, una historia de persecuciones contra los enviados de Dios, Esteban llega al punto culminante, al Justo anunciado, «al que ahora han entregado y asesinado» (52). El orador se vuelve contra sus acusadores y sus palabras proféticas son durísimas. Les llama tercos, incircuncisos de corazón, resistentes al Espíritu, iguales que sus padres. No menciona de momento la resurrección y exaltación del Justo. Lo difiere para un final de gran efecto: la exaltación de Jesús no será la última pieza de un relato, sino algo que Esteban contempla y atestigua: «Estoy viendo el cielo abierto y al Hijo del Hombre en pie a la derecha de Dios» (56).
¿Cómo tenemos que leer los cristianos de hoy este discurso durísimo de Esteban? ¿Tenemos entre las manos el primer discurso antijudío en boca de este primer cristiano masacrado por motivos religiosos? Nada más lejos de la realidad y de lo que Lucas quiere trasmitirnos. Al narrar la persecución y el consiguiente discurso de Esteban, Lucas tiene presente, con toda probabilidad, lo que estaba ocurriendo en su tiempo, es decir, 45 ó 50 años después del martirio de Esteban. Los judíos perseguían a los cristianos de ciudad en ciudad. Habían reprobado oficialmente al cristianismo. Rechazaban la predicación del Evangelio que les ofrecía Pablo. Los cristianos eran, pues, víctimas de la intransigencia y fanatismo judío. Pero ésta es sólo una parte de la historia. Nosotros podríamos añadir que la persecución religiosa no ha sido unilateral. Los perseguidos cristianos se convirtieron, con el correr de nuestra conflictiva historia, en perseguidores de los judíos. Discriminaron, expulsaron y persiguieron a los judíos a lo largo de casi dos mil años, hasta culminar en la gran persecución del Holocausto, en la Segunda Guerra Mundial, donde fueron masacrados casi seis millones de judíos inocentes a manos de los Nazis, la mayoría de ellos cristianos.
Éste es el contexto en el que debemos leer, hoy, el discurso que Lucas pone en boca de Esteban y que responde tanto a la persecución perpetrada por los judíos de su tiempo contra los cristianos como la perpetrada, después, por los cristianos contra los judíos. La respuesta evangélica que nos da Lucas por boca de Esteban es válida, por tanto, para unos y para otros: los judíos perseguidores y los miembros del tribunal que le estaban juzgando, no son «verdaderos judíos». Son infieles a la verdadera tradición de Israel. Son los sucesores de los que ya persiguieron a los Patriarcas y Profetas. Indirectamente, las palabras de Esteban son también palabras de condena para los perseguidores cristianos: los que mataron, persiguieron y discriminaron, los que callaron y no denunciaron son desenmascarados por Esteban como lo que fueron y son: cristianos infieles al Evangelio, traidores a la causa de Jesús. Lucas quiere enseñarnos a través del discurso de Esteban que «del verdadero Israel y del verdadero cristianismo» no pueden salir perseguidores, discriminadores y asesinos.
7,54–8,1 Muerte de Esteban. La reacción de los oyentes muestra que han ido entendiendo la intención del discurso y que de acusadores se han convertido en acusados. La reacción es visceral. Llega el momento culminante cuando Esteban, en un rapto de inspiración, exclama que ve la Gloria de Dios y a Jesús a la derecha de Dios. Esto fue insoportable para los oídos de los acusadores. A partir de aquí los hechos se desencadenan con rapidez: lo sacaron fuera y arrebatados de odio lo apedrearon. En sus últimas palabras Esteban imita a su Maestro, muere perdonando (cfr. Lc 23,34): «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (60). Con dos rasgos, como de pasada, Lucas hace entrar en escena a un personaje secundario, que pronto será el gran protagonista del libro: por ahora se llama Saulo.
8,1-25 Persecución y predicación en Samaría. A raíz de la denuncia profética de Esteban estalló la persecución. Lucas deja entender que fue una persecución «selectiva». El ala conservadora del grupo cristiano, con los apóstoles a la cabeza, no fue molestada. Sólo los helenistas cristianos tuvieron que escapar a toda prisa de Jerusalén. Los demás se quedaron. Lucas no insiste en este detalle. Nosotros podemos preguntarnos: ¿Por qué no presentaron «todos» un frente común a la hora de la persecución? ¿Faltó la solidaridad? De todas formas, persecuciones «selectivas» han abundado en todas nuestras comunidades cristianas a lo largo de la historia, especialmente de América Latina. Los tiranos saben que cuentan siempre con el silencio de una parte de la Iglesia a la hora de señalar a sus víctimas. Lucas no dice nada de esto, porque la verdadera historia que a él le interesa contar no es ésa, sino la del Espíritu que se sirvió de aquellos perseguidos para llevar la Palabra más allá de las fronteras de Jerusalén. Lo que es huida y dispersión a los ojos humanos, es difusión del Evangelio a los ojos iluminados del narrador.
Así pues, mientras Saulo se convertía en un activista en la persecución contra los cristianos, según nos cuenta Lucas quizás cargando un poco las tintas para preparar por contraste su posterior y espectacular conversión, uno de los «siete», Felipe, es el escogido por el Espíritu para llevar el Evangelio a Samaría, considerada como semipagana, medio apóstata, infestada de sincretismo (cfr. Jn 4). Éste fue el primer campo de operaciones de aquellos evangelistas itinerantes. La primera frontera se había roto.
En esta campaña misionera de Felipe, Lucas tiene cosas importantes que decirnos. Primero, prepara el ambiente afirmando que la misión de Felipe fue todo un éxito y lo describe con el esquema básico de toda evangelización: anuncio de la Buena Noticia, liberación y transformación, expresada en la alegría de todos. A continuación, introduce un personaje singular, un tal Simón, charlatán y embaucador de las masas que tenía a todos encantados con su magia. Este individuo vio una fuente de ingresos en la recepción del Espíritu Santo y propuso el posible negocio a los apóstoles. Y aquí interviene Lucas para mostrarnos, por medio de Simón, en qué puede llegar a convertirse la religión, cualquier religión, cuando ha sido contaminada por el dinero: «en hiel amarga» y «atada en lazos de maldad» (23).
Todo lo que es cristiano funciona sin dinero. En este mundo en que todo se compra y se vende y en el que el dinero es el poder más absoluto, la Palabra de Dios y el Espíritu Santo ni se compran ni se venden. Los apóstoles no tienen dinero y los dones de Dios no se valoran en dinero. El desinterés total de estos primeros misioneros cristianos es lo que nos presenta Lucas como novedad y ejemplo para todos. El segundo mensaje obedece a su preocupación constante por mostrarnos la «unidad de la Iglesia». A Felipe y a sus compañeros no se les subió el éxito a la cabeza. Comunicaron inmediatamente a la Iglesia de Jerusalén lo que estaba ocurriendo, y los apóstoles se personaron en Samaría. La presencia de los apóstoles confirmando e imponiendo las manos a los nuevos convertidos en su fe, da origen a este «Pentecostés Samaritano» –más tarde se nos narrará el «Pentecostés Pagano»– en el que el Espíritu Santo se derramó sobre ellos como principio de unidad, de alegría y de vida cristiana.
8,26-40 Felipe y el eunuco. Cambio de escena en la campaña misionera de Felipe. La iniciativa del Espíritu, que es lo que continuamente está resaltando Lucas, aparece aquí más clara todavía. Felipe recibe una orden que lo lleva, no a la ciudad sino al desierto; no a evangelizar multitudes, sino a una sola persona, a un eunuco. El escenario parece irreal. De hecho, ninguna de las rutas que unía Gaza con Jerusalén atravesaba el desierto. Sin embargo, por allí transitaba aquel personaje etíope, eunuco y pagano, aunque «simpatizante», no circuncidado y como tal, excluido.
La evangelización de este hombre representa otra apertura trascendental de la Iglesia, en la cual se cumple una profecía: : «No diga el extranjero que se ha unido al Señor: el Señor me excluirá de su pueblo. No diga el eunuco: Yo soy un árbol seco» (Is 56,3). Lucas está exponiendo cómo se comprende y se explica la Escritura en la nueva comunidad. El etíope va leyendo en voz alta uno de los pasajes bíblicos más difíciles de comprender. Hacía siglos que los judíos se preguntaban por la persona que cumpliese exactamente todo lo que contiene la profecía y que realizara en favor del pueblo lo que dice el profeta. Felipe, como Jesús camino de Emaús (cfr. Lc 24,45s), ofrece al extranjero la respuesta: es la persona de Jesús, muerto y resucitado, de quien está hablando el profeta (cfr. Is 52,13–53,12).
El eunuco pide el bautismo. ¿Qué le impide recibirlo, ser eunuco, ser extranjero? En la pregunta resuenan las dudas e incertidumbres de las primeras comunidades. Lucas responde que el gesto de Felipe bautizando al etíope es obra de Dios, de su Espíritu.
Un símbolo unitario de fecundidad gobierna este bello relato de Lucas: del terreno desierto brota una fuente de agua vivificante; del libro incomprensible brota un sentido que ilumina y transforma; y el estéril recobra nueva vida. De nuevo, Lucas menciona la alegría: el eunuco siguió su camino muy contento. No conocemos su nombre para venerarlo en la Iglesia; quizás su nombre sea multitud.
9,1-25 Conversión de Pablo. La frase «camino de Damasco» ha sido aceptada ya en todas nuestras lenguas modernas para designar un cambio espectacular ocurrido en la vida de cualquier persona. La conversión de Pablo es de las más significativas de toda la historia de la Iglesia, tanto por la transformación radical de este hombre como por las consecuencias que desencadenó. Lucas menciona tres veces la conversión de Pablo en el presente libro (9,1-22; 22,3-16; 26,9-18). El mismo Pablo nunca describe el acontecimiento, simplemente lo afirma (cfr. 1 Cor 9,1; 15,8; Gál 1,1.11s). Con toda seguridad, su conversión era contada y recontada en todas las comunidades cristianas del tiempo de Lucas, quien describe el acontecimiento muchos años después de la muerte de Pablo en Roma. Como siempre, el narrador recoge recuerdos, datos y detalles, y después compone y embellece su historia procurando el máximo efecto para transmitir su enseñanza. El primer escenario de su narración ocurre en el «camino». El perseguidor se encuentra cara a cara con Jesús. Para describir esta escena, Lucas utiliza las imágenes bíblicas, tan frecuentes en el Antiguo Testamento, de las intervenciones espectaculares de Dios: se abre el cielo, brilla una gran luz, se oye una voz potente, los presentes caen derribados por tierra (cfr. Dn 10,5-19). Sigue un diálogo fascinante: «¿Quién eres, Señor?» La voz se identifica: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (5). Confusión y aturdimiento de Saulo de Tarso, quien ciego, vencido y derrotado, es conducido de la mano a Damasco.
Cambio de escena: mientras tanto, en la ciudad, Jesús pone en movimiento a la comunidad cristiana que esperaba atemorizada la llegada del perseguidor. Los acontecimientos se suceden aumentando su intensidad dramática: encuentro de Saulo con la comunidad en la persona de Ananías, quien le comunica la misión a la que está destinado. Saulo acepta la misión, recobra la vista, es bautizado y recupera las fuerzas. De nuevo, un cambio de escena: Saulo es presentado ahora en las sinagogas de Damasco afirmando que Jesús es el Mesías. Sigue un complot para matarlo. Pablo –ya no es más Saulo, sino Pablo– se entera y huye de Damasco, de noche, descolgado muro abajo.
He aquí la narración de Lucas. ¿Se pueden decir tantas cosas, tan bellamente y con tanta economía de palabras? En el centro de la narración sucede el encuentro de Pablo con Jesús vivo y resucitado que lo interpela, lo llama y espera una respuesta. Pablo la da en el seno de la comunidad de hermanos y hermanas. A la respuesta sigue la transformación. Pablo se sentirá ya hasta su muerte fascinado por Jesús, por Él vivirá y sufrirá siendo su testigo en medio de hombres y mujeres de razas, religiones y culturas diferentes. Esta vida y pasión de Pablo, siguiendo las huellas de su Señor, ocupará de aquí en adelante la mayor parte del libro de los Hechos.
9,26-30 Pablo en Jerusalén. Los estudiosos de la Biblia no acaban de ponerse de acuerdo sobre este viaje relámpago de Pablo a Jerusalén. Parece que no concuerda con el mismo viaje que narra el mismo Pablo (cfr. Gál 1,18) y que sucedió bastante tiempo después. ¿Se trató de un solo viaje o de dos? A Lucas estos detalles parecen no preocuparle. Su intención de presentarnos «tan pronto» a Pablo en Jerusalén obedece a la preocupación fundamental de Lucas que ya hemos visto en otros episodios: afirmar la unidad y comunión de «toda» la comunidad cristiana que comenzaba a ser ya universal. Era, pues, necesario mostrar cuanto antes a Pablo en contacto y comunión con la Iglesia madre de Jerusalén, pues son ellos, los apóstoles y columnas de la Iglesia, los que debían autorizar y confirmar la misión del nuevo convertido.
9,31-43 Sanación – Resurrección de Tabita. Lucas deja a Pablo, por ahora, y retoma el hilo de su historia: el crecimiento y desarrollo del Evangelio. Comienza con otro pequeño sumario en que nos dice que la Iglesia entera «se iba construyendo… crecía animada por el Espíritu Santo» (31). Los dos verbos empleados nos ofrecen los dos aspectos de la Iglesia que deben siempre coexistir en tensión: estabilidad y dinamismo.
Esta vez, el progreso del Evangelio nos es presentado a raíz de las rutas misioneras de Pedro quien aparece como predicador itinerante, haciendo paradas para visitar a los pequeños grupos de cristianos. El escenario es la región costera que va de Jafa hasta Cesarea. Hablar del progreso del Evangelio para Lucas es hablar de los efectos de liberación que produce. Aquí se constata con dos milagros de Pedro. Están como calcados en los milagros de Jesús. El primero recuerda al narrado por Marcos (cfr. Mc 2,1-12). El segundo sigue de cerca el relato de la resurrección de la hija de Jairo (cfr. Mc 5,36-43), hasta en los detalles más conmovedores. Jesús ordena: «talitha qum», «¡corderita, levántate!»; Pedro, a su vez, dice: «tabitha anasthehi», «¡gacela, levántate!» (40). La muerta devuelta a la vida se llamaba Tabita, que quiere decir gacela. Lucas, que no pierde ocasión para resaltar lo que le interesa, dice que Gacela repartía muchas limosnas y hacía obras de caridad.
10,1-33 Pedro y Cornelio. Si hemos de juzgar por el espacio empleado, este relato que solemos llamar la conversión del Cornelio es uno de los más importantes del libro. ¿Conversión de Cornelio? Mejor sería llamarlo conversión de Pedro. Cornelio está abierto al Evangelio y no se resiste. El Evangelio está llegando a los paganos y Pedro duda y se resiste a abrirles la puerta. La intervención de Dios va a dar un vuelco dramático a la situación y ambos, Cornelio y Pedro, van a ser los protagonistas de un cambio radical en la Iglesia naciente.
Lucas presenta a los dos protagonistas de la narración mientras oraban: por una parte, el pagano Cornelio, ciudadano romano, capitán del batallón destacado en Cesarea, hombre de oración y muy caritativo con los pobres –de nuevo el detalle–. Por otra parte, Pedro orando en casa de un tal Simón el curtidor, y cavilando –podemos añadir nosotros– sobre el problema candente que tenía en aquellos momentos la Iglesia entre sus manos: ¿qué hacer con los paganos que pidan el bautismo? Para hacerse cristianos, ¿tenían los paganos que incorporarse primero plenamente al judaísmo, o parcialmente, o de ningún modo? Por lo visto, la conversión y el bautismo del eunuco etíope no había hecho mucho efecto en las «columnas» de la Iglesia.
A continuación, el narrador nos presenta a Jesús moviendo los hilos de la historia. A la misma hora, las dos de la tarde, estando Pedro y Cornelio en oración, dos intervenciones simultáneas y decisivas de Dios acercan el uno al otro. La visión libera a Pedro de prejuicios, tabúes y discriminaciones. Más grave que la distinción de alimentos en comestibles e impuros es la distinción de las personas entre judíos y paganos. El apóstol ya no puede llamar «impura» a ninguna persona. Ahora empieza realmente su conversión. Cornelio, por su parte, ve que las barreras caen y es animado a encontrarse con Pedro.
Lucas nos presenta el encuentro entre ambos con un lujo de detalles a cual más evocador. Dice, por ejemplo, que Pedro acudió a la cita con Cornelio acompañado de algunos hermanos de Jafa, aludiendo a la dimensión comunitaria de lo que iba a ocurrir. Después del saludo un poco aparatoso de Cornelio, Pedro responde simplemente: «Levántate, que yo no soy más que un hombre» (26). No existen más las distinciones: yo judío, tú pagano.
10,34-48 En casa de Cornelio. Pedro comienza diciendo que Dios no hace distinciones entre personas, que acepta a cualquiera que sea bueno y honrado sin mirar la raza o nación de la que procede. Nosotros, hoy, podríamos añadir: ni tampoco la religión que profesa. Por fin parece que Pedro ha comprendido. Sus palabras repiten el testimonio que ya venía dando entre los judíos sobre la persona de Jesús, su muerte y resurrección. Sólo que esta vez el auditorio es distinto, pues los oyentes son paganos. Pedro les pone al corriente de todo lo sucedido acerca de Jesús hasta llegar a la resurrección, a los testigos de ella y al mensaje universal que implica: el perdón para todos los que crean.
«Pedro no había acabado de hablar» (44), dice el narrador, cuando el Espíritu Santo se derrama sobre los oyentes ante la sorpresa mayúscula de Pedro y su comitiva. Para Lucas, las palabras del apóstol son como «inspiradas» y portadoras del Espíritu. El cuadro no puede ser más sugerente: los creyentes-judíos junto a los paganos compartiendo ahora un solo y único Espíritu. Pedro saca las consecuencias y a través del bautismo que les administra en el acto, Cornelio, sus parientes y amigos son incorporados a la comunidad cristiana. Un paso fundamental fue dado en la historia naciente de la Iglesia.
11,1-18 Informe de Pedro en Jerusalén. La iniciativa de Pedro de bautizar al pagano Cornelio alarma a un grupo influyente de la comunidad de Jerusalén. Cuando éste regresó, le exigieron una explicación de lo que había hecho. Pedro había comprometido su autoridad en una iniciativa peligrosa de posible largo alcance. Estos cristianos, fieles a la circuncisión y a las leyes de separación, viven encerrados en mezquinas cuestiones de convivencia. Pedro, que se mueve ya en otro horizonte, responde, no apelando a su autoridad, sino a la de Dios. Su detallado informe termina con la pregunta: «Si Dios les concedió el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor, Jesucristo, ¿quién era yo para estorbar a Dios?» (17). Aquí terminó todo, de momento. Dice Lucas que se calmaron los ánimos de los conservadores y que dieron gloria a Dios. Probablemente, la sesión fue mucho más agitada de lo que nos cuenta. Hay que recordar, sin embargo, que la intención de Lucas no es relatarnos las diversas etapas del conflicto, sino las soluciones progresivas a que llegaron aquellos cristianos y cristianas sin que se rompiera la unidad. El problema, no obstante, no quedó resuelto del todo, como se verá en el Concilio de Jerusalén. Allí, el Espíritu tendrá que emplearse a fondo.
11,19-30 La Iglesia de Antioquía. La conversión del eunuco y de Cornelio son hechos individuales, aunque significativos. Sin embargo, la fundación y consolidación de la Iglesia de Antioquía significa una apertura e irradiación institucional de enorme importancia. Lástima que Lucas sea tan avaro en su información. Antioquía, la tercera ciudad más importante del imperio Romano después de Roma y Alejandría, era con más de medio millón de habitantes una encrucijada de razas y culturas diferentes. Aquí llegaron los helenistas huidos y comenzaron a dar testimonio de Jesús.
Lucas presenta dos fases de la predicación: la primera, a los judíos residentes en la ciudad, sin éxito aparente. La segunda, más audaz, se dirige a los paganos –griegos–, con gran número de conversiones. Como siempre, el narrador anota que el éxito se debe al poder de Dios. En Antioquía comienza, pues, a surgir una numerosa comunidad cristiana sin vínculos precedentes con el judaísmo. Aquí introduce el narrador dos personajes ya conocidos: Bernabé y Pablo. El primero es un helenista originario de Chipre, aunque no pertenece al grupo de Esteban y que ya colaboró con los apóstoles. Recuérdese que fue uno de los protagonistas de la experiencia de la comunidad de bienes (4,36s).
Cuando la Iglesia de Jerusalén, que conserva la alta dirección y la responsabilidad última, se entera de la nueva situación en Antioquía, se informa y actúa enviando a Bernabé como representante y enlace. Éste piensa inmediatamente en rodearse de colaboradores y se fija en Pablo cuyas dotes parece conocer o intuir. Pablo permanecerá un año entero instruyendo a la numerosa comunidad de nuevos convertidos. La plataforma de lanzamiento hacia el gran mundo pagano del Imperio está ya constituida. Lucas no lo dice, pero podemos imaginarnos la delicada tarea de planificación y diálogo entre aquellos misioneros de opiniones y tendencias tan diferentes ante la común empresa de la evangelización. Los ojos iluminados del narrador verán siempre al Espíritu Santo como al verdadero protagonista del avance del Evangelio, garantizando la unidad de los misioneros en medio de la diversidad.
Como signo de solidaridad y vínculo de unión, Lucas menciona una colecta promovida por Bernabé –no podía ser otro– para ayudar a los pobres de Judea. En Antioquía, el grupo de creyentes recibe, por primera vez, un nombre que es todo un símbolo: «cristianos». Merece la pena explicar el contenido de este nombre: la palabra hebrea «Mesías» –ungido– se traduce en griego por «Khristos» y la lengua latina la pone en forma de adjetivo «Khristianos» –cristianos–.
12,1-19 Martirio de Santiago – Pedro encarcelado. El martirio de Santiago queda reducido a una breve noticia. Se diría que el hecho merece mayor atención. Es el primer mártir de los apóstoles, personaje de relieve en los relatos evangélicos. Según lo anunciado por Jesús, Santiago sufrió una muerte violenta siguiendo la huellas de su Señor: «la copa que yo voy a beber también la beberán ustedes, el bautismo que yo voy a recibir también lo recibirán ustedes» (Mc 10,39).
La narración, sin embargo, se centra en la prisión y liberación de Pedro y será el último episodio del Libro de los Hechos que tiene a Pedro como protagonista. Lucas despide a Pedro con un relato de singular viveza (compárese con 5,19-22) suspendido entre el realismo de las acciones humanas y el halo maravilloso de apariciones y prodigios. El prisionero está custodiado con medidas de máxima seguridad: cadenas, puertas, guardias. En rápido cambio de escenario, Lucas nos presenta a la comunidad rezando por su jefe prisionero: la distancia y las rejas no rompen la unidad espiritual de los creyentes. Rezar es lo único que pueden y pueden mucho. El tiempo pasa, la ejecución está fijada para la mañana, es de noche. El prisionero duerme con un sueño tranquilo. En ese momento, irrumpe el mundo sobrenatural y la verosimilitud queda suspendida. Lucas echa mano de signos conocidos: la luz resplandeciente, la aparición del Ángel del Señor. El ritmo de la narración se hace lento para que observemos los detalles: ceñidor, sandalias, una guardia, otra guardia, el portón exterior, la calle. Sólo al final de una calle, Pedro parece despertar y comprende lo sucedido. Curiosamente no se dirige a la «comunidad de cristianos judíos», sino a la de «cristianos helenistas»; en concreto, a casa de María, madre de un tal Juan Marcos.
¿Qué nos quiere decir Lucas? ¿Había hecho ya Pedro una opción a raíz del episodio de Cornelio, dando su apoyo a la apertura misionera de los helenistas? ¿Dirige una mujer, María, la comunidad de los helenistas? Son interrogantes que deja suspendidos el narrador. De la casa de María mandaron aviso a Santiago y a los demás hermanos. Todo esto sucedió durante la Pascua judía y Lucas evoca en los detalles de la liberación de Pedro la resurrección de Jesús (cfr. Lc 24,9-11); por ejemplo, en el aturdimiento de la portera que oye la voz del apóstol y llena de alegría no le abre la puerta, sino que corre a comunicar la noticia y no le creen; cuando por fin le abren, todos quedan atónitos al verle y el apóstol no se detiene entre los hermanos, sino que pide que vayan a anunciar el acontecimiento.
Lucas termina el relato diciendo que Pedro se fue a otro lugar. ¿A dónde? ¿Está insinuando el narrador lo que era de todos conocido, es decir, el martirio de Pedro en Roma y su reunión definitiva con su Señor?
12,20-25 Muerte de Herodes. El relato narra el alboroto causado por la liberación del apóstol. El tirano, defraudado en su proyecto de ejecutarlo, hace pagar con la muerte a los guardias. Aunque fuera distante en el tiempo, el narrador quiere presentar aquí el fin teatral de Herodes Agripa como epílogo de la liberación de Pedro. El contraste es buscado: Pedro, encarcelado, Herodes, aclamado como un dios. El ángel del Señor libera a uno y hiere de muerte al otro. Su final está claramente presentado como castigo divino.
13,1-12 Misión de Pablo y Bernabé. Estamos entrando en la tercera, última y más larga etapa del libro de los Hechos. En ella, el testimonio cristiano llegará hasta los confines del mundo conocido por los protagonistas misioneros. El punto de partida es la Iglesia de Antioquía que está presidida por los cinco líderes que enumera Lucas, encabezados por Bernabé; entre ellos está Pablo, de momento el último de los cinco. Así, al grupo de los apóstoles, dirigentes de la comunidad judeocristiana de Jerusalén, y al de los siete helenistas, el narrador nos presenta ahora otro grupo: los cinco «profetas y maestros de Antioquía».
Lucas nos deja ver cómo el movimiento del Espíritu va estructurando a las diferentes Iglesias, haciendo surgir líderes, animadores y responsables con funciones y nombres diversos según las necesidades de cada una de las comunidades, y con mucha participación de todos a la hora de tomar decisiones. Por ejemplo, en la comunidad de Jerusalén, además de los apóstoles, han surgido otros líderes subordinados a los apóstoles llamados «ancianos» o «presbíteros». Los dirigentes de Antioquía son llamados por Lucas «profetas y maestros».
El narrador no nos dice cómo planificaron los cinco de Antioquía la primera salida misionera, pero sí afirma que la iniciativa, como siempre, fue del Espíritu Santo y que la preparación para que el Espíritu hablara fue, como siempre también, la oración y el ayuno. El Espíritu Santo –y la comunidad– decidieron separar a dos del grupo, Bernabé y Pablo, para una misión especial que recibieron por medio del gesto acostumbrado de la imposición de manos. Llevaron consigo también a un tal Juan, de sobrenombre Marcos. Viajaron primero a la isla de Chipre y de allí zarparon hacia lo que hoy es el sur de Turquía. La misión no iba dirigida expresamente todavía a los paganos, sino a los judíos de aquellas regiones. Era, sin embargo, el primer paso hacia el objetivo al que les llevaba el Espíritu. En una de estas correrías, en la ciudad de Pafos, comienza Pablo a destacarse confrontando públicamente al mago y falso profeta Barjesús o Elimas.
13,13-52 En Antioquia de Pisidia. El equipo misionero llega a Antioquía de Pisidia y al sábado siguiente van directamente a la sinagoga. Allí, como era costumbre, invitaron a los forasteros a que tomaran la palabra y comentaran las dos lecturas que se habían proclamado, una tomada de la Ley y otra de los Profetas. Esta visita es muy semejante, en su forma y contenido, a la que hizo Jesús a la sinagoga de Nazaret, que también nos cuenta Lucas en su evangelio (cfr. Lc 4,16-30). La diferencia está en que Jesús fracasó en Nazaret y Pablo y Bernabé triunfaron rotundamente en Antioquía de Pisidia. Tanto es así, que los oyentes –entre los que se encontraban paganos simpatizantes con el judaísmo a quienes se les permitía acudir a las sinagogas– les invitaron a que hablaran el sábado siguiente.
Por lo visto, no esperaron al sábado, sino que estuvieron toda la semana pendiente de los labios de Pablo y Bernabé. Como era de esperar, al sábado siguiente había una gran multitud esperando oírles de nuevo. Lucas dice que toda la población estaba allí. Esto fue demasiado para los dirigentes judíos que, llenos de envidia, comenzaron a insultar y a contradecir a los dos misioneros. Es más, se aliaron con señoras de la «alta sociedad», precisa el narrador, quienes probablemente hicieron intervenir a las autoridades, y Pablo y Bernabé fueron expulsados de la ciudad. Éstos son los hechos. ¿Qué dijo Pablo en la sinagoga?
El tema del discurso de Pablo, el primero que recoge el libro de los Hechos, era de candente actualidad para los judíos que le escuchaban, como fueron ya antes los discursos de Pedro y Esteban. El pueblo judío tenía –y tiene– grabada en la memoria colectiva las grandes promesas hechas por Dios a lo largo de su historia a través de sus grandes personajes: los Patriarcas y los Profetas. Es un pueblo volcado hacia el futuro, que escudriña los signos de los tiempos para ver cuándo esas promesas se van a cumplir. Todas las promesas apuntan a un Salvador que tenía que venir. Pablo les dice que ese Salvador ya ha venido y es Jesús, muerto y resucitado. Para ello, al igual que Pedro y Esteban, Pablo repasa la historia de Israel con los ojos iluminados por la fe, y hace converger todas las promesas en el hecho de que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos y que, en Él, el perdón y la salvación es ofrecida a todos sin distinción de raza o de nación.
¿Lo entendieron los judíos que le escuchaban? Lo extraordinario del caso de Antioquía de Pisidia fue que muchos paganos sí lo entendieron. Los judíos, sin embargo, en su gran mayoría, rechazaron el mensaje. Ante tal actitud, Pablo y Bernabé toman posición y la declaran abiertamente: desde ahora en adelante, la predicación del Evangelio a los paganos se convertirá en prioridad. Pablo ve en la conversión de los no judíos otra profecía que se cumple: «Te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra» (Is 49,6). Lucas no quiere terminar el relato con el cuadro sombrío de la expulsión, por eso matiza que aunque fueron puestos en la frontera por las autoridades, en la ciudad quedaban los discípulos, llenos de alegría y del Espíritu Santo. La alegría fruto del Espíritu es uno de los temas favoritos de Lucas.
14,1-7 En Iconio. Aquí se repiten casi los mismos acontecimientos que en Antioquía de Pisidia. De nuevo, comienzan la predicación en la sinagoga con reacciones semejantes, aunque esta vez no serán expulsados de la ciudad, sino que se escaparon ellos ante la agresividad de los contrarios. Lucas menciona la valentía de estos misioneros y los prodigios y milagros que el Señor hacía por su medio.
14,8-20 En Listra. El incidente pintoresco de Listra, a propósito de una sanación realizada por Pablo, ilustra los primeros encuentros de los predicadores cristianos con la cultura pagana politeísta. Es un caso particular de religiosidad ingenua y crédula que cree en las historias o leyendas poéticas de dioses que se presentan a los hombres en figura humana. Con sentido del humor anota Lucas que Bernabé, más distante y solemne, fue confundido con Zeus, el jefe de los dioses, y Pablo, que es quien llevaba la voz cantante, con Hermes, el portavoz de los dioses. La cosa se complica cuando quieren ofrecerle hasta un sacrificio. La reacción estupefacta de los misioneros no se hizo esperar. Pablo aprovecha el incidente para aclarar la situación y hablarles del Dios único, creador de todo, paciente y comprensivo con las manifestaciones religiosas de los pueblos. Anota, sin embargo, que ha llegado el tiempo de convertirse al Dios vivo. En su pequeño discurso, Pablo no menciona a Jesús, de modo que sus palabras hay que considerarlas como ejemplo de pre-evangelización, como diríamos hoy. A continuación, el narrador nos cuenta otra persecución sufrida por Pablo –no se menciona a Bernabé–. Parece que no viene a cuento con el incidente narrado anteriormente. Lucas no entra en detalles y quizás su intención sea hacer caer en la cuenta de que los enemigos de Pablo lo persiguen dondequiera que vaya.
14,21-28 De vuelta en Antioquía. La primera campaña misionera que abrió las puertas del Evangelio a los gentiles llega a su fin. Los misioneros desandan el camino para visitar a las pequeñas comunidades cristianas que se habían ido formando. Las animan a permanecer en la fe, que es lo mismo que permanecer en el Señor, y esto les llevará a tener que sufrir por su causa. Estas visitas sirven también para organizar a las comunidades eligiendo líderes locales, que son llamados «ancianos». Como siempre, Lucas no se olvida de apuntar que este importante paso se hace en un ambiente de oración y ayuno. A su regreso a Antioquía, la comunidad se reúne para oír a los misioneros. Del informe dado por Pablo y Bernabé, a Lucas sólo le interesa resaltar la conclusión a que todos llegaron: la predicación del Evangelio a los paganos ha sido pura iniciativa de Dios.
15,1-35 El Concilio de Jerusalén. Exactamente en la mitad del libro de los Hechos sitúa Lucas lo que se suele llamar Concilio de Jerusalén. No es exagerado decir que este relato es el verdadero quicio de toda la obra de Lucas. El narrador nos ha ido preparando en los relatos precedentes para esta asamblea de capital importancia, no sólo para aquellas primeras comunidades sino para toda la historia de la Iglesia. Nos ha invitado a reconocer la primacía de Jerusalén y el dinamismo de Antioquía. Nos ha inducido a simpatizar con el movimiento de apertura iniciado por los cristianos helenistas, a nosotros que somos los descendientes de aquel primer impulso.
Simplificando un poco podríamos decir que las dos Iglesias siguen caminos divergentes. La Iglesia de Jerusalén estaba dominada por judeocristianos, conservadores en ciertos aspectos. Se consideran una especie de «resto» o gueto en el cual está cristalizándose y creciendo el nuevo Israel, definitivo y total. Sin embargo, no acababan de entender en todo su alcance la novedad absoluta de la persona de Jesús, su muerte y resurrección, que sin romper las raíces espirituales que le unían al pueblo elegido de Israel eliminó todas las fronteras impuestas por la raza, las leyes discriminatorias y las tradiciones excluyentes, como la circuncisión y un largo etcétera. Sin embargo, desde su reducto, esta comunidad fue capaz de aceptar, en la persona de Pedro, la apertura del Evangelio a los paganos iniciada por los helenistas. Esto fue posible gracias a la iniciativa del Espíritu Santo, como afirma e insiste Lucas. Es posible, sin embargo, que el bautismo del pagano Cornelio y su familia a manos de Pedro, sin la condición previa de la circuncisión y la imposición de otras leyes y costumbres judías, no fuera bien asimilado por toda la comunidad de Jerusalén.
La comunidad de Antioquía, por otra parte, era heterogénea en su composición y dinámica en su constante irradiación. Su característica era, hacia adentro, la capacidad para convivir en el pluralismo; y hacia afuera, la aceptación de otras gentes y la asimilación de culturas diferentes. Judeocristianos convivían en Antioquía con helenistas y paganos convertidos.
Esta situación de hecho, que duraba ya varios años, no podía prolongarse por más tiempo, como así fue. La chispa que provocó el enfrentamiento entre ambas Iglesias surgió de un grupo de extremistas de Judea. Pablo los llama «falsos hermanos», que viajaron a Antioquía y comenzaron a enseñar que sin la circuncisión no era posible salvarse. Pablo, Bernabé y su grupo de Antioquía reaccionaron con la máxima energía. Se hizo necesaria una reunión de los representantes de ambas Iglesias para zanjar la cuestión de una vez por todas.
Lucas narra el desarrollo de la reunión 35 ó 40 años después de que ocurrieran los hechos. Todos los protagonistas, Pedro, Santiago, Pablo, Bernabé, etc., habían muerto. El problema ya no existía; es más, los paganos convertidos habían pasado a ser, de minoría cuestionada y marginada, a mayoría absoluta dentro de la Iglesia. Lucas se siente, pues, libre de ordenar y seleccionar los recuerdos y tradiciones de lo ocurrido; pasa por alto lo más áspero de la polémica y construye con rasgos esenciales un relato perfectamente equilibrado para transmitirnos su mensaje constante: el Espíritu Santo fue el verdadero protagonista de la solución del conflicto. La unidad de la Iglesia no se rompió. Las barreras discriminatorias se rompieron y los paganos fueron admitidos en la Iglesia en pie de igualdad.
El Concilio tuvo dos momentos: una sección plenaria en la que ambas partes contendientes exponen con acaloramiento sus respectivas posiciones y una sección restringida donde los dirigentes de Jerusalén, con Pedro y Santiago a la cabeza, y los dos delegados de Antioquía, Pablo y Bernabé, se reúnen a deliberar. También aquí, dice Lucas, se encendió la discusión, hasta que Pedro se levantó y dictó sentencia. El discurso de Pedro parte de su experiencia personal en el caso del pagano Cornelio y su familia, y dice que Dios les dio el Espíritu Santo lo mismo que a «nosotros». Es, por tanto, el Espíritu el que abate fronteras y crea la nueva unidad. Así pues, oponerse a la integración plena y sin condiciones de los paganos a la Iglesia es oponerse a Dios. Las palabras de Pedro son acogidas con un silencio de aceptación. A continuación, hablan los delegados de Antioquía que confirman lo dicho por Pedro narrando las maravillas que Dios había hecho entre los paganos por medio de ellos. Finalmente, Santiago, el jefe de la oposición moderada, toma a su vez la palabra y acepta claramente la decisión de Pedro. Dice que imponer la circuncisión y la ley judía a los paganos sería poner obstáculos a su conversión, descalificando así a los extremistas. No obstante, Santiago propone algunas cláusulas de comportamiento para los paganos convertidos con el fin de asegurar la convivencia con los judeocristianos en las comunidades mixtas. Éstas fueron aceptadas.
Así terminó aquella memorable reunión, considerada como el primer Concilio de la Iglesia. Sin embargo, los cristianos de hoy caeríamos en un error si consideráramos el Concilio de Jerusalén como un hecho del pasado, cerrado y superado ya. En realidad, el Concilio de Jerusalén continúa abierto, porque el problema de fondo que allí se planteó ha sido y sigue siendo el problema de fondo de toda la historia de la Iglesia, también de la de nuestros días.
Fue «la memoria» de Jesús la que estuvo en peligro de perderse en Jerusalén, es decir, su opción por los marginados, las masas abandonadas, los discriminados, los excluidos. En el Concilio de Jerusalén los marginados fueron los helenistas cristianos y los paganos convertidos, en una Iglesia dominada por los judeocristianos. Hoy son las mujeres en un mundo dominado por los hombres; los niños en un mundo de adultos; los enfermos en un mundo obsesionado por la salud y el hedonismo; el tercer mundo dominado por el primero; son los pobres, los emigrantes, los indígenas, los trabajadores y, en general, los marginados de nuestra sociedad. Las palabras de Pedro en Jerusalén siguen resonando proféticamente en nuestros días: Si Dios los ha elegido, ¿quiénes somos nosotros para marginarlos? Con esta intervención, Lucas despide a Pedro definitivamente del libro de los Hechos. Ya no lo menciona más. El narrador no intenta ofrecernos una biografía de sus personajes, sino que los sigue hasta que se han identificado totalmente con el Espíritu Santo que es el protagonista absoluto del libro de los Hechos.
15,36-41 Pablo y Bernabé se separan. ¿Se trata de un incidente menor o de algo más serio? Lucas no entra en detalles, sólo dice que después de una violenta discusión el equipo misionero de Antioquía se disolvió, y Bernabé y Juan se fueron por un lado y Pablo, por otro. ¿Cuestión de incompatibilidad de caracteres? Probablemente se separaron por opciones de principio. Hoy diríamos que Pablo quiso ser fiel al espíritu del Concilio llevando sus decisiones hasta sus consecuencias más radicales. No así Bernabé y Juan.
¿No estamos viviendo nosotros la misma situación después del Concilio Vaticano II? Por un lado, están los que acusan a ciertos sectores de la Iglesia, calificados de radicales, de ir más lejos de lo que el Concilio Vaticano II dijo o quiso decir. Por otro lado, están los que en su radicalismo evangélico quieren ser fieles al espíritu del Concilio hasta sus últimas consecuencias. Volviendo al relato, Lucas nos va a demostrar en los restantes capítulos del libro de los Hechos que el Espíritu Santo fue el que inspiró el radicalismo evangélico de Pablo. No todos los conflictos que se tienen en la Iglesia son negativos. Manejados adecuadamente, desde el diálogo, el respeto a las diferencias y la fraternidad, pueden ser oportunidades para abrirnos a las iniciativas del Espíritu Santo que puede y suele hablar por medio de los que se arriesgan, los contestatarios y los que van contra corriente. Así se manifestó el Espíritu en Antioquía y Lucas recoge y nos transmite la lección. Pablo, libre ya del impedimento que significaban Bernabé y Juan, se lanzó a la gran misión entre los paganos que le llevaría hasta la misma capital del imperio, Roma, acompañado de otro voluntario, Silas.
16,1-8 Timoteo acompaña a Pablo y Silas. Entra en escena Timoteo, que llegará a ser uno de los colaboradores favoritos del Apóstol. Lucas dice que Pablo hizo circuncidar a Timoteo, con el consentimiento de éste, por supuesto. ¿Incoherencia de Pablo que tanto luchó por la abolición de la circuncisión como requisito para ser cristiano? Más que incoherencia, lo que probablemente quiere indicarnos Lucas es la absoluta libertad del Apóstol para hacer lo que más convenía a la propagación del Evangelio. Si la circuncisión era tomada como requisito necesario para ser cristiano, Pablo la rechaza absolutamente, como hace en la carta a los Gálatas. Si sólo se trata de un rito externo que puede traer ventajas legales o sociales, la acepta sin más problemas, como en el caso de Timoteo.
El nuevo equipo misionero se adentra en Asía Menor camino, probablemente, de las grandes ciudades greco-romanas de la provincia asiática, como Pérgamo y Éfeso. Por el camino recorren en visita pastoral las comunidades ya establecidas. El proyectado viaje, sin embargo, se ve truncado por la intervención del Espíritu Santo –Lucas lo llama aquí «Espíritu de Jesús»– (7), quien cambia radicalmente los planes de los evangelizadores. Su destino será un nuevo continente: Europa.
16,9-15 Visión de Pablo. El uso de los sueños para comunicar mensajes divinos es más frecuente en el evangelio de Mateo. Lucas, de ordinario, hace intervenir a ángeles. Esta vez, un macedonio anónimo, huésped de un sueño, es la voz de Europa pidiendo auxilio. Detrás de este recurso literario de Lucas para insistir, como siempre, en el protagonismo del Espíritu Santo, podemos percibir lo atentos que estaban aquellos misioneros a lo que hoy llamaríamos «los signos de los tiempos». Sus ojos iluminados por la fe veían en personas, circunstancias y acontecimientos al Espíritu de Jesús que dirigía sus pasos abriendo nuevos caminos de misión.
El Espíritu, pues, les encaminó a Filipos, la primera ciudad europea que iban a visitar, conquistada el 355 a.C. por Filipos, padre de Alejandro Magno. Allí se dirigen a un lugar de oración donde había también mujeres, lo que nos induce a pensar que no se trataba de una sinagoga judía. El relato de Lucas se centra en una mujer, Lidia, la primera creyente de Europa. No podía ser de otra manera en un narrador que tanto promocionó a la mujer en su evangelio. Los misioneros rompen la costumbre de hospedarse en casas judías y, ante la insistencia de Lidia, lo hacen en su casa que se convirtió en «Iglesia domestica», célula original de una de las comunidades más fervorosas de Pablo. Lucas no se olvida de apuntar que la conversión de Lidia fue obra de Dios.
16,16-40 Presos y liberados. Lo que motivó la prisión de Pablo y sus compañeros fue el encuentro de éstos con una esclava que proporcionaba abundantes ganancias a sus amos ejerciendo el arte adivinatorio y otras magias. Importunaba a los misioneros con supuestos elogios. ¿Es alabanza y recomendación, burla y parodia o desafío a los presuntos salvadores? Sea lo que sea, la explotación de la esclava por el dinero que proporcionaba a sus amos es suficiente para que Pablo vea en esa manifestación seudo-religiosa un negocio instigado por un mal espíritu. Lucas no dice si era el mal espíritu quien producía el negocio o era el negocio quien inventaba el espíritu. En cualquier caso, Pablo invocó el nombre de Jesús y la esclava quedó libre.
La reacción de los amos, violenta e ilegal, no se hizo esperar. Hoy diríamos que la acusación está basada en anti-semitismo y xenofobia: opone romanos a judíos, costumbres extranjeras a las propias. Intervinieron las autoridades y, después de una buena paliza, los metieron en la cárcel. Y aquí Lucas echa mano de su arte de narrador y compone un relato novelado de liberación en el que Pablo sigue las huellas de Pedro (12,1-19).
El realismo con que describe los acontecimientos de aquella noche de cárcel hace resaltar más las incongruencias que la verosimilitud de los hechos. ¿Qué terremoto es ése que abre puertas y suelta cadenas sin producir daños a los presos? Hay que entrar en el espacio fantástico del relato para escuchar lo que verdaderamente nos quiere decir Lucas. Ante todo, la serenidad de los dos cautivos que transforma la cárcel en casa de oración. El terremoto es manifestación de Dios en acción. Se abren las puertas, como promete el profeta (cfr. Is 45,1) y salen libres (cfr. Sal 124,7). El efecto más maravilloso es la conversión del carcelero, que se bautiza con toda su familia. Al día siguiente, las autoridades quieren dar el asunto por terminado y les dicen que se vayan. Pablo, sin embargo, pide justicia y les acusa del tratamiento injusto e ilegal infligido a ciudadanos romanos. Exige y obtiene una discreta reparación.
17,1-9 En Tesalónica. Dejando ciudades secundarias, los misioneros se encaminan a la capital de Macedonia, Tesalónica –hoy Salónica–, una ciudad portuaria, rica y abierta, en la que no faltaba la sinagoga judía. Siguiendo su estrategia misionera, Pablo se dirige primero a los judíos a quienes explica y muestra que el Mesías tenía que sufrir y resucitar, y que este Mesías era Jesús. El éxito de la predicación de Pablo en Tesalónica es muy superior al de Filipos. Entre los que se asociaron a Pablo y Silas había judíos, griegos y no pocas mujeres influyentes. De nuevo, Lucas hace notar la presencia de las mujeres. Probablemente no lo hace sólo para promocionarlas, sino para dar testimonio de su protagonismo en aquellas comunidades cristianas.
Como en otras ocasiones, el éxito provoca la envidia y la acusación de los judíos, muy semejante a la que lanzaron contra Jesús (cfr. Lc 23,2; Jn 19,12): intentar suplantar al emperador romano con otro rey. Esta vez, al no encontrar a Pablo y Silas, los amotinados se volvieron contra el anfitrión de los misioneros, Jasón. Menos mal que las autoridades se dieron cuenta de lo absurdo de la acusación y se contentaron con amonestar a Jasón.
17,10-15 En Berea. Se repiten los mismos sucesos que en Tesalónica. La misión de Pablo y Silas termina, como siempre, en persecución. Esta vez son los judíos venidos de Tesalónica los que se dirigen a Berea –unos 80 km. de distancia– para impedir la misión de Pablo. Sin embargo, los convertidos siguen aumentando; entre ellos, vuelve a repetir Lucas, había mujeres importantes. En Berea se separan los compañeros por un tiempo, de modo que Pablo va a afrontar en solitario el desafío de Atenas.
17,16-21 En Atenas. El relato de Atenas está entre los más importantes del libro de los Hechos. A través de los episodios anteriores Lucas ha ido preparando el terreno para este encuentro importantísimo de Pablo con las religiones paganas. Hasta ahora los predicadores cristianos se han enfrentado con el judaísmo y la ley, la magia (16,16-18; 19,12-16), con el politeísmo ingenuo (14,6-18). Ahora le toca a Pablo enfrentarse con una religiosidad marcada por la filosofía. A pesar de su decadencia económica y política, Atenas conservaba intacta su aureola cultural, aunque evocaba mucho más de lo que era. Los filósofos habían reinterpretado la mitología para transformarla en religión purificada. En aquel momento actuaban en Atenas «la Academia» de Platón; «los peripatéticos» de Aristóteles; «los epicúreos»; «los estoicos» y quizás también «los cínicos».
17,22-34 En el Areópago. En sus tres grandes viajes misioneros, Pablo pronunció tres discursos programáticos: a los judíos en Antioquía de Pisidia, a los líderes cristianos en Éfeso y a los filósofos paganos en Atenas. El discurso de Atenas es de suma importancia para Lucas, hombre abierto a la cultura griega, dialogante y conciliador, de origen pagano él mismo. El discurso está colocado justo al comienzo de la gran misión de Pablo que le llevaría a predicar el Evangelio en el mundo greco-romano, donde, desde el punto de vista religioso, la pluralidad era la nota dominante.
Para nosotros, cristianos del s. XXI, lo fascinante de este relato es que justamente haya sucedido; que uno de los representantes más cualificados de la Iglesia de entonces, apóstol de Jesús, viaje a Atenas; escuche con respeto a los folósofos; comparta con los epicúreos el rechazo de los ídolos; apruebe la creencia de los estoicos en el parentesco entre Dios y la humanidad: «en él vivimos, nos movemos y existimos» (28) llega a decir Pablo citando a un poeta griego; haga suyas las convicciones del mundo cultural griego de tolerancia hacia las religiones extranjeras; dialogue y anuncie el mensaje de Jesús.
Hoy llamaríamos a la actuación misionera de Pablo en Atenas: diálogo interreligioso, la última y desafiante frontera de la misión universal de la Iglesia que estamos viviendo con tanta pasión en nuestros días. Esta escena de Pablo dialogando con las religiones no cristianas, representadas por los filósofos de Atenas, no se volverá a repetir en la historia de la Iglesia «a tan alto nivel», hasta la mitad del s. XX, en el Concilio Vaticano II, que abrió las puertas al diálogo atento y respetuoso con los creyentes de otras religiones, sin descalificaciones, prejuicios y condenas. Pablo, respetuoso en la escucha, es también valiente en el anuncio. Después de captarse la benevolencia de los atenienses, dice sin rodeos que toda la historia pasada de búsqueda de Dios, del «dios desconocido», ha sido, en realidad, una época de ignorancia. Ha llegado el momento de salir de ella y pasar al arrepentimiento. Todas las personas han sido llamadas a romper con el pasado. Hay un día fijado, aunque no revelado, para el juicio de Dios (cfr. Sal 75,3; 96,13). Y un «varón» encargado de ejecutarlo (cfr. 10,42; Mt 25,31s). La resurrección de Jesús llega casi sin hacer ruido: en atención a los paganos, para agudizar su curiosidad, o en atención a sus lectores que ya han oído hablar de ella en el libro.
Los resultados del diálogo y anuncio, hoy como en Atenas, están en manos de Dios. La mayoría de los oyentes de Pablo deciden que no merece la pena seguir escuchando. La predicación del Apóstol, sin embargo, no fue totalmente ineficaz. Lucas menciona por sus nombres a dos convertidos: Dionisio, funcionario de la ciudad para la educación y la cultura y Dámaris, ¡otra mujer!
¿Triunfó Pablo en Atenas? ¿Fracasó? Para el cristiano de hoy Lucas tiene un mensaje importantísimo que comunicar: Pablo, frente a las religiones no cristianas, respetó, escuchó, dialogó y anunció el mensaje de Cristo. Éste fue su triunfo indiscutible y la lección que nos transmite. En esto consiste la misión evangelizadora de la Iglesia.
18,1-23 En Corinto – Hacia Antioquía. Para el mundo de entonces, Corinto, capital de la provincia de Acaya, era la ciudad de las dos culturas, griega antes y romana después. Asentada en el istmo que une la Grecia continental con la isla del Peloponeso era un importante nudo de comunicaciones con dos puertos, Licaon al oeste y Cencreas al este. Rica y cosmopolita, una ciudad de población tan variada había acogido a las más diversas religiones del imperio. Con más de medio millón de habitantes, era famosa por su inmoralidad y por la gran diferencia entre ricos y pobres.
Para Pablo fue la ciudad del amor y del dolor, a la que dedica año y medio de evangelización, muchos afanes y varias cartas. Para Lucas, era la ciudad donde el Evangelio se abrió definitivamente a los paganos y al imperio romano, después del rechazo por parte de los judíos. Para los cristianos de hoy, Corinto es la ciudad donde surgió una de las comunidades de creyentes más conocidas e importantes de la Iglesia primitiva, cuya vida y dinamismo siguen inspirando a los que leemos las dos cartas que Pablo les escribió.
Corinto ocupa el lugar más importante del segundo viaje apostólico de Pablo. Las fechas de la estancia de Pablo en la ciudad son las más seguras de toda la cronología del Nuevo Testamento: desde Diciembre del año 50 hasta Junio del 52, más o menos. Lucas sitúa históricamente la actividad de Pablo en Corinto con la alusión a la expulsión de los judíos de Roma por el emperador Claudio y la mención del nombre del Gobernador de Acaya, Galión (18,12). La expulsion de los judíos de Roma, ocasionará la llegada providencial a Corinto de un matrimonio judeo-cristiano, Priscila y Áquila. Priscila, la mujer, será la animadora de la Iglesia doméstica que va a surgir en la ciudad. En la casa de estos fabricantes de tiendas y toldos, Pablo se hospedará y trabajará en dicho oficio para ganarse su sustento.
Con la mención de este matrimonio cristiano de refugiados, Lucas comienza una rápida narración de acontecimientos que culminarán ante el tribunal del gobernador romano Galión: llegada de los colaboradores Silas y Timoteo; predicación de Pablo acerca de Jesús, el Mesías, en la sinagoga; conversión, nada menos, que del jefe de la misma, Crispo; oleada de conversiones de corintios; rechazo por la mayoría de los judíos; ruptura de Pablo con los judíos y propósito de dirigirse en adelante a los paganos; acusación judía ante la autoridad romana y respuesta absolutoria de Galión para Pablo y sus compañeros creyentes.
Lucas está verdaderamente interesado en presentar el anuncio del Evangelio de Jesús como no contrario a las leyes del imperio. En realidad, Galión viene a decir con ironía que un magistrado romano de su categoría no se va a rebajar a dilucidar sobre cuestiones de sectas religiosas. Así pues, al imperio romano no le afecta la predicación de Pablo. Otra cosa, sin embargo, es lo que Lucas quiere comunicarnos. Lo hace a través del recurso de una visión nocturna que tiene el Apóstol (10s) en la que Jesús le anima a seguir hablando y no callarse, porque «en esta ciudad tengo yo un pueblo numeroso» (10). El imperio romano ya no será lo mismo desde que Pablo comenzó a anunciar el mensaje de Jesús en Corinto.
Lucas termina con un sumario de carácter geográfico en el que destaca la atención concedida por el narrador a Éfeso, campo importante de la actividad futura de Pablo. Va a comenzar su tercer y último viaje apostólico. Le acompañan Priscila y Áquila.
18,24-28 Apolo en Éfeso. La figura de Apolo, abanderado de una facción de la comunidad de Corinto, (cfr. 1 Cor 1,12; 3,4-6.22; 4,6; 16,12) resulta aquí ambigua. Lucas no entra en detalles acerca del personaje. Lo que sí podemos afirmar es que la situación de las primeras comunidades era mucho más compleja de lo que nos dice el libro de los Hechos. Es probable que Apolo fuera uno de tantos como había en aquellos años, con un pie en el judaísmo y otro en el cristianismo. ¿Era, acaso, discípulo de Juan Bautista y como tal había recibido solamente el bautismo de Juan? Sea lo que fuese, a Lucas le interesa resaltar que Apolo necesitaba una catequesis en «el camino de Dios», y que fueron Priscila y Áquila los que se lo llevaron aparte y lo catequizaron. Una vez informado, Apolo pone todo su entusiasmo y conocimientos bíblicos –provenía de la escuela de Alejandría– al servicio de la predicación en Corinto a invitación, probablemente, de los hermanos y hermanas de aquella ciudad.
19,1-10 Pablo en Éfeso. Después de pasar rápidamente por Éfeso, a donde promete volver (18,22), Lucas dice que Pablo se dirigió a Cesarea, que era el puerto principal de Palestina, con la intención, naturalmente, de visitar la Iglesia madre de Jerusalén. Lucas no es muy claro acerca de este posible viaje a la Ciudad Santa, pero en este sentido habría que entender el voto que hace en Cencreas (18,18) y que sólo podía completarse con una ofrenda en el templo de Jerusalén. De todas formas, entra dentro de la constante preocupación de Lucas el afirmar la unidad de la Iglesia. Más adelante, Pablo pasará también por Jerusalén antes de su importante viaje a Roma (21). La misión a los paganos, exigida por el Evangelio, no debe poner en peligro la comunión eclesial.
Pablo regresa a Éfeso y en esta ciudad pasará uno de los períodos más llenos de acontecimientos de su vida misionera. Aquí escribirá las dos cartas a los Corintios, la carta a los Gálatas y a los Filipenses. En Éfeso, probablemente, lo hicieron preso, experimentando uno de los momentos más angustiosos de su vida. ¿Estuvieron a punto de matarlo? (cfr. 2 Cor 1,8). Pablo permaneció en dicha ciudad un tiempo verdaderamente largo de su vida apostólica, dos años y tres meses. Durante tres meses predicó en la sinagoga, ganándose el rechazo de los judíos. No considerando, pues, adecuada la sinagoga para enseñar «el camino», Pablo lo hace en la escuela de Tirano.
Lucas afirma que «todos los habitantes de Asia, judíos y griegos, escucharon la palabra del Señor» (10). Por si no fuera poco el trabajo de la evangelización de los paganos y la tensión provocada por el rechazo de los judíos influyentes de la ciudad, Pablo tiene que intervenir en el movimiento espiritual de los seguidores de Juan Bautista. ¿Era éste un movimiento rival de la naciente Iglesia? ¿Eran cristianos simpatizantes? En todo caso, Pablo completa la formación de los doce líderes del movimiento, los bautiza y reciben el Espíritu Santo. Esto es lo que Lucas quiere resaltar: el triunfo del Espíritu en todos los frentes de la evangelización de Pablo.
19,11-20 Los exorcistas. Éfeso era conocida como una especie de capital internacional de la magia. No es extraño, pues, que Pablo tuviera que enfrentarse con el problema que afectaba también a los nuevos convertidos. La escena descrita recuerda los episodios de Simón y de Elimas (cfr. 13,4-12). Pablo aparece como taumaturgo extraordinario (como Pedro en 5,12-16 y como Jesús en Mc 5,27-29). Lucas contrasta el poder liberador del Evangelio frente a la falsa seguridad de las artes mágicas de los charlatanes. El ambiente de la gran ciudad portuaria favorecía la confusión y el sincretismo religioso. El triunfo del Espíritu fue completo. Judíos y griegos se llenaron de temor reverencial. La narración termina con la mención de una hoguera purificadora donde se quemaron libros de magia por un valor enorme: 50.000 monedas de plata, lo que equivalía en aquella época al salario de una jornada de trabajo de 50.000 hombres. Así, por el poder del Señor, el mensaje crecía.
A dos mil años de distancia, la narración de Lucas no ha perdido actualidad. Los horóscopos, cartas astrales, artes adivinatorias y demás parafernalia de adivinos y charlatanes siguen cosechando inmensas fortunas entre los hombres y mujeres de hoy, también entre los cristianos. La liberación que trae el Evangelio de Jesús sigue siendo tan necesaria ahora como entonces.
19,21-40 Motín de los plateros. Si colocáramos los versículos 21s al final del capítulo, estarían mejor situados para servir de prólogo al último y definitivo viaje de Pablo, Roma. Antes, sin embargo, Lucas tiene que contarnos otro episodio que marcó la complicada misión de Pablo en Éfeso: una revuelta. En los versículos 23-40 Lucas compone una página magistral de sociología de masas, de religiosidad popular embebida de nacionalismo e intereses económicos. Parece que estamos leyendo una crónica de cualquiera de los periódicos de nuestros días sobre modernas manifestaciones o asambleas. La crisis surgió a causa del «Camino» o seguimiento de Jesús. Éfeso era famosa por su inmenso templo (120 metros de largo por 70 de ancho, rodeado de 128 columnas de 19 metros de altura), una de las maravillas del mundo de entonces, dedicado a la diosa de la fecundidad Artemis, adorada en toda la provincia de Asia.
Religión, nacionalismo y fuertes intereses económicos estaban estrechamente ligados. El jefe del sindicato de los plateros, un tal Demetrio, ve en la predicación de Pablo contra la idolatría un posible peligro para el negocio de producción de estatuillas y demás objetos religiosos de la diosa y provoca una manifestación multitudinaria, violenta, confusa e ilegal. Quieren linchar a Pablo y a sus compañeros. Los judíos, que también se sienten amenazados por ser críticos de los ídolos, entran en escena. La masa se precipita al teatro de la ciudad que tenía capacidad para 24.000 personas. Todos gritaban. Lucas anota que muchos de los presentes no sabían para qué estaban allí. Tras numerosas tentativas de mediación, las autoridades locales logran apaciguar a la masa y hacerla entrar en razón. Si Demetrio tiene una querella contra Pablo, ahí están los tribunales de justicia. Si la causa es grave, que lo decida una asamblea legal. Una revuelta ilegal sólo podrá traer las más graves consecuencias para la ciudad. Ahí quedo todo y el tumulto se disolvió.
Quizás la razón de Lucas en contarnos este episodio está en el interés constante del narrador por situar la misión de Pablo dentro de la legalidad romana. Más adelante serán oficiales del ejército romano los que salven la vida de Pablo en dos ocasiones (21,27-40; 23,12-24). El mismo Apóstol apelará al tribunal del César para salvar su vida (25,1-12).
20,1-16 Viajes, visitas y despedidas. En este viaje europeo, Pablo se dedica a visitar comunidades ya fundadas. Sale de Éfeso después del tumulto. Cuando planea volver en barco se entera de que los judíos preparan un atentado contra él y decide viajar por tierra. En el viaje de regreso lo acompañan algunos colaboradores, quizás portadores de la colecta para Jerusalén. Por las cartas de Pablo sabemos que éste recorre Macedonia a fin de recoger fondos para la Iglesia pobre de la Ciudad Santa. Lucas ignora este motivo y da al viaje un carácter de despedida y testamento. Las fiestas de la Pascua las pasa en la comunidad de Filipos. A la celebración judía va a seguir en el relato una celebración cristiana.
En efecto, es el primer día de la semana –domingo– y se celebra la eucaristía en el salón de una casa privada. Es la primera mención en el Nuevo Testamento de semejante celebración en domingo, que corresponde al día de la resurrección (cfr. Lc 24,1-36; Jn 20,19-26). La eucaristía se denomina con la expresión tradicional de «partir el pan» y seguía a la cena ordinaria. El salón, ubicado en el tercer piso de la casa, está tan repleto de gente que un muchacho no encuentra más asiento que el marco de una ventana. Como el discurso es de despedida, Pablo no sabe terminar y el muchacho no puede vencer el sueño. Cae al patio y muere a consecuencia del golpe. La ceremonia queda trágicamente interrumpida, pero Pablo domina la situación. La celebración de la vida del resucitado no puede terminar con la muerte de uno de los participantes. Pablo imitando los gestos de Elías y Eliseo (cfr. 1 Re 17,21; 2 Re 4,34) realiza el milagro. Después, con toda serenidad, sube y termina la celebración.
Lucas termina el itinerario de viaje de Pablo y sus colaboradores con una nota: el Apóstol tenía prisa por llegar a Jerusalén en Pentecostés.
20,17-38 Despedida de los efesios. Al llegar a Mileto, lugar muy cercano a Éfeso, Pablo convoca a los presbíteros –responsables– de las comunidades cristianas de Éfeso y zonas limítrofes. Una vez reunidos les dirige un discurso. Se trata del único discurso de todo el libro de los Hechos dirigido exclusivamente a cristianos y en concreto a los líderes de las comunidades. Todos los demás, van dirigidos a personas o grupos fuera de la comunidad cristiana.
Aunque Pablo no está en trance de muerte, se despide definitivamente de una comunidad querida a la que ha dedicado más de dos años de su actividad. Por eso su discurso es «testamentario» y sigue las líneas de este «género literario», tan común en la Biblia, como el testamento de Moisés (cfr. Dt 33,3s), o el de Jesús (cfr. Lc 22,25-30; Jn 13-16). Ordinariamente estos testamentos eran redactados por los discípulos, quienes aprovechaban la ocasión de la despedida del maestro, para hacer una síntesis de su vida y su trabajo con la mirada puesta en el futuro. Así pues, sobre la base histórica de las palabras de despedida de Pablo, Lucas construye este discurso en que nos da la interpretación de la persona y misión del Apóstol, tal y como se mantenían vivas en las comunidades cristianas fundadas por él. Resume su trayectoria misionera y mira hacia el futuro. Este «futuro» –Lucas narra el emotivo adiós de Pablo muchos años después de su muerte– era ya una realidad en las numerosas comunidades cristianas extendidas por todo el imperio romano. Es, pues, a los dirigentes de estas comunidades a los que el narrador se dirige a través de las palabras de Pablo.
En la primera parte del discurso (18-21), el Apóstol hace una evaluación de su misión en Asia. Es una misión recibida de Jesús, el Señor, y guiada por el Espíritu que consiste en servir, anunciar, enseñar, testimoniar en medio de pruebas y tribulaciones a judíos y griegos, tanto en público como en casas particulares.
En la segunda parte (22-24), Lucas pone en boca de Pablo la realidad fundamental que recorre todo el libro de los Hechos: el Espíritu Santo es el verdadero protagonista de la misión. El Apóstol, a la hora del adiós, se ve a sí mismo como prisionero del Espíritu, quien le llevará de ciudad en ciudad, a través de cadenas y persecuciones, hacia Jerusalén para completar la tarea encomendada dando su vida por el Evangelio, como Jesús el Señor. Para el narrador, la palabra «Jerusalén» esta llena de simbolismo. Más que la destinación del viaje físico que Pablo está a punto de emprender, significa, más bien, el destino de otro viaje de sufrimiento y muerte que llevará al Apóstol a identificarse total y definitivamente con su Señor. Aunque Pablo no murió en la ciudad santa sino en Roma –Lucas no lo menciona–, será la capital del imperio la «simbólica Jerusalén» de Pablo. (cfr. Lc 9,51).
En la tercera parte (25-31), el Apóstol se dirige a los dirigentes de las comunidades. Traspasa a ellos la responsabilidad de predicar el Evangelio y de cuidar del rebaño que el Espíritu les encomendó, tal y como él mismo, Pablo, lo ha venido haciendo por tres años, amonestándoles con lágrimas día y noche. Una vez hecho el «traspaso de la responsabilidad apostólica», les previene de los peligros que acechan a la comunidad con la metáfora de lobos rapaces que no respetarán al rebaño.
En la cuarta parte (32-35), Pablo encomienda los responsables de las comunidades a la «Palabra de Dios». La Palabra aparece aquí personificada, como la única fuerza y dinamismo que puede construir la Iglesia de Dios. Concluye con una advertencia a los responsables contra la ambición del dinero y olvido de los pobres. El desinterés fue siempre la señal por excelencia de la autenticidad de todo ministerio apostólico (cfr. Gál 4,17; 2 Cor 11,8s; 2 Tim 3,2.6-8; 2 Pe 2,3). Pablo se pone como ejemplo al haber trabajado con sus manos para su sustento y para socorrer a los pobres.
Al final, la emoción embarga a todos. Entre rezos, lágrimas y abrazos Pablo fue acompañado al barco. Ya no volverían a verle más. Su discurso de despedida, sin embargo, conserva la actualidad y frescura de un testamento que sigue cuestionando a nuestros líderes y comunidades cristianas de hoy.
21,1-16 Viaje a Jerusalén. Va a comenzar el tercer y último viaje de Pablo que terminará en Roma. Hasta ahora, a lo largo de ocho capítulos de su libro (13–20), Lucas ha presentado a un Pablo activo, misionero luchador e infatigable, triunfador y taumaturgo. ¿Cae el narrador en la tentación fácil de darnos una imagen triunfalista del Apóstol? En absoluto. Los restantes ocho capítulos (21–28) nos van a presentar la otra imagen del misionero, quizás la más auténtica y fascinante: el Pablo pasivo, prisionero del Espíritu. Así pues, ocho capítulos dedica Lucas a los 12 años de «actividad» de Pablo y ocho capítulos dedica también a los tres años de su «pasividad». El paralelismo entre ambas etapas podrá aparecer desproporcionado. ¿No será que Lucas considera los tres años de pasividad de Pablo tan importantes como los doce de actividad o quizás más importantes? El Apóstol va a cumplir en esta última etapa el programa que Jesús le preparó al comienzo de su misión: «es mi instrumento elegido para difundir mi nombre… yo le mostraré lo que tiene que sufrir por mi nombre» (9,15s).
Así pues, una vez que Lucas nos ha contado todo lo que le interesaba decir acerca de la actividad misionera de Pablo, su celo, sus iniciativas, sus triunfos, sus milagros, al narrador le queda por expresar lo más importante: la entrada del Apóstol en el misterio de la muerte y resurrección del Señor, a través de su propio sufrimiento y muerte, expresión máxima del poder del Espíritu y de la Palabra en el fiel imitador de Cristo.
Las notas del viaje hacia la Ciudad Santa nos permiten asomarnos y descubrir que las costas del mar Egeo, hacia el año 54, estaban sembradas de comunidades cristianas y que Pablo era un gran personaje bien recibido en cualquier Iglesia local. Cuando Jesús se dispone a subir a Jerusalén para padecer (cfr. Lc 9,51), es plenamente consciente de su destino y se lo puede anunciar una y otra vez a sus discípulos. Pablo se dispone a seguir a Jesús (cfr. Lc 9,52-62) sin conocer su destino. Amigos y colaboradores, sospechando el posible peligro que le esperaba en Jerusalén, sobre todo después del profético anuncio de Ágabo (21,10s) tratan de impedir su viaje; pero ante la firme decisión del Apóstol se resignan con un «que se cumpla la voluntad del Señor».
21,17-26 En Jerusalén. Tal y como nos lo narra Lucas, el encuentro entre Pablo y la Iglesia de Jerusalén nos deja un poco perplejos. No sabemos lo que en realidad ocurrió, aunque sí debió ser un encuentro desagradable y dramático para el Apóstol. Más que encuentro habría que hablar de desencuentro. En otras palabras, su viaje históricamente fue un fracaso. Con la subida, pues, a Jerusalén comienza la pasión de Pablo. A Lucas, sin embargo, no le interesa darnos los detalles históricos. Cuando narra los hechos, la Iglesia de Jerusalén había ya desaparecido completamente o contaba muy poco, ¿para qué recordar, pues, viejas querellas y antagonismos? En la mente y en el corazón del narrador está siempre la preocupación por resaltar la unidad de «toda» la Iglesia por encima de facciones y antagonismos, por eso su narración es calculada en lo que dice y en lo que no dice.
No dice, por ejemplo, el motivo principal que tuvo Pablo para ir a Jerusalén, es decir, la entrega de la importante colecta que con tanto esfuerzo había llevado a cabo junto con sus colaboradores, y que representaba un signo de comunión y solidaridad entre la Iglesia madre y las nuevas Iglesias. Es probable que la colecta fuera rechazada por una serie de motivos complejos. No hay que descartar entre otros, el clima pre-revolucionario que existía en la ciudad a mediados de los años 50 y que terminará en la insurrección armada del año 66, que llevó a los judíos a un verdadero suicidio colectivo con la destrucción de la ciudad en el año 70 a manos de los ejércitos de Roma. Los judíos vivían ya una histeria de pureza racial y cualquier contacto con paganos era sospechoso de traición. En estas circunstancias recibir dinero de extranjeros era altamente peligroso, aun para la comunidad judeo-cristiana de la ciudad que estaba preocupada por su supervivencia.
Lucas dice que el primer recibimiento de Pablo y su comitiva fue cordial. Sin embargo, cuando Pablo se sentó a hablar con Santiago y los líderes de la comunidad, no puede disimular la tensión existente. Pablo les comunica la gran cantidad de paganos que habían recibido la fe, aunque calla que también lo hicieron muchos judíos. Ellos, a su vez, comunican a Pablo que millares de judíos se habían convertido en Jerusalén y que, sin embargo, habían permanecido fieles a las leyes judías. Acto seguido, acusan a Pablo de enseñar a los judíos convertidos que viven entre paganos a abandonar la ley de Moisés. La acusación era injusta. El Apóstol, sin embargo, no se defiende y sigue el consejo de Santiago de realizar un acto público en el templo, corriendo con los gastos, para aclarar los posibles malentendidos de su presencia en la ciudad. De paso, le recuerdan a Pablo las cláusulas del Concilio de Jerusalén, como mínimo exigido a los paganos convertidos, miembros de comunidades mixtas.
21,27-40 Arrestado en el templo. El plan juicioso de Santiago fracasa justo cuando iba a ponerse en práctica. Al relato anterior, comedido y conciliador, sigue la detallada narración del arresto de Pablo, a través de la cual Lucas nos da su interpretación sistemática de los hechos: el poder romano interviene para defender a Pablo contra las agresiones de los judíos. Todo comienza con un pretexto malicioso. Estaba prohibido a los paganos, bajo pena de muerte, traspasar la barrera del atrio exterior del templo porque su presencia podía contaminar el lugar sagrado. Corrió la voz de que Pablo había introducido allí a unos griegos. Suena la alarma, cierran las puertas del templo para que Pablo no pueda acogerse al derecho de asilo y lo sacan fuera para no matarlo en terreno sagrado. Se disponen a lincharlo cuando interviene la autoridad militar romana y Pablo es salvado en el último momento.
A través de esta escena dramática Lucas quiere dirigir la atención del lector a otro drama de mayor alcance: Jerusalén rechaza la última oferta del Evangelio. Pablo, como Jesús, le traía la paz (cfr. Lc 19,42) y le responden con la guerra (cfr. Sal 120,7). Cuando se lleven a Pablo, Jerusalén quedará atrás y ya no volverá a aparecer en el resto del libro de los Hechos. El comandante romano salvará a Pablo de la muerte encadenándolo y así, hasta el final del libro, Pablo será un prisionero traído y llevado de un lugar a otro, hasta llegar a Roma.
22,1-30 Discurso de Pablo. En medio de la agitación que sigue a su arresto, Pablo logra hablar con el oficial romano y deshacer el malentendido. Él no es un cabecilla de revoltosos anti-romanos sino un respetable ciudadano de la ciudad de Tarso. Acto seguido y contra toda verosimilitud histórica, Lucas nos presenta a Pablo pronunciando un discurso al pueblo. Es difícil imaginar al oficial romano concediendo la palabra a un preso en aquellas circunstancias, y más difícil aún que la masa alborotada guardara silencio. Por otra parte, el discurso no alude a las circunstancias del tumulto popular. En realidad, por boca de Pablo, el discurso lo dirige el narrador a los lectores de su libro.
Más que una defensa personal del Apóstol, se trata de una apología de su misión a las naciones. Comienza aludiendo a sus intachables credenciales de judío hasta el punto de convertirse en perseguidor del «Camino». En oposición a las «leyes de los antepasados», llama, de nuevo, «Camino» al cristianismo. Después, presenta su conversión en la ruta hacia Damasco y el nuevo rumbo que tomó su vida tras encontrarse cara a cara con Jesús resucitado, quien le escogió para ser su testigo ante todo el mundo. Pablo ve en este acontecimiento el designio del Dios de nuestros padres (14). Menciona el nuevo rito del perdón (16), el bautismo, que substituye a la ley y todos sus mecanismos. Pablo reserva para el final el recuerdo de la visión que tuvo en el templo, años atrás, en la que Jesús le apremia a salir de Jerusalén ante el fracaso de su testimonio en la ciudad y le envía a «pueblos lejanos» (21).
Esta declaración constituía una provocación inaceptable para oídos judíos. Equivalía a decir que fue en el mismo templo de Jerusalén donde Jesús rechaza al templo como lugar del anuncio de la Palabra de Dios y que esta misma Palabra se construirá un nuevo templo (un pueblo nuevo) entre los paganos (20,32). La reacción no se hizo esperar. Con gritos y gestos piden la muerte de Pablo y que los romanos sean los ejecutores. El comandante se entera de que el preso es ciudadano romano, dato confirmado por el mismo Pablo, y la situación cambia de rumbo y de escena. Pablo es llevado ante el Consejo de los líderes de Israel.
23,1-11 Ante el Consejo. Estamos ante uno de los relatos más reelaborados por Lucas. Históricamente parece inverosímil que un oficial romano provocara la reunión del Consejo, como si éste estuviera a sus órdenes, que presentara al presunto reo y asistiera vigilando al proceso. Por otra parte, la escena de un Consejo dividido por disensiones doctrinales graves acerca de la resurrección, hábilmente provocadas por Pablo, y otra serie de incongruencias, como el hecho de que el Apóstol no conozca al Sumo Sacerdote, hacen pensar que a Lucas no le interesa darnos un relato puramente histórico de lo acontecido. Como ya nos tiene acostumbrado, el narrador deja aquí los hechos históricos a un lado para darnos su interpretación de los mismos. No usa, para ello, afirmaciones o proposiciones abstractas, sino que compone un cuadro escénico vivo, una especie de drama que, por cierto, termina en comedia.
Para Lucas, Pablo ante el Consejo no está en calidad de acusado sino de acusador. En realidad, el Consejo no consigue juzgarle, sino que termina desmoralizado. Es más, el partido de los fariseos lo declara inocente contra las protestas de sus adversarios saduceos. Fue el testimonio de Pablo sobre la resurrección –los presentes sabían muy bien que el reo se refería a la resurrección de Jesús–, el último puente tendido al pueblo judío en las personas de sus representantes. Lucas narra la escena muchos años después de los acontecimientos. Para esas fechas, el partido de los saduceos, contrarios a la resurrección de los muertos, había ya desaparecido. Eran, pues, los fariseos los que estaban reorganizando la nueva comunidad judía después de la destrucción de Jerusalén el año 70. Éstos, sí, creían en la resurrección de los muertos, pero no en la de Jesús. Por boca de Pablo, Lucas les reprocha su increencia y al mismo tiempo les tiende la mano. Entre judaísmo y cristianismo no hay ruptura, sino continuidad y el lazo de unión es la resurrección de Jesús. La narración termina con la intervención –otra vez– del comandante romano que libera al Apóstol de un linchamiento seguro. A la noche siguiente la palabra del Señor da certeza y fuerza a Pablo. Su testimonio también será necesario en Roma.
23,12-22 Complot contra Pablo. Se trama una conjura para eliminar a Pablo. Los cuarenta conjurados se comprometen a un ayuno, pues calculan despachar el asunto rápidamente. Lo importante es sacar a Pablo de la custodia de los romanos y para esto se confabulan con los miembros sacerdotes y civiles del Consejo. Del resto se ocuparán ellos sin comprometer públicamente a los líderes. Un sobrino del Apóstol se entera, avisa al comandante y éste salva de nuevo al preso, llevándolo bajo fuerte custodia militar a Cesarea. Este viaje significa para Pablo su salida definitiva de Jerusalén, que ya no volverá a ser mencionada en el libro de los Hechos.
23,23-35 Remitido a Félix. La escena es sobria y sugerente. De noche, escoltado por un nutrido destacamento romano, cabalgando, Pablo se aleja de la ciudad. Quizás sin saberlo está cumpliendo la orden de Jesús: «sal pronto de Jerusalén… yo te envío a pueblos lejanos» (22,18.21). La operación equivale a trasladar el preso a un tribunal superior, el supremo de aquella provincia. En su carta de presentación, el comandante militar de Jerusalén se presenta como el liberador de un ciudadano romano injustamente acusado y amenazado de muerte por sus correligionarios. El comandante queda muy bien ante sus superiores y al mismo tiempo se libera del enojoso asunto. Pablo tendrá la ocasión de seguir dando testimonio de Jesús, cada vez más arriba en la jerarquía del imperio (cfr. Lc 21,13). Ésta es la verdadera intención de Lucas al describirnos el relato.
24,1-27 Proceso ante Félix. La situación ha cambiado. Ahora los judíos tienen que desplazarse a la capital del poder romano local, Cesarea, a 100 km. de Jerusalén, someterse a un tribunal extranjero y emplear a un abogado experto en derecho romano. Todas estas diligencias son ejecutadas con rapidez. En sólo cinco días están preparados para la acusación, tal era la prisa que tenían en deshacerse de Pablo. Como buen abogado, Tértulo comienza con las fórmulas protocolarias de alabanzas al juez Félix por esto y por aquello. Era una zalamería descarada. En realidad los judíos odiaban a Félix por su mano dura en la represión de las revueltas y por los onerosos impuestos. El astuto Tértulo pone inmediatamente el dedo en la llaga: alude a la paz romana de la que gozan gracias a Félix y que ahora podía estar en peligro. La paz romana era el centro de la ideología del imperio, su razón de ser.
Una vez captada la benevolencia del juez, el abogado judío presenta tres acusaciones: 1. Provocar por todas partes agitaciones y sediciones entre los judíos; 2. Ser jefe de la secta de los «nazarenos» (2,22; 6,15); 3. Haber intentado profanar el templo que los romanos se han comprometido a defender. Las tres acusaciones están ágilmente manipuladas como delitos contra la paz romana. La primera es clara: agitación y sedición. La segunda es más sutil. Aunque a los romanos no les importaban en absoluto las sectas judías, el nombre del «nazareno» –Jesús– sí que podía levantar sospechas en el juez. Si Jesús fue condenado por los romanos como sedicioso, sus seguidores podían ser también considerados como tales. La tercera sigue el mismo camino: si los romanos se han comprometido a defender el templo, los que conspiran contra el templo conspiran contra los romanos.
Al retirarse el abogado judío, Félix da la palabra a Pablo. Éste comienza su defensa, pero no sólo es Pablo el que habla. A través de sus palabras, Lucas está respondiendo a las mismas acusaciones y sospechas de que eran objeto las comunidades cristianas extendidas ya por todo el imperio, incluso en Roma, varias decenas de años después de que ocurrieran los hechos. En aquella sala del juicio estaban en confrontación: Roma, el judaísmo y Pablo –o sea, el cristianismo–. Pablo, y Lucas por boca de Pablo, responde y aclara. Respecto al imperio romano, éste no debe tener ningún motivo de queja contra los cristianos, pues éstos, ni provocan desorden ni perturban la vida ciudadana, al contrario, son ciudadanos ejemplares. Las acusaciones, pues, son falsas. Respecto al judaísmo, Pablo –el cristianismo– no pertenece a ninguna secta rebelde. El «Camino» es continuación y culminación del judaísmo. El Dios que adora Pablo es el de sus antepasados. Admite y venera las Escrituras, la Ley y los Profetas, y cree, como sus enemigos, en la resurrección. La alusión es clara: la resurrección de Jesús. En cuanto a profanar el templo, se trata de una invención de unos advenedizos de Asia.
Lo lógico habría sido dejar completamente libre al encausado. Félix, juez corrupto que espera dinero de Pablo, prefiere dar largas al asunto y deja al reo en prisión menor para complacer a los judíos. En la perspectiva de Lucas, Félix está colaborando al designio de Dios que quiere llevar a Pablo hacia Roma.
25,1-12 Apela al César. Han pasado dos años. Pablo sigue preso, metido aún en la batalla legal que decidirá su suerte. Tres días después de tomar posesión del cargo, el nuevo gobernador Festo tiene ya que ocuparse del asunto Pablo a instancias de los judíos. La insistencia de Lucas en mostrar la inocencia del Apóstol nos deja un poco sorprendidos. Es el tema más explicado y repetido hasta el cansancio en el libro de los Hechos.
¿Existían todavía entre los lectores de Lucas grupos que aun dudaban de la inocencia del Apóstol? ¿Tuvieron parte los judíos en la muerte de Pablo en Roma, quizás con las mismas acusaciones? No sabemos. El hecho es que Lucas nos presenta en este relato a la tercera autoridad romana que encuentra a Pablo inocente. Festo, queriendo quedar bien con los judíos, pregunta al Apóstol si quiere volver a Jerusalén para ser juzgado. Quizás cansado de tantas complicaciones, Pablo apela a su derecho como ciudadano romano de ser juzgado ante el tribunal del César en Roma. ¿En demanda de justicia?, ¿o para cumplir el designio de Dios?
25,13-27 Ante Agripa. Lucas vuelve a la carga sobre la inocencia de Pablo, narrando esta vez la escena de la comparecencia del Apóstol ante el rey Agripa, amigo del gobernador Festo. El gobernador repite los cargos de los judíos contra el acusado y la inocencia del mismo, aclarando, esta vez, la verdadera razón de la persecución judía contra el Apóstol: «un tal Jesús, muerto, del que Pablo dice que vive» (19). El relato dará ocasión a Pablo de renovar su testimonio ante «gobernadores y reyes» (cfr. Lc 21,12s).
26,1-32 Discurso de Pablo. Se trata del último discurso del libro de los Hechos, en el que Pablo narra por tercera vez su conversión y vocación. El punto de arranque es su vida pasada como miembro del pueblo judío y del rígido partido fariseo. ¿Ha roto ahora con sus raíces judías? De ninguna manera. Va a mostrar que su vida presente es la consecuencia última de su identidad judía. Todo se remonta, según Pablo, a la esperanza de la promesa que Dios hizo «a nuestros padres» (6) y que han mantenido viva las doce tribus de Israel. De esta esperanza le acusan a él. ¿De qué esperanza se trata? Aunque Pablo no lo dice explícitamente, su intención es clara: el radical deseo humano de vivir es esperanza de resurrección. Pues bien, esto es lo que Dios tenía prometido y lo ha cumplido ahora resucitando al Mesías Jesús. Son sus acusadores los que habiendo aceptado la promesa, no aceptan ahora su cumplimiento en la resurrección de Jesús. A continuación narra su vida de cruel perseguidor de los cristianos. En ningún otro texto describe el Apóstol su ensañamiento fanático. Sigue su testimonio sobre el cambio radical sufrido en el camino de Damasco. Es la tercera vez que habla del acontecimiento, pero en esta ocasión difiere llamativamente de las anteriores. No menciona la ceguera ni la sanación ni la intervención de Ananías ni la fuga de Damasco. La conversión se transforma en vocación, al estilo de las vocaciones proféticas (cfr. Is 42,7; 61,1). Su testimonio, sin embargo, siempre es el mismo: Jesús, el primer resucitado de entre los muertos, es ahora luz universal sin distinción para judíos y paganos. Así termina el bellísimo discurso de Pablo. Para el gobernador romano, encerrado en su mentalidad, el testimonio de Pablo no es delito, sino demencia. El estudio ha trastornado al acusado, comenta. Ante el escepticismo del romano, Pablo apela a los conocimientos del judío Agripa. El rey se evade con una salida cortés. Vibrando de pasión misionera, Pablo se dirige ahora a todos los presentes. A todos los querría cristianos y sin cadenas, libres de verdad. El veredicto final no se pronuncia en el tribunal, sino en privado. El narrador se encarga de que el lector lo escuche antes de que Pablo se embarque. Agripa no entiende que, en el designio de Dios, el viaje a Roma se paga con la prisión.
27,1-12 Navegando hacia Roma. La travesía marítima, con la tempestad y el naufragio, son una pieza de lucimiento del narrador. Es un relato rico de datos precisos, dignos de un buen conocedor de la navegación de entonces. En un contexto realista, de dimensiones humanas, empequeñecidas por el vasto mar, Pablo es una figura sobrehumana: sabe y aconseja, prevé y predice, no desfallece y anima, es el director de la navegación. Al gran viajero, al náufrago salvado (cfr. 1 Cor 11,25), Lucas dedica este homenaje marítimo.
27,13-44 Tempestad. Se echaba encima el otoño, cuando los vientos occidentales hacían difícil y peligrosa la navegación por el Mediterráneo. Por el ayuno judío que menciona Lucas –el que precede a la fiesta de la Expiación– podemos calcular que eran los últimos días de septiembre. La descripción que hace el narrador de la tempestad es magnífica. Dicen los entendidos que utiliza diez palabras técnicas del arte de navegar. No era marinero, pero sí que debió buscar información antes de escribir. En este contexto realista, Lucas no resiste a la tentación de resaltar la personalidad de Pablo salpicando el relato con intervenciones del Apóstol. Parece increíble que un prisionero haya desempeñado durante el viaje el protagonismo que el narrador atribuye a su héroe. La primera intervención, sin éxito (10), parece casi un discurso. Cuando el peligro es serio y cunde el pánico, Pablo interviene por segunda vez (21-25), como un profeta que recibe mensajes celestes. A beneficio de los paganos presentes, habla de la aparición en un sueño del ángel del Dios a quien pertenece. Ese Dios le salvará la vida y, en atención a él, la de sus compañeros de navegación. Puede recordarse el razonamiento de Abrahán (cfr. Gn 18,23-33). Después de una noche de angustia, con peligro de que la nave se estrellase contra los arrecifes, Pablo interviene de nuevo (35). Esta vez invita a todos a comer algo y vuelve a asegurarles que nada les ocurrirá. Sus palabras parecen sacadas de la liturgia eucarística: «tomó pan, dio gracias, lo partió…» (cfr. Lc 22,19). El peligro mayor para los prisioneros surgió cuando los soldados, presos del pánico, decidieron matarlos para que nadie escapara. De nuevo un oficial romano –esta vez el centurión– salva a Pablo de la muerte. ¿Cómo ven los ojos iluminados del narrador este viaje accidentado de Pablo en medio de un mar enfurecido que hace naufragar la nave? En el Antiguo Testamento el naufragio es una experiencia tan terrible que equivale a la muerte (cfr. Sal 42,8; 66,12; 69,2s; Is 43,2). En el Nuevo Testamento la aventura marítima de Jonás es una imagen de la muerte de Jesús (cfr. Mt 12,40; Jn 2,1). ¿No nos querrá decir Lucas que Pablo pasó también por las tinieblas y las grandes aguas –símbolo bíblico del paso por la muerte– y que como Jesús no fue retenido por la muerte, sino que también él escapará del mar para resucitar «simbólicamente» en Roma, no él sino la Palabra de la que era portador?
28,1-31 Malta y Roma. Este último capítulo del libro está escrito en clave de resurrección. Su tema es la Palabra de Dios, tantas veces personalizada a lo largo de su narración. Es esta Palabra, en realidad, la que cierra el libro, resonando en Roma como resucitada, libre y sin estorbo, proclamando el nombre de Jesús. Después del naufragio, los pasajeros se dan cuenta de que están en la isla de Malta. En la narración detallada de los acontecimientos, la figura de Pablo encarna el poder de la Palabra que siempre va acompañada de signos y milagros, como en la predicación de Jesús. El caso de la víbora es uno de esos milagros que recuerdan el episodio del desierto (Nm 21,4-9) o la promesa escatológica del profeta (Is 11,8) o la de Jesús (Lc 10,18; Mc 16,18). La sanación del padre de Publio, gobernador de la isla, está casi calcada en la primera sanación de Jesús, la de la suegra de Pedro (Lc 4,38s). Lo mismo que a Jesús, los enfermos acudían a Pablo y quedaban sanos (Lc 4,40).
Los viajeros se hacen de nuevo a la mar y Pablo llega a su destino, no como un prisionero sino recibido por el calor de la comunidad. Al encontrarse con los hermanos y hermanas y ver lo que todo eso significaba, el Apóstol da gracias a Dios. Por fin, Roma.
La última página del libro (17-31) recoge y resume ideas ya propuestas y cierra coherentemente todo el arco narrativo que arranca desde 1,8: «serán testigos míos en Jerusalén, Judea y Samaría y hasta el confín del mundo». El viaje de Pablo, de Jerusalén a Roma, materializa el movimiento espiritual de la Iglesia que se desprende definitivamente del judaísmo y se abre a los paganos. Roma será el nuevo centro de irradiación universal de la Palabra que está llamada a llegar hasta los últimos rincones del mundo.
Llegados al final del libro, los lectores de hoy nos quedamos con las ganas de conocer por boca de Lucas el destino final de Pablo. Sabemos por otras fuentes que el Apóstol fue martirizado en Roma hacia el año 66 durante la persecución de Nerón, y que allí está enterrado. ¿Qué ocurrió durante sus dos años de cautividad? ¿Fue puesto en libertad y pudo realizar su ansiado viaje a España (Rom 15,24-28)? ¿Sufrió una segunda cautividad romana que terminó en martirio? Lucas no satisface nuestra curiosidad. En realidad, el libro de los Hechos no es la biografía de Pedro ni de Pablo, sino la historia de la Palabra de Jesús que, impulsada por el Espíritu Santo, resuena triunfante, libre y sin cadenas tanto en la Roma de los tiempos del narrador, como en todos los confines de nuestro mundo de hoy.
Pedro y Pablo fueron los testigos de esta Palabra en la Iglesia que nacía hace 2.000 años; hoy debemos serlo todos los hombres y mujeres que hemos recibido la fe en Jesús de Nazaret, Hijo de Dios y Salvador del mundo.

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